Authors: Josep Montalat
—Ja, ja, ja —rio Cobre—. Con lo poco que debe de follar se debió desquitar con la pava esa.
—Jopé si se desquitó. Le había subido la ropa de arriba hasta el cuello. La tía estaba así puesta, apoyada en un mueble dejándose hacer y las tetas le iban de un lado a otro. Parecían dos campanas. ¡Doing! ¡doing! ¡doing! —explicaba Tito con detalle, mientras Cobre se descojonaba—. Y el Juanjo mete que saca, mete que saca sin parar. Desde luego, el tío follaba como un verdadero gorila.
—Ja, ja, ja —rieron los dos.
—Lo tenías que haber visto. Te hubieras partido el culo viéndole con la cara aquella peluda, dale que te pego, dale que te pego, follándosela con las tetas que le saltaban. ¡Ding-Dong! ¡Ding-Dong!, arriba y abajo —se regalaba Tito explicando los detalles a su amigo, que no paraba de reírse—. Y la tía parecía que disfrutaba, porque pegaba unos gritos que no veas.
—Ja, ja, ja. No me extraña que disfrutara, ya te digo que la polla que tiene el tío es de orangután, y con el disfraz debía de parecer King-Kong, ja, ja, ja —reía Cobre—. Jondia, qué bueno. ¿Se había quitado la cabeza de gorila? —preguntó, todavía riéndose.
—Cuando lo vimos ahí follando no. Parecían la bella y la bestia... —reía con ganas, contagiado por las risas de su amigo—. Supongo que en medio del folleteo debió de quitarse la máscara, porque luego vimos a la chica salir disparada de la casa y ya no volvió a entrar.
—Ja, ja, ja —se desternillaba Cobre—. Jondia, qué risa. No puedo más. ¡Uf! Es que me meo imaginándomelo follando a la guarra esa. ¡Uf, que risa! Cuando la tía debió ver con quién estaba, seguro que se pegaría un susto que le habrá cortado la regla para un tiempo.
—Sí, y los orgasmos también —dijo Tito, descojonándose los dos de risa.
—¡Ay! ¡Ay! Para, por favor... —le pidió Cobre, al que le saltaban las lágrimas de tanto reír—. No puedo más, ja, ja, ja. Jondia, qué risa.
—Juanjo, cuando la chica se fue, volvió a la pista a ver si pillaba a otra. Entre la coca y las bebidas que se trincó, iba más animado que el del anís del mono, pero ya no tuvo más suerte —siguió explayándose Tito, mientras su amigo se tronchaba de risa—. Lo tenías que ver. Se ponía un pene de plástico que llevaba así de grande y luego se daba golpes en el pecho con los puños, así —explicaba, haciendo los gestos.
—Ja, ja, ja. Ya lo vi con ese pene. Se lo probó en mi casa cuando le dejé el disfraz. Jondia, qué risa. Hacía tiempo que no me reía tanto.
Viaje a Amsterdam
Mamen seguía sin querer verse con Cobre, y con Belén habían planeado pasar la Semana Santa esquiando. Él, por el contrario, se quedó esos días «trabajando» en su particular negocio, haciendo descender ostensiblemente el poco stock de cocaína que le quedaba después de la transacción realizada en el puerto de Barcelona. Su cada vez más numerosa clientela le compraba con asiduidad y pensó que debía hacer algo para reabastecer sus existencias. Había hablado varias veces por teléfono con Sindy para que le localizara al proveedor de Johan, que él suponía que debía de ser alguno de los nombres que figuraban en la agenda del difunto, pero ella, ahora que tenía novio y ya hecha la venta, no estaba muy interesada en intervenir en aquel tipo de tratos. No obstante le sugirió que se viniera a Amsterdam y lo ayudaría. De paso, le pidió que le llevase los tres millones de pesetas que le quedaban por cobrar del alijo de la cocaína. El resto del dinero Cobre ya se lo había entregado a través de un amigo holandés de Empuriabrava que se lo había llevado en un desplazamiento.
Cobre le comentó a Tito que tenía que ir a Holanda con la inventada excusa de hablar con unos clientes de la inmobiliaria que querían adquirir una casa en Empuriabrava y, de paso, «quizás» comprar algo de cocaína a un conocido de Sindy que le había dicho que tenía muy buen material. Tito se ofreció a acompañarlo, ya que estaba interesado en conocer Amsterdam, no por su arquitectura ni museos, por supuesto, sino para visitar el barrio de las luces rojas y algún
Coffe Shop
. También se apuntó Gus y decidieron hacer el viaje en coche, en el nuevo Volkswagen Golf de Cobre, pagando los gastos entre todos. El viaje iba a durar cuatro días; uno de ida, otro de vuelta y dos en Amsterdam.
Quedaron en salir el viernes 28 de marzo. Cobre llamó a Mamen y le informó de aquel «desplazamiento de negocios». Ella seguía disgustada por la mentira de la fiesta de disfraces y no puso ninguna objeción, sino todo lo contrario, ya que tenía sus propios planes.
Los tres amigos tenían previsto encontrarse en Figueres. Tito y Gus habían venido en un solo vehículo desde Barcelona y en la autopista tuvieron que hacer una larga hora y media de cola debido a un accidente. Cobre los estuvo esperando hasta cerca de las ocho de la noche, en el Bar Dynamic, donde se había tomado ya varias cervezas, que lo habían puesto a tono. Tito se ofreció a conducir por él, pero Cobre les respondió que no se preocuparan, que estaba bien.
A la salida de Figueres, cogieron la autopista, pero enseguida tuvieron que hacer la primera parada, en el área de La Jonquera, para repostar gasolina, ya que Cobre, sabiendo que los gastos iban a ser compartidos, había dejado el Golf a cero de combustible.
Al llegar a la gasolinera, Gus bajó a comprarse algunas cajetillas de Winston y Cobre aguardó a que le atendiera el empleado de la gasolinera.
—Es
self-service
—le advirtió Tito desde el asiento del copiloto.
—¡Jondia! Ya estamos en Europa.
No tenía experiencia en servirse él mismo y observó al hombre que lo hacía al otro lado del aparato. Luego, con la manguera alzada, dio antes de tiempo al gatillo y un chorro de gasolina salió disparado al hombro del señor que estaba repostando.
—¡Jondia! Lo siento —se excusó, con la manguera en la mano.
Al hombre no le hizo gracia verse manchado y menos oír la risotada que había soltado Tito y, enfurruñado, dijo algo en francés.
—Lo siento. Ya le he dicho que ha sido sin querer —se excusó de nuevo Cobre, y al tiempo que hacía un gesto a su amigo, que escondido detrás del surtidor no paraba de reírse, buscó un trapo en el coche y con él se dirigió al hombre—.
¿Je pe vous limpié?
—le dijo, lo que provocó otra risotada de Tito.
El hombre, molesto por las risas y por el trapo sucio que Cobre le ofrecía, no se dejó limpiar. Cogió uno de su propio vehículo y le dio varias pasadas a su ropa, mientras, con una visible cara de enfado, siguió repostando combustible.
—¿Qué pasa? —preguntó Gus, que acababa de llegar, extrañado.
—Nada —respondió Cobre, mientras el francés pasaba por su lado en dirección a la caja.
—Ja, ja, ja. Le ha pegado un chorro de gasolina al hombre ese —le explicó Tito—. Míralo, lleva toda la camisa mojada. ¡Ja, ja, ja! —se reía sin parar—. Y luego va con un trapo sucio y le dice: «
¿Je pe vous limpié?
»... le ha dicho... ja, ja, ja. «
Limpié
» ha dicho...
De nuevo en camino, mientras sus amigos seguían con las risas, Cobre visiblemente serio pensaba en la cercana frontera y en los más de cuatro millones de pesetas que llevaba escondidos en su bolsa de viaje. Afortunadamente, no tuvieron ningún contratiempo en la aduana, pero lo de reírse con lo del «
limpié
» se mantuvo durante largo rato.
Cerca de Béziers, hicieron una parada para cenar. Después de tomarse un café siguieron en ruta, y poco después cambiaron de autopista, adentrándose más en Francia. Cuando Cobre llevaba unas tres horas conduciendo, Tito, que iba sentado en el asiento trasero, se ofreció a sustituirlo al volante. Él aceptó y dijo que pararía en el siguiente área de descanso, pero su amigo le propuso otra idea.
—Hacemos un «sinpa».
—¿Y eso que es?
—Un sin parar. Tú sigue conduciendo y yo te sustituyo en tu asiento.
—Tío, estás loco. El coche es mío —se quejó Cobre.
—No seas nena.
—Nos podemos pegar un castañazo de cuidado —intervino medio dormido Gus, desde el asiento del copiloto.
—Venga, será divertido, ya verás —insistió Tito—. No pasará nada. Hacemos una rotación. Tú, Gus, te pasas atrás; yo salto al asiento del conductor y Cobre entretanto pasa a ocupar tu lugar.
—Estás zumbado. La cerveza que has bebido te ha sentado mal —le dijo Cobre mientras seguía conduciendo a ciento cuarenta kilómetros por hora.
—Venga, no seas miedica.
—¿Y durante esta movida, quién conduce? —preguntó Cobre.
—Mientras te vayas situando en el sitio de Gus, tú no dejes de darle al pedal del gas. Yo desde atrás cogeré el volante y me iré emplazando en tu sitio.
—No sé si llegamos a Amsterdam —comentó Gus, viendo poco claro todo aquello.
—Va, empecemos. ¡Rotación! —ordenó Tito desde atrás, poniendo una mano en el volante del coche—. Venga, Gus, no pierdas tiempo, salta al asiento de atrás tú primero —mandó, seguidamente.
—Ésta no sé si la contamos —se quejó Cobre, aunque ya desplazándose hacia el puesto del copiloto.
—No dejes de darle al gas —lo azuzó Tito—. Lo guay es hacerlo sin perder velocidad.
Gus ya tenía una de sus piernas en el asiento trasero mientras Tito, sujetando el volante con una mano, empezó a pasar hacia la butaca del conductor.
—Nos acercamos a un camión —advirtió Cobre con su cuerpo en medio del vehículo.
—Todavía está muy lejos. Hay tiempo de sobra —lo exhortó Tito—. Sigamos con la rotación. No dejes de darle al gas, que estamos perdiendo velocidad —dijo luego con una pierna puesta sobre el asiento del conductor.
—¡Estamos bastante locos! —intervino Gus, ya casi situándose detrás.
—¡Ya estoy aquí! —dijo Tito, con los dos pies sobre el asiento, sujetando el volante con las dos manos.
—Jondia, que el coche es nuevo —se quejó Cobre, viéndolo con sus zapatos sobre la tapicería de la butaca.
Tito acabó de sentarse en el puesto de conducción.
—Ya puedes quitar el pie del acelerador —pidió luego.
Cobre quitó su pie y Tito apretó el acelerador con el suyo.
—¡Yuuuju! —gritó contento.
—¡Bravo! ¡Lo hemos conseguido! —prorrumpió Gus, feliz del buen desenlace.
—¡Olé...! Olé, olé, olé —se alegró Cobre.
—Y a ciento cuarenta por hora. Éste es mi récord —anunció Tito, sonriendo.
—¿Cuál era el de antes? —le preguntó Cobre.
—No había. Es la primera vez que lo hago —respondió, riéndose.
—Jondia, Tito, tú estás loco. Y si no llega a funcionar, ¿qué? —preguntó Cobre cabreado.
—No sé, es tu coche; yo con el mío no lo hubiera hecho —le respondió, riéndose.
—Te mato. ¡Serás cabronazo! —dijo ahora Cobre, también riendo.
Tito, sentado al volante del coche, siguió conduciendo hasta cerca de Clermont-Ferrand. Allí hicieron otro «sinpa». A Gus, que era menos ágil que su amigo, le costó ponerse al volante pasando por encima del asiento del conductor y esta vez casi se la pegan con el volantazo que dio. Los tres se asustaron mucho y ya no se repitió. Más tarde, pararon para repostar y Gus siguió conduciendo hasta un área cercana a Metz, donde desayunaron. Después, ya refrescados y con el estómago lleno, condujo de nuevo Cobre y pasaron por la autopista circunvalando París. Hacia las once y media de la mañana entraron en territorio belga y una hora más tarde en Holanda.
Estaban molidos cuando llegaron al hotel de Amsterdam. Cobre sacó el dinero de debajo del asiento del conductor y en la habitación lo escondió bajo el colchón de su cama. Después salieron a comer a un restaurante cercano y al regresar se tumbaron en las camas a descansar el resto de la tarde.
A las ocho, más reposados, se ducharon y salieron en dirección al barrio de las luces rojas. Se dieron cuenta de que ya habían entrado allí al ver el primer escaparate con tres chicas muy ligeras de ropa sentadas en unos taburetes.
—¡Jolines, cómo están las tías! —exclamó Gus.
—Sécate la baba —le dijo Cobre, viendo a su amigo embobado frente al cristal.
Un comentario parecido se escuchó más adelante al pasar por delante de otro aparador con dos chicas jóvenes, una de ellas de color.
—¡Jolines con la negra esta, qué tipo que tiene! —dijo Gus.
Después, a un lado y a otro de la calle, siguieron disfrutando de chicas esculturales con cuerpos de todos los colores y sabores. Las calles estaban muy concurridas, sobre todo por hombres, aunque también se veían grupos de turistas.
—¡Jolines, menuda pava! —exclamó Gus al ver a una japonesa que les sonreía detrás del cristal.
—Ésta me gusta mucho —dijo Cobre.
—Pues tíratela en plan Kamikaze —sugirió Tito haciendo reír a sus amigos.
—Lo que le haría es el haraquiri con la polla en el coño —comentó él ya pasando, riéndose de nuevo todos.
—Jondia con las titis —dijo Tito mirando en otro local—. Éstas no son como las putas que ves en España. Podrían ser modelos.
En otro escaparate, una chica rubia, sentada con las piernas cruzadas en un sofá rojo, les hizo señas para que entrasen.
—Jolines, ésta me gusta mucho —comentó Gus, deteniéndose frente al cristal.
—La chica le sonreía y le hacía indicaciones para que entrase.
—Yo creo que entro —dijo, decidido a entrar.
—Espera, que no las hemos visto todas —sugirió Cobre.
—Ya tengo bastante —dijo, pasmado, entelando el cristal con el vaho de su respiración mientras observaba los insinuantes gestos de la chica deslizando a un lado la ropa que cubría su sexo, mostrándoselo—. Joder, tíos... Yo entro —repitió, viendo cómo lo había empalmado con sus «telequinéticos» poderes.
—Espera y entramos luego todos juntos —le propuso Tito.
Gus, con desgana, se apartó del escaparate. Continuaron paseando y desembocaron en un canal. Ahí los aparadores sólo estaban a un lado de la calle.
—Mira, un
Coffe Shop
—señaló Cobre.
Entraron. El aspecto era el de un bar normal y corriente con gente sentada en las mesas bebiendo y fumando. Se dirigieron a la barra y una chica les atendió.
—A
beer
, please. («Una cerveza, por favor.») —pidió Tito en inglés.
—
I’m sorry. We don’t serve alcoholic drinks
(«Lo siento, no se sirven bebidas alcohólicas») —respondió la camarera señalando un cartel.
—Jopé, no se puede beber alcohol —informó Tito, leyéndolo.
Los tres pidieron refrescos. Mientras la chica los servía, vieron sobre la barra la carta de los porros.