—¿Cuándo se lo han cargado?
—A principios de septiembre. Una bala en la cabeza y dos en el corazón, a bocajarro. Un trabajo de profesional.
—¿Por qué no nos han dado el caso?
—Los estupas ya seguían de cerca a Larfaoui. El tío estaba metido en varios tráficos: marihuana, cocaína, heroína. Para conseguirlo, hicieron un apaño con los de la Judicial de la región afectada.
—¿Por dónde anda la investigación?
—No anda. No hay indicios, no hay testigos, no hay móvil. Un expediente vacío. El juez quería archivar el caso pero Luc se negaba a soltar el hueso.
Este crimen no alejaba la sospecha de corrupción. Al contrario, Larfaoui siempre había mantenido relaciones oscuras con los comisarios y prefectos, gracias a las cuales sus clientes gozaban de favores policiales. Conseguir un permiso de apertura, no cerrar un garito, protección contra posibles extorsiones… Los mejores guardaespaldas seguían siendo los maderos. ¿Había encontrado Luc, a raíz de ese asesinato, algún hueso que roer en el seno de la policía? ¿O por el contrario, encubría alguna cosa?
—En cuanto a Larfaoui —proseguí—, ¿tienes los pormenores? ¿Dónde lo liquidaron?
—En su casa. Un chalet en Aulnay-sous-Bois. El 8 de septiembre a eso de las once de la noche.
—¿La bala, el arma?
—Doudou no ha querido soltar prenda. Pero parece una ejecución. Un ajuste de cuentas o una venganza. De entrada, podría ser cualquier profesional. —Mantuvo el suspense y siguió—: Incluso un madero.
—¿Y qué opinaba Luc?
—Nadie lo sabe.
—¿Doudou no te ha hablado de los viajes que últimamente hacía Luc?
—No.
—¿Quién es el juez del caso Larfaoui?
—Gaudier-Martigue.
Mala noticia. Un capullo mezquino, testarudo, de ideas fijas. Ninguna posibilidad de conseguir información bajo cuerda. Y mucho menos de consultar el expediente.
—Vete a dormir —concluí—. Ya te daré mañana otras cosas que hacer.
Foucault se echó a reír. Completamente borracho. Colgué el teléfono. La información no era la que esperaba. Era imposible que la ejecución de un cervecero traficante hundiera a Luc en la desesperación.
Volví al mueble. En el estante inferior los expedientes llevaban letras minúsculas en orden alfabético bajo la D genérica. Abrí la primera carpeta y comprendí: asesinos en serie. Ahí estaban todos, a través de los siglos y de los continentes. Desde Gilles de Rais hasta Ted Bundy, desde Joseph Vacher hasta Fritz Haarmann, desde Jack el Destripador hasta Jeffrey Dahmer. Renuncié a leer esos documentos; conocía la mayoría de los casos y no me apetecía revolcarme en este nuevo fangal, del mismo modo que no quería consultar el último estante de abajo, visiblemente dedicado a la pornografía y a todas las bajezas que puede concebir la carne.
Me froté los ojos y me levanté. Era hora de atacar el armario grande. Abrí los dos batientes y descubrí nuevos archivos, también señalados con la inicial D. Pero esta vez, había un cambio de registro: se trataba de una extensa iconografía del diablo, de su representación a través de los siglos.
Cogí los expedientes de la izquierda y los abrí sobre el escritorio. La Antigüedad, con los primeros demonios de la historia, surgidos de las tradiciones sumerias y babilónicas. Me detuve en una de las principales criaturas de esa mitología: Pazuzu, de origen asirio, Señor de las Fiebres y de las Plagas.
Cuando estudiaba en la facultad, había hecho unos créditos de demonología. Conocía a ese monstruo de cuatro alas, cabeza de murciélago y cola de escorpión. Personificaba a los malos vientos, los que acarrean las enfermedades, la invalidez. Observé su morro respingón, sus dientes caóticos. Él solo había inspirado siglos de tradición diabólica. Y cuando se filmaba una película importante sobre el diablo, como
El exorcista
de William Friedkin, seguía siendo Pazuzu, el ángel negro de los cuatro vientos, el que desenterraban de las arenas de Irak.
Seguí hojeando. Seth, el demonio egipcio; Pan, dios griego del deseo sexual con su cara de macho cabrío y su cuerpo peludo; Lotan, «el que se retuerce», que más tarde inspiraría el Leviatán…
Continué con los demás ficheros. El arte paleocristiano, donde el mal, según el Génesis, tiene forma de serpiente. Luego la Edad Media, edad de oro de Satán. Unas veces, era un monstruo tricéfalo devorando a los condenados en el momento del juicio final. Otras, un ángel negro con las alas quebradas, y otras veces, gárgolas, esculturas y bajorrelieves que mostraban semblantes abyectos, hocicos roídos, dientes puntiagudos.
Llamaron suavemente a la puerta. Laure entró sin hacer ruido. Era medianoche. Echó una ojeada a los expedientes que estaban a mis pies.
—Lo dejaré todo tal como estaba —me apresuré a decir.
Hizo un gesto de hastío; no tenía importancia. Había llorado. Su maquillaje se había corrido, por lo que parecía que tuviera un morado en cada ojo. Pensé algo absurdo y cruel: mi madre nunca habría cometido semejante error. Podía verla en el coche que nos llevaba al entierro de mi padre, aplicándose en las pestañas maquillaje
water proof
, por si aparecían lágrimas intempestivas.
—Me voy a dormir —dijo Laure—. ¿Necesitas algo?
Tenía el gaznate seco pero dije que no con la cabeza. A una hora tan avanzada, esa repentina intimidad con Laure… No me sentía cómodo.
—¿Te molesta si me quedo toda la noche trabajando aquí?
Posó de nuevo los ojos sobre las fotografías que estaban en el suelo. Su mirada consternada se detuvo sobre la máscara de un demonio tibetano que salía de una caja.
—Pasaba los fines de semana en su despacho, coleccionando estos horrores.
Su voz contenía una sorda reprobación. Se volvió y cogió el pomo de la puerta, pero luego cambió de parecer.
—Quería decirte algo. He recordado un detalle.
—¿Qué?
Yo estaba cubierto de polvo. Automáticamente, me levanté y me limpié las manos en el pantalón.
—Un día, le pregunté qué coño hacía en esta leonera. Solo me dijo: «He encontrado la garganta».
—¿La garganta? ¿No dijo nada más?
—No. Parecía un loco. Alucinado. —Se calló, atrapada de repente por sus recuerdos—. Cierra la puerta de golpe si decides irte durante la noche. Y no olvides la misa de pasado mañana.
«He encontrado la garganta.» ¿Qué había querido decir? ¿Era una garganta en el sentido fisiológico del término o en el mineral? ¿Se refería a la anatomía de una persona o de un cañón, de un pozo de piedra?
Las horas pasaron. Acompañado por los frescos diabólicos de Fra Angelico y del Giotto, de las pinturas maléficas de Grünewald y de Bruegel el Viejo, del diablo con cola de rata de El Bosco, del diablo puerco de Durero, de las brujas de Goya, del Leviatán de William Blake…
A las tres de la mañana ataqué el último estante. Al tacto, noté que las subcarpetas ya no contenían reproducciones, sino radiografías médicas. Escáneres, resonancias magnéticas que representaban cerebros. Leí los títulos. Enfermos mentales en plena crisis, particularmente esquizofrénicos violentos.
No hacía falta ser un genio para descubrir el modo de proceder de Luc. A sus ojos, las representaciones contemporáneas del diablo podían ser esas convulsiones cerebrales captadas en el interior mismo del órgano vivo. Todo participaba de la misma lógica: identificar el mal en todas sus formas.
Miré rápidamente esos archivos y guardé algunas fotos para mi expediente, así como otras para Svendsen. Agotado, me instalé detrás del escritorio; no tenía fuerzas para irme a esa hora. Mis pensamientos empezaban a perder nitidez y me sentía cada vez peor.
No era solo el cansancio. Un malestar me había acompañado desde el principio de mi registro: Ruanda. La proximidad de las imágenes de la matanza me había arruinado la noche. Dado mi estado de agotamiento, comprendí que no podría resistirlo.
Estaba en las mejores condiciones para hacer un viaje de ida al infierno.
Al pozo de mi memoria.
Cuando descubrí Ruanda, el país no existía. En todo caso, no para el resto del mundo.
Una de las naciones más pobres del planeta, pero sin guerra, ni hambruna, ni catástrofes naturales; nada que motivara la organización de un concierto de rock o que llamara la atención de los medios de comunicación.
En febrero de 1993, llego allí. Ya todo está escrito. Ruanda vive sumida en la energía que proporciona el odio, tal como un moribundo aguanta gracias a sus nervios. Un odio que enfrenta a la mayoría tutsi, gente esbelta, refinada, contra la población hutu, baja, regordeta, que son el noventa por ciento de los habitantes del país.
Empiezo mi trabajo humanitario con los oprimidos tutsis. Enfrente, los milicianos hutus están armados con fusiles, garrotes y ya empiezan con los machetes. De un confín al otro del territorio golpean, matan, queman las chozas de sus enemigos con absoluta impunidad. Con Tierras de Esperanza atravesamos el país llevando víveres, medicinas; nos vemos obligados a negociar en cada control hutu, por lo que siempre llegamos demasiado tarde. Todo eso sin contar las delicias del trabajo humanitario: errores de entrega, envíos que se retrasan, problemas administrativos…
Finales de 1993
En las calles de Kigali resuenan los mensajes de odio de la RTML: Radio-Televisión Libre de las Mil Colinas, organismo hutu que llama a la matanza de las «cucarachas». Esa voz me persigue hasta el dispensario donde duermo. Repercute en las calles, en los edificios, se infiltra en el enlucido de los muros, en el calor sofocante del aire.
1994
Las primeras manifestaciones del genocidio se multiplican. Se importan 500.000 machetes. El número de controles aumenta progresivamente. Extorsiones, violencia, humillaciones. Nada detiene al Hutu Power. Ni el gobierno, ni la ONU, que ha enviado unas fuerzas que demuestran ser impotentes. Y siempre la voz de las Mil Colinas: «Cuando la sangre se ha derramado, ya es posible recogerla. Pronto habrá novedades. ¡El verdadero ejército es el pueblo! ¡La fuerza es el pueblo!».
Cada mañana, cada noche, rezo. Sin esperanza. En ese país en el que la población es un noventa por ciento católica, Dios nos ha abandonado. Ese abandono está grabado en la tierra roja. Se manifiesta en la voz de la abominable radio: «Estos son los nombres de los traidores: Sebukiganda, hijo de Butete, que vive en Kidaho; Benakala, encargado del bar… Tutsis: ¡os acortaremos las piernas!».
Abril de 1994
El avión del presidente hutu Juvenal Habyarimana es derribado.
Nadie sabe quién es el autor. Quizá el frente rebelde tutsi en el exilio o los extremistas hutu, que opinan que el presidente es demasiado débil. O bien una fuerza extranjera, por intereses oscuros. En todo caso, es la señal para el inicio de la matanza. «Esta es la RTLM. Esta mañana me he fumado un petardito. Saludo a los tíos del control… ¡Que no se os escape ninguna cucaracha!»
En cada barricada se piden los documentos de identidad. Una vez identificados, los tutsis son asesinados y luego arrojados en las fosas recién abiertas. A los tres días, se cuentan varios miles de muertos en la capital. Los hutus se organizan. Tienen un objetivo: ¡mil muertos cada veinte minutos!
En Kigali se eleva un ruido que nunca olvidaré: el ruido de los machetes rascando la calzada en señal de amenaza, en señal de alegría. Las hojas rechinan contra el asfalto, antes de hundirse en los cuerpos. Las hojas ensangrentadas aúllan después de haber atacado.
Los residentes extranjeros son evacuados. En Tierras de Esperanza decidimos permanecer allí. Nos instalamos en el Centro de Intercambio Cultural Franco-ruandés, donde los soldados franceses han establecido su base. Los tutsis vienen a esconderse buscando protección, pero los soldados ya se retiran. Debo explicar a los refugiados que no hay nada que hacer. Debo explicarles que Dios ha muerto.
Consigo partir en misión de reconocimiento con los últimos cascos azules de Kigali. La ONU ha llamado al noventa por ciento de sus tropas. Solo entonces, descubro los osarios que bloquean las carreteras, los puentes formados por cadáveres con los pantalones por los tobillos. Siento en mis huesos las sacudidas de los cuerpos que rebotan bajo las ruedas. Veo aldeas exterminadas, donde corren ríos de sangre. Veo a mujeres encinta destripadas y a sus fetos aplastados contra los árboles. Veo a muchachas violadas; las eligen vírgenes, para no coger el sida. Primero se las fuerza por placer, luego con palos y con botellas que se rompen dentro de sus vaginas.
No puedo precisar la fecha de mi primer desfallecimiento.
Tal vez a finales del mes de mayo, durante las operaciones de limpieza, cuando se queman los cadáveres putrefactos con gasolina. O quizá más tarde, cuando empieza la Operación Turquesa, la primera iniciativa humanitaria de envergadura, organizada en Ruanda bajo bandera francesa. Una certeza: la crisis sobreviene en los campos de refugiados, allí donde la enfermedad y la podredumbre prolongan el genocidio.
Primero, la parálisis del brazo izquierdo. Se piensa en un infarto. Pero un miembro de Médicos sin Fronteras emite su veredicto: mis síntomas no responden a causas orgánicas. Dicho de otra manera, se trata de un problema psicológico. Repatriación. Dirección: Hospital Sainte-Anne de París.
No resisto más. No puedo hablar. Creía que había superado el horror, ver la sangre. Pensé que lo había integrado, como un hombre que consigue vivir con una bala dentro de la cabeza. Me he equivocado. El injerto es incompatible. El rechazo comienza. El rechazo es esa parálisis. Primera señal de una depresión que me va a corroer completamente.
En el Sainte-Anne trato de rezar. Pero cada vez me deshago en lágrimas. Lloro como no lo he hecho nunca. Todo el día. Con una sensación en la que se mezclan el sufrimiento y el alivio. La respuesta al dolor del alma es un sosiego físico. Casi animal.
Reemplazo la oración con comprimidos, aunque lo vivo como si consumara mi destrucción. Mi percepción del mundo es mi fe. Influir en esa percepción es como pretender engañar a mi conciencia, por lo tanto a Dios. Pero ¿tengo todavía fe? No siento en mí convicción alguna, ni freno, ni límite. Bastaría que alguien abriera una ventana delante de mí para que saltara.
Septiembre de 1994
Cambio de tratamiento.
Menos comprimidos, más loquero. Yo, que solo he revelado mis pecados a los sacerdotes, que nunca he compartido mis dudas con nadie que no fuera el Señor, tengo que soltárselo todo a un especialista de la indiferencia, que no representa a ninguna entidad superior; su silencio es el único espejo en el que mi conciencia debe contemplarse. La idea en sí me parece atroz, fundada en una visión del alma humana agnóstica, reductora, desesperada.