Authors: Josep Montalat
—Creo que es mejor que la vistamos nosotros o aquí no acabamos —sugirió Cobre mientras hacía entrar a la chica y recogía el vestido.
—¿Que nosotros le pongamos el vestido? —preguntó su amigo, sorprendido.
—Sí, no hay más remedio; ella va a pasar de todo en este estado. Será lo más rápido. Cierra el agua de la bañera —pidió, desprendiéndole la bata a Sindy y dejándola desnuda en medio de los dos, con la conocida sonrisa picarona que tan bien conocía dibujada en sus labios.
—¡Joder! —exclamó Gaspar, con la mano en el grifo—. Desde luego, ya dijiste que necesitaba ayuda... hasta para vestirse.
—¡Venga! No perdamos más tiempo y ayúdame —le pidió Cobre, recogiendo el ensangrentado vestido sin hacer caso a la ironía de su amigo.
—¿Y la ropa interior? —preguntó el vasco viendo que la dejaba sobre el bidé.
—Con el vestido será suficiente. Hemos perdido ya mucho tiempo. En verano hay muchas chicas que van así.
Los dos empezaron a colocarle el vestido por la cabeza. Sindy se dejaba hacer, sin colaborar demasiado, y parecía divertida viendo cómo intentaban vestirla. Los dos amigos hacían lo que podían, colocándole una de las mangas en el brazo, que ella dejaba muerto.
—He desnudado a muchas chicas pero te juro que es la primera vez que visto a una —dijo Gaspar.
—Me estoy manchando la ropa de sangre —advirtió Cobre.
—Yo también. Tendremos que buscar una explicación a esto.
—Diremos a la policía que hemos tenido que abrazarla para calmarla —propuso Cobre mientras, por fin, lograba ponerle el brazo por una manga.
—Con lo que habremos tardado en avisarles, mejor decir que para calmarla hemos tenido que hacer un trío con ella —dijo Gaspar mientras seguía ajustando la ropa al cuerpo de la chica.
—Eres la coña, tío.
La chica sentía cosquillas y se movía divertida.
—Encima se ríe.
—Bueno, creo que ya está —señaló Cobre.
Gaspar se apartó un poco y miró a Sindy.
—Sí, ya está... al revés —dijo, viendo que le habían puesto mal el vestido.
—¡Jondia, qué desastre! —exclamó Cobre, golpeándose la frente con la mano mientras Sindy reía divertida.
—Ya tenía razón Fernando VII cuando dijo aquello de «vísteme despacio que tengo risa» —apuntó el vasco, esta vez sonriendo, viendo cómo la chica se descojonaba.
—Sindy, por favor, colabora un poco; no estamos precisamente de guasa —le recriminó Cobre, mirándola seriamente mientras Gaspar se reía sin poder evitarlo.
—¡Jondia, tú también! —dijo Cobre, mirando extrañado a su amigo.
—Lo siento. Ja, ja, ja... Si lo miras bien... es gracioso —afirmó, contemplando a la holandesa con el vestido muy prieto por la parte delantera mientras en la parte trasera le sobraba el espacio previsto para los senos.
A Cobre no le hacía tanta gracia. Miró seriamente al vasco, que paró de reír, y luego a la holandesa.
—Venga, Sindy. Basta de cachondeo. Esto es serio —le recriminó.
—Hay que girárselo —mandó Gaspar, más sereno—. Sácale las mangas de nuevo.
—Venga, sí, joder, no perdamos más el tiempo. Súbele un poco el vestido hacia arriba para que pueda hacerlo.
Gaspar levantó la ropa de la chica hasta la altura de su ombligo y Cobre, tirando de él, le sacó los brazos de las mangas. Luego, como pudieron, giraron el vestido mientras la chica, que sintió cosquillas, empezaba de nuevo con sus risitas, apartándose de sus intentos por ajustarle una manga y desplazando contra el fondo del baño al vasco, que para no caerse se sujetó de la cortina de la ducha.
De pronto, la barra de la cortina se desprendió entre las dos paredes, lo que provocó que Gaspar se desequilibrase y cayese de espaldas al interior de la bañera casi llena de agua, al tiempo que, con un golpe de sus rodillas, hizo caer a la holandesa encima de él, lo que le hundió aún más.
—¡¡Ah!! ¡El agua está muy caliente! —se quejó el vasco.
—¡Jondia, qué desastre! —exclamó Cobre viendo a su amigo hundido en el agua, con el cuerpo semidesnudo de la chica encima del suyo, riéndose divertida.
—Ja, ja, ja —empezó también a reírse Gaspar bajo su peso, cubierto por la cortina y completamente aprisionado dentro de la bañera.
—¡Menudo número! —dijo Cobre con la mano en la frente, observando el amasijo de cuerpos.
—¡Joder, que me aplasta! —se quejó el vasco, riéndose.
—Ji, ji, ji —se reía también Sindy.
—¡Gaspar! Esto es un desastre. ¿No ves que la estamos jodiendo pero bien jodida?
—Tranquilo, de momento sólo la estamos vistiendo —soltó el vasco, provocando esta vez la risa a Cobre.
Ahora los tres se desternillaban. Pese a ello, Cobre pudo sacar a la holandesa de la bañera y después su amigo, completamente mojado, se pudo incorporar. Los dos ya en pie serenaron sus risas. Luego sólo con las risas de la chica y pese a sus cosquillosos retorcimientos consiguieron empacarle por fin la empapada ropa. La hicieron sentarse en la taza del inodoro y, mientras Cobre le ponía los zapatos, Gaspar se desprendió de su mojado atavío, se secó un poco con el albornoz y, en ropa interior, fue en busca de ropa seca de Johan. Regresó vistiendo un pantalón y una camiseta del holandés al tiempo que su amigo terminaba el trabajo de calzado a la chica. Salieron todos del baño. Sindy, colocada, todavía sonreía mientras se terminaba de ajustar el vestido a su cuerpo. Entró más en la onda de las circunstancias al ver de nuevo en el salón el cadáver de Johan semitirado en el sofá.
—Hay que arrancar el cable del teléfono —recordó Cobre.
—Sí, venga, empecemos con esto. No hay que dejar huellas. Coge un paño de la cocina —pidió Gaspar.
Cobre le entregó una toalla del baño y Gaspar arrancó el cable del teléfono. Luego puso la toalla encima de la clavija y la aplastó con el pie.
—Venga. Esto ya está —anunció el vasco al tiempo que aprovechaba la toalla para secarse el pelo—. Diremos que no hemos podido avisar por teléfono, que hemos subido los dos al coche, pero que no arrancaba. Así justificaremos las huellas que hemos dejado ahí. Diremos que hemos tenido que empujarlo y que por eso hemos perdido tiempo. También, que antes se nos ha pasado el tiempo consolando a Sindy y después, intentando avisar a los vecinos más cercanos, pero que no había nadie. Que he ido en el coche, pero que al no conocer la urbanización me he liado un poco. Iré solo. ¿Vale?
—Vale. Muy bien pensado.
—¿Dónde está la policía?
—Mejor, vamos los dos —respondió ahora Cobre, que no se veía muy capaz de explicarle por dónde debía ir—. Así, cuando lleguemos de vuelta, diremos que Sindy se ha colocado mientras estábamos fuera.
—Vale. Eso está bien. Venga, vamos ya.
—Sindy, quédate aquí —le pidió Cobre a la chica, que parecía haber ganado más compostura—. Vamos a avisar a la policía. Por favor, pórtate bien esta vez.
Los dos subieron al coche de Gaspar y finalmente, a los pocos minutos, pudieron avisar a la Policía Municipal. Uno de los agentes se encargó de llamar rápidamente a una ambulancia y seguidamente dieron parte a la Guardia Civil. Los policías municipales siguieron a los dos amigos en un coche patrulla hasta la casa y entraron con ellos al interior, viendo el cadáver de Johan.
Poco después, llegó una ambulancia y varios agentes de la Guardia Civil. Cobre les comentó que tuvieron que dedicar mucho tiempo a sosegar a la desdichada Sindy, mojándola incluso con agua, ya que afectada por lo sucedido se encontraba en un estado de
shock
muy fuerte. También les explicó que cuando la dejaron en la casa no parecía tan atontada y que probablemente se había tomado algún tranquilizante durante el rato en que ellos estuvieron fuera.
Cobre, en cuanto pudo, informó a Gunter y a su mujer, que rápidamente llegaron en su Mercedes. Petra se llevó a Sindy a su casa y la instaló en una de las habitaciones, mientras Gunter llamaba a un médico alemán amigo suyo. El doctor llegó a la casa al poco rato y visitó a la holandesa. Esta vez sí hizo que tomara unos tranquilizantes, con lo que la chica se quedó dormida todo el día.
Por la tarde, la Guardia Civil citó a los dos amigos a Roses para tomarles una detallada declaración por escrito de lo sucedido, haciéndoles numerosas preguntas. Explicaron que su presencia en la casa se debía a que Gaspar, antes de regresar al País Vasco, quiso saludar a Johan, al que conocía del verano pasado. Gaspar declaró que no tenía ninguna relación con ETA, ni con el «pene uve», que él era de derechas y que su tío, el hermano de su madre, era coronel retirado del ejército. Los dejaron marchar con el aviso de que estuviesen localizables en algún número de teléfono por si precisaban hacerles más preguntas.
A la mañana siguiente, Gunter y su mujer acompañaron en su coche a Sindy hasta el cuartel de la Guardia Civil en Roses para que le tomaran declaración escrita. Ella dijo que Cobre y Gaspar eran amigos de su marido, sin precisar más, y que habían llegado a la casa justo cuando ella regresaba del supermercado, ayudándola a llevar las bolsas. Afortunadamente, las dos versiones no se contradijeron.
Al mediodía, llegaron de Amsterdam los padres y la hermana de Sindy, que se llevaron a la holandesa a su hotel. Petra, la mujer de Gunter, estaba muy afectada y se quedó el resto del día en casa con el ánimo muy bajo. Conocía a Sindy desde hacía muchos años, de la época de París cuando ella era modelo. Había desfilado en muchas ocasiones en sus pases de ropa de alta costura. Fue casualmente Gunter quien le había presentado a Johan en una fiesta en su casa, y Petra había sido la madrina en su boda.
Por la tarde, fueron pasando muchos amigos para verla y hablar de lo sucedido. Muchos de ellos conocían el peculiar negocio al que se dedicaba Johan y sospechaban la causa de su muerte, pero no dijeron nada a la policía. Con toda aquella gente circulando por la casa, hablando en alemán, Cobre prefirió salir a tomar algo a su bar habitual. Allí leyó en el Diari de Girona la crónica de lo sucedido. El titular era: «Asesinato de un turista holandés en su casa de Empuriabrava». No se hablaba de drogas y el periódico sugería que el móvil probablemente fuese el robo. También leyó que el asesinado, Johan van Veldeke, provenía de la ciudad holandesa de Utrech y que se había defendido de los atacantes con una pistola de su propiedad, para la que tenía licencia ya que había sido policía en su país. Cuando regresó para cenar, Petra le dijo que los funerales de Johan se iban a celebrar al día siguiente, a las once, en la iglesia de Castelló d’Empúries.
A la mañana siguiente, bastante pronto, Gunter, para distraer a su mujer, se fue con ella a dar una vuelta en el barco. Cobre se excusó de la invitación que le hicieron de acompañarles y cuando se alejaron fue al cuarto trastero del jardín a recoger la caja de madera con la droga. La subió a su habitación y vació todo el contenido sobre unos plásticos que había puesto en el suelo. Luego cogió una palangana con agua y con un paño limpió las dos ensangrentadas bolsas. Lo mismo hizo con las papelas sueltas que encontró con distintas cantidades más pequeñas de cocaína y con un bote que había contenido mantequilla holandesa, donde localizó otra pequeña bolsa con una sustancia que supuso que debía de ser heroína para Sindy. Limpió la báscula y una cartera de piel, tamaño cuartilla, en cuyo interior había billetes de banco de curso legal franceses, holandeses y alemanes, y documentación diversa de Johan. No se entretuvo en examinarlo todo con detenimiento, pero reconoció un pasaporte alemán y otro francés con la foto del difunto… en los que se leían otros nombres distintos al suyo. Encontró también una agenda con direcciones y teléfonos diversos. En otro bote, metálico, había monedas sueltas de los tres países.
Una vez lo hubo limpiado todo de los restos de sangre seca, pesó las dos bolsas juntas en la balanza. Le señaló un peso próximo al kilo setecientos gramos. Calculó que a una media de ocho mil pesetas por gramo de droga, se podían sacar unos catorce millones de pesetas, y pensó en la parte que podría recibir de aquel dinero. Lo colocó todo en el mismo escondite donde guardaba su dinero, en el espacio que había detrás de un cajón del armario de la habitación. Luego bajó con la caja de madera vacía, la envolvió con dos bolsas de basura metidas cada una por un lado, cargó este improvisado paquete en el coche y lo echó en un container al otro lado de la urbanización de Empuriabrava. Mientras volvía a casa pensó en separarse un poco de la cocaína, ya que Sindy no se iba a enterar. Al llegar, fue directo a la cocina y se llevó dos botes de cristal vacíos a su habitación. Volvió a sacar los dos paquetes de su escondite y los puso sobre la cama. Abrió uno de ellos y enseguida notó algo raro en el aspecto de la sustancia que había dentro. Puso su dedo mojado en saliva en contacto con la supuesta cocaína y se lo llevó a la boca.
—¡¡¡Puafff!!! ¿Qué es esto? —exclamó en voz alta.
Abrió apresuradamente la otra bolsa y comprobó que contenía la misma sustancia. Pensó que quizás fuese heroína. Fue al armario y sacó la pequeña bolsa que antes había visto y lo comparó con el contenido de los dos paquetes. No tenían ningún parecido.
—Mierda... ¿Qué coño ha pasado aquí? —dijo tumbándose de espaldas sobre la cama.
Su mente empezó a funcionar. ¿Qué significaba este engaño? ¿Los hombres que habían matado a Johan se habían llevado la auténtica cocaína? ¿Quizás lo que sucedió fue que el holandés quiso timarles y por eso lo mataron? ¿O eran ellos quienes quisieron embaucar a Johan y por eso él les disparó? Otro supuesto le pasó por la cabeza. ¿Era Sindy quien lo había engañado a él? En este caso, ¿por qué? Nada le cuadraba. Se hizo otra pregunta: ¿Qué había en las bolsas si no era cocaína ni heroína? ¿Quizás fuese otro tipo de droga y todavía podría sacar algún beneficio económico de ello? Puso un poco de aquella extraña sustancia en uno de los botes de cristal. Luego escondió de nuevo todo lo demás en el armario y se fue de la casa.
Cuando regresó, vio que el matrimonio alemán, con la intención de asistir al sepelio, estaba en el baño arreglándose, o mejor dicho restaurándose, ya que la cara de Petra parecía un Picasso, gracias a los potingues que se estaba echando. Le preguntaron si quería ir con ellos, en su coche, y él aceptó su propuesta. Cobre se cambió rápidamente de ropa y bajó al salón, donde vio a la alemana ataviada con un vestido con el corte por debajo de la rodilla, de un color azafrán, y una vistosa pamela en la cabeza. En aquel momento pensó que quizás la francesa ya tuviera serios problemas con la bebida. El alemán, por su parte, vestía un traje azul marino, hecho a medida, con una llamativa corbata a rayas. Vestían manifiestamente exagerados para un funeral, pero conociendo sus extravagancias no les dijo nada. Subieron los tres en el Mercedes de Gunter.