Authors: Josep Montalat
—Lo tengo claro, el negocio del restaurante es bueno, lo reconozco, pero me estaba quemando demasiado sin tener ningún día libre —dijo Cobre ante la disimulada mirada de David—. Prefiero dedicarme a algo que tenga un horario más relajado.
—Bueno, tú mismo. Si quieres un trabajo más relajado, lo entiendo —le dijo Gaspar, sin insistir—. Ya sabes que te apoyo en todo pero opino que, para tener un completo éxito como
gigoló
, te harían falta unos centímetros más.
Por la tarde, mientras la pareja visitaba el Museu Dalí, Cobre estuvo entretenido en realizar otro tipo de venta, menos legal. Por la noche, se encontraron para ir en un solo coche a la cena del cumpleaños de Gunter, en el Hotel Almadraba Park, el mismo en el que él y su mujer habían estado pasando el fin de año. Al entrar, vieron que la mayoría de los invitados eran alemanes, casi todos residentes en la zona, lo cual demostraba el buen negocio que hacía el Empordà con aquella invasión germánica, por supuesto siempre que siguieran viniendo sin uniforme. Después del aperitivo en la terraza Susana se excusó para ir al baño mientras ellos dos fueron a buscar un sitio donde sentarse. Muchos de los extranjeros ya estaban acomodados cuando, en procesión nada silenciosa, entraron en el salón reservado. Iban detrás de unos alemanes que empujaban unas sillas de ruedas con dos paralíticos. Había una largas mesas elegantemente montadas, y todos los que iban delante de ellos fueron sentándose con sus respectivos amigos, que les guardaban los asientos.
—Estos alemanes ya conocen de qué va la movida y no quieren quedarse sin sitio para la cena —dijo Cobre.
—Sí, incluso algunos se traen las sillas —señaló a los inválidos Gaspar, con su habitual humor «saurcástico», es decir, a la vez cáustico y sarcástico.
Finalmente, consiguieron un lugar, en una esquina de una de las mesas, al lado de unas atractivas chicas francesas.
—
Atend. J’enleve la veste.
(«Espera, te quito la chaqueta.») —dijo una de ellas a Gaspar, quitándola de una de las sillas.
—
Ah, très bien
(«Ah, muy bien.») —contestó el vasco en un correcto francés— ... y yo si quieres te quito las bragas —añadió en español, sin que la chica comprendiera.
Llegó Susana del baño y fue en dirección a ellos.
—¿Estarás bien aquí en medio de los dos? —preguntó Gaspar, dejándole el asiento entre él y Cobre.
—Sí, estaré muy bien acompañada —respondió sonriéndole a Cobre y sentándose con elegancia.
—¡Ey! Avísame si se sobrepasa —le dijo Gaspar.
—¡Qué poca confianza! ¿No dices siempre que soy como tu mano derecha? —intervino Cobre.
—Si fueses mi mano derecha, serías quien me hiciera las pajas, y no es el caso.
—No hables así —le recriminó su novia.
Mientras los camareros servían el primer plato, Cobre le preguntó a Gaspar por su familia; su padre había fallecido hacía dos meses de un ataque al corazón.
—Ahora puedes venir cuando quieras, tenemos una cama libre —dijo el vasco con su mordaz humor.
—Eres la coña —rio Cobre—. ¿Y la bodega de vinos, qué tal?
—Todavía queda alguna botella; no se las bebió todas.
—Bueno, ahora en serio. ¿Cómo os arregláis con el negocio ahora que no está tu padre?
—La verdad es que en estos dos años, desde que lo operaron y delegó la gerencia en el tío Ignacio, la cosa no ha ido muy bien. En enero, separamos la sociedad con mi tío y hemos tenido que pagarle su parte. Bueno, no toda de golpe, claro, ya que el resto la pagaremos en un plazo de cinco años, pero el desembolso inicial fue importante. Todo esto, añadido a las inversiones que se habían hecho en maquinaria, que no ha funcionado todo lo bien que esperábamos, ha contribuido a que se montara un buen fregado. En estos últimos meses en que me he metido a pleno rendimiento no he tenido ni tiempo para Susana, que te lo diga ella.
—Es cierto, ha estado muy liado. Todos los días con muchos problemas y mucho estrés. Incluso le cambió el carácter. Ya casi no lo conocía. Menos mal que hemos tenido estos días de vacaciones.
—Sí, si no es por esto, igual me deja —dijo Gaspar.
—No, no te dejaría —le dijo Susana, poniendo cariñosamente su mano sobre la suya.
—Bueno, la verdad, estoy tan liado y con tantos problemas que si se va con otro, yo me voy con ellos —bromeó Gaspar.
—¿Cuánta gente trabaja, entre las bodegas y los viñedos? —preguntó Cobre.
—Pongamos que la tercera parte.
—Eres la coña, me refiero a cuántos trabajadores hay en total.
—Cincuenta, sin contar a las preñadas.
—¿Hay muchas preñadas? —preguntó, esperando alguna de sus tontas respuestas.
—Ahora mismo hay tres en estado, dos de ellas no están siquiera casadas.
—Caray, tres entre cincuenta son muchas ¿Eso es cosa tuya? —preguntó Cobre, haciendo broma y mirando a Susana.
—No, es cosa de ellas. Media hora debajo y tres meses de baja. Mi padre tenía una máxima: «Donde tengas la olla no metas la polla».
—Gaspar, no seas mal hablado —le recriminó Susana mientras Cobre reía.
—Bueno, pues donde tengas el curro no metas el churro —dijo más finamente.
—Es imposible —señaló resignadamente su novia.
—¿Y cómo llevas eso de controlar a tanta gente?
—Mal. Mi ideal de vida ha sido siempre vivir sin trabajar y parece que últimamente ha venido todo en contra. No estoy acostumbrado a los horarios; por eso entiendo que tú hayas dejado el restaurante. Ahora mismo estoy en una situación complicada con toda la movida que me ha venido encima. Ya no sé si cortarme las venas o dejármelas largas —dijo, haciendo reír a los dos.
—¿Quieres un consejo? —le preguntó Cobre.
—Sí, gracias, pero los consejos han de ser como la minifalda, cortos y que enseñen mucho.
—Mira, en serio, yo me buscaría un buen gerente, alguien que entienda del negocio de vinos, y lo buscaría en alguna otra empresa del sector.
—Ya lo estoy buscando. Pero no es fácil ni barato sacar a alguien realmente bueno de otra empresa. Bueno, ¿y tú qué harás ahora sin trabajar en el restaurante?
—De momento, este verano nada. Vacaciones. Luego buscaré algún trabajo, aunque no sé dónde.
—Sí, quizás no te será fácil. Hoy en día es difícil colocarse... como no sea con un porro.
Sirvieron el segundo plato y, con él, un vino tinto, y dejaron la botella sobre la mesa, frente a Gaspar, que leyó su etiqueta.
—Castillo de Perelada, un vino de la zona.
—¿Vuestro vino se vende por aquí, en Gerona? —preguntó Cobre.
—No, aquí no saben lo que es un buen vino.
—Desde luego, ego no te falta.
—Eso debe de ser porque mi bisabuelo emigró un tiempo a Argentina.
—¿Qué tiene que ver? —preguntó Cobre.
—¿No conoces la definición de «ego»?
—No.
—«Ego»: pequeño argentino que todos llevamos dentro.
Susana rio.
—Sigo sin entender.
—Entonces no conoce ningún argentino, ¿verdad, Susana?
—Lo dices por Fernando, ¿no?
—Sí. Fernando es de Argentina, el país que quedó subcampeón en la Guerra de las Malvinas —ironizó Gaspar—. Está casado con una amiga de Susana, lo exagera y lo viste todo de una forma bestial.
Si pesca un pez de seis centímetros, te dirá que medía veinte.
—Pero esto de las medidas no sólo es cosa de los argentinos —intervino Susana, sonriendo—. Todos los hombres tenéis la percepción de los centímetros un poco desviada.
—Ésa es muy buena —rio ahora el vasco.
—Va con segundas, ¿no? —preguntó Cobre.
—Por supuesto —dijo ella.
—Pues yo soy de la opinión, por mi probada modestia, que no importa el tamaño de la pieza sino el tiempo que esté tiesa —replicó Gaspar.
En los postres, que llegaron acompañados de champán, los invitados hablaban mucho más alto, animados por el alcohol. Uno de ellos, sentado próximo a Gunter, se levantó y mandó callar a todos para ofrecerle un brindis. Dijo unas frases en alemán y luego los invitados brindaron por el anfitrión. Seguidamente, fue Gunter el que se levantó, pronunció unas palabras en alemán y todos aplaudieron.
—No sé siquiera por qué aplaudo, no he entendido nada, igual me ha insultado —dijo Cobre.
—Eso es precisamente lo que me ha parecido que ha hecho, por eso le aplaudo —le respondió Gaspar.
Después de los cafés, Cobre le pasó una papelina de cocaína a su amigo, discretamente, por detrás de la silla que ocupaba Susana.
El vasco, atento, la cogió sin que ella se percatara.
—Voy al baño —dijo.
Cobre se quedó hablando con Susana mientras Gunter, visiblemente colorado por la bebida, se les acercó.
—Cobreee… ¿bien?
—Sí, muy bien —respondió, mientras Gunter se quedaba mirando a Susana.
—Todo muy bueno —dijo ella, incómoda ante su lasciva mirada.
—Bonitaaaa… españolas… muy bonitas... —le dijo, admirándola.
—Gracias —respondió Susana, ruborizada.
El alemán después de soltar el tradicional ¡fiestaaa…! se alejó por el pasillo y ellos siguieron hablando hasta que regresó Gaspar.
—En los servicios estaba Gunter meando a mi lado, un par de botellas de vino por lo menos —dijo devolviéndole disimuladamente la papela de cocaína a su amigo.
—Sí, lleva ya una buena tajada, pero las botellas serían de champán, que es lo que siempre bebe. ¿Te ha conocido?
—No, va muy bebido. Creo que no ha reconocido ni su picha cuando, por fin, la ha encontrado.
Entretanto los camareros servían los licores, Cobre se excusó y se dirigió a los servicios a prepararse su dosis de cocaína. A Gaspar le sirvieron un whisky con hielo en un vaso largo.
—¿Quieres? —ofreció a Susana.
—Ponme un dedito,
please
—dijo su novia.
—¿No quieres un poco de whisky antes?
Cuando Cobre regresó Susana hizo la observación de que los invitados se iban marchando.
—Van hacia el Girasol, una discoteca de Empuriabrava, donde seguirán la fiesta —explicó—. ¿Os apetece ir?
Aceptaron sólo por un rato y salieron del hotel en busca del coche. Entraron en la discoteca unos minutos antes de que el
discjockey
interrumpiera la música por la llegada del anfitrión y pusiera el conocido «
Happy birthday
». Todo el mundo le aplaudió y muchos lo fueron saludando a su paso.
—Creo que la mujer de Gunter también ha bebido más de la cuenta —observó Susana.
—No lo creas, afírmalo —dijo Gaspar.
La música disco volvió a tronar en los altavoces y los tres salieron a sentarse a la terraza. Poco después, Johan y Sindy pasaron cerca de su mesa. Cobre los presentó como «unos muy buenos amigos de Gunter».
—¿Os queréis sentar? —invitó a los holandeses.
—No, nos tenemos que ir. Mañana tengo trabajo —respondió Johan.
—Habíamos quedado que pasaría a verte por la tarde, a las seis. ¿Te va bien? —le recordó Cobre su cita.
—Sí, ningún problema.
Cuando los holandeses se alejaron, Cobre, sin que Susana le oyera, le dijo a Gaspar que Johan era el que le vendía la cocaína.
—Pues es buenísima. ¿No puedes conseguirme una buena cantidad para mañana poder llevármela al País Vasco?
—¿Por la mañana?
—Sí, pensamos marcharnos al mediodía después de comer en el hotel. Puedes comer con nosotros si te apetece.
—No podré conseguirte la coca. Había quedado en pasar mañana por su casa, pero por la tarde, a las seis.
—¿No puedes cambiar la hora y pasarte por la mañana?
—¿Cuánta quieres? —le preguntó mirando hacia Johan y Sindy, que estaban hablando con otro extranjero.
Gaspar le pidió quince gramos, y así tener una reserva para el invierno. Con tal de no perder la venta, Cobre alcanzó a los holandeses antes de que salieran, habló con Johan y regresó junto al vasco.
—Has tenido suerte —le dijo Cobre con disimulo—. He quedado a las doce, en su casa.
—¿Cómo lo hacemos?
—Pásame a buscar a las doce menos cuarto. ¿Tendrás el dinero?
—Sí, dejaré a Susana en la piscina del hotel, sacaré el dinero con la tarjeta de crédito y luego pasaré a recogerte.
Al día siguiente, a las once, Cobre ya estaba casi listo para ir a visitar al holandés. Cogió el dinero que escondía detrás de un cajón del armario de su habitación y preparó el importe para pagar la cocaína que iba a comprarle a Johan. Puso el grueso fajo de billetes en el bolsillo delantero de sus tejanos y bajó las escaleras. En la terraza vio a Gunter, despierto como siempre debido a su insomnio crónico, leyendo tranquilamente el periódico, evidenciando que funcionaba igual con energía solar que con lunar. Le saludó y fue a la cocina. Se sirvió el café caliente, que encontró preparado. De un armario, cogió unas galletas y con todo ello fue a sentarse con Gunter en el jardín. Hablaron unos minutos y, mirando el reloj, le dijo que iba a esperar a Gaspar fuera para que cuando llegara no despertase a nadie con el timbre.
El vasco llegó puntual. Se subió en su coche y lo guió por las calles de la urbanización en dirección a la casa de Johan.
—Aparca detrás del Porsche —le dijo Cobre, señalando el coche del holandés en el cual estaba su mujer Sindy, sacando con algunas dificultades unas repletas bolsas del supermercado Montserrat.
—Joder, menudo culo —observó Gaspar la morfología de la chica, acercando su coche al Porsche.
—Es Sindy, la chica que os presenté ayer.
—Pues hoy la veo más guapa —dijo, enfocando su mirada a esa específica parte de su cuerpo.
Al sacar del coche la otra mitad de su anatomía, la holandesa reconoció a Cobre y le sonrió.
—Estás hecha una eficiente ama de casa —comentó él, besándola en ambas mejillas.
—Ya ves, las compras de la semana —respondió Sindy señalando las bolsas del suelo.
—Espera que te ayudo —se ofreció galantemente.
—Gracias —dijo con una sonrisa.
—Ya conoces a Gaspar. Te lo presenté anoche.
—Sí. Hola, ¿qué tal?
—Hola, Sindy —dijo simplemente el vasco, viendo que la chica se limitaba a un saludo de palabra con él.
—Espérame aquí fuera, si no te importa. Regreso en diez minutos —dijo Cobre con algunas de las bolsas de la compra en sus manos.
Desde la acera, Gaspar se quedó observando el contoneo de las nalgas de la holandesa, que se dibujaban perfectamente en el ajustado vestido azul claro que llevaba puesto, mientras avanzaba por las losas de piedra del cuidado jardín. Al llegar al umbral de la puerta, la chica dejó las bolsas en el suelo y cogió las llaves de su bolso. Abrió la puerta.