Momo apareció por el extremo de la barra, llevando un puñado de baguettes. Lo observé sin decir nada. Una montaña de arcilla con una camiseta blanca de tirantes. Un rostro pesado bajo una pelambrera crespa, en la que se destacaban dos grandes cejas en ángulo y un mentón de plomo. Era la sombra brutal y colosal de su hermano menor Saïd, enclenque y vicioso.
No sabría decir cuál de ellos era más peligroso pero con los dos había que andarse con ojo. En el 96, dos comandos del GIA habían atacado su aldea natal. Se decía que los dos hermanos se echaron al monte, encontraron a los asesinos, castraron a los jefes y obligaron al resto a comerse los órganos. Con este recuerdo en mente me dije: «Ándate con pies de plomo».
Momo acababa de verme.
—¡Durey! —Una sonrisa onduló su mentón—. ¡Cuánto tiempo!
—Ponme un café.
El cabileño obedeció. Entre los chorros de vapor, parecía un submarinista en una sala de máquinas.
—¿No tiene que currar a esta hora? —preguntó, deslizando sobre la barra una taza llena de espuma.
—Ahora salgo de allí. Estoy hasta los cojones de horas suplementarias.
Momo empujó el azucarero hacia mí y apoyó los codos sobre el mostrador de la barra.
—¿Sus jefes le dan la tabarra?
—Me dan por saco, querrás decir. Ya no puedo ni sentarme.
—Haga como nosotros. Establézcase por cuenta propia. Se hace detective y asunto arreglado.
Soltó una estrepitosa carcajada; le parecía una buena idea.
—Siempre hay un jefe, Momo. Vosotros tenéis a los cerveceros.
El tabernero puso cara de pocos amigos.
—Los cerveceros no son los que cortan el bacalao. Nosotros tomamos todas las decisiones.
—No me hagas reír. Larfaoui os tiene cogidos por los huevos.
De repente, Momo puso la misma cara que un guardameta que no ha visto venir el balón. Saqué un Camel y le di unos golpecitos contra la barra para comprimir el tabaco.
—¿No es él vuestro proveedor? —insistí.
—Larfaoui está muerto.
Encendí el pitillo y levanté la taza.
—Que en paz descanse. ¿Qué puedes contarme al respecto?
—Nada.
—El mundo sería mucho más sencillo si la gente fuera más conversadora. Por ejemplo, por ahí me han dicho que habíais abierto un nuevo bar en Bastille.
—¿Y…?
Momo no quitaba la vista de la trampilla. Saïd estaba abajo. Tenía que darme prisa antes de que el hermano avispado subiera. Cambié de táctica.
—Todavía me quedan algunos amigos en las autoridades sanitarias. Podrían haceros una visita. La higiene, la salubridad, los permisos…
Momo se inclinó hacia mí; desprendía un olor nauseabundo a sudor y a incienso.
—No sé de dónde sale, porque los maderos ya no hacen esas cosas hoy en día.
—Vamos, Momo. Larfaoui. Cuéntame algo y me pierdo.
A guisa de respuesta, sonó un ruido de motor. El arco del montacargas emergió por la trampilla. Saïd apareció de pie sobre la pasarela; un auténtico almirante en medio de sus barriles metálicos. Mi primera tentativa se iba al traste.
—Buenos días, inspector. Es un placer verlo.
Esbocé una sonrisa, una vez más impresionado por el contraste con su hermano. Momo era el bloque sin esculpir; Saïd la obra terminada. De la espesa melena negra y lisa, surgía su rostro en punta. Sus facciones evocaban sentimientos encontrados: dulzura, desprecio, respeto, crueldad… Todo eso se vislumbraba en el fondo de sus ojos almendrados, en las comisuras de sus labios carnosos, sensuales.
Pasó por encima de los barriles y fue a sentarse en el taburete contiguo al mío. Se había acabado la fiesta.
—Le doy mi más sentido pésame.
Bajé la cabeza, pasándome la mano por los rizos, inquieto. Saïd ya estaba al corriente de la situación de Luc. Y debía de haberle relacionado con la investigación sobre Larfaoui. Hizo una señal discreta a su hermano, que le sirvió un café.
—Nosotros le teníamos mucho aprecio al inspector Soubeyras.
Su voz aguda era como todo el resto: aceitosa, despectiva. Y su acento, redondo, flotante, como si hablara con un puñado de aceitunas dentro de la boca.
—Luc no ha muerto, Saïd. No hables en pasado. Puede despertar en cualquier momento.
—Eso esperamos todos, inspector. Se lo juro.
Saïd echó un terrón de azúcar en la taza. Llevaba una chaqueta militar de faena y adornos de oro: cadena, pulsera, sortijas de sello.
—Comprendo su tristeza. Pero nosotros no sabemos nada. Y no serán sus preguntas las que hagan volver a la vida al inspector.
—Tranquilo, Saïd. Solo me intereso por las investigaciones que estaba llevando a cabo.
—¿Ya no está usted en la Criminal?
Sonreí y saqué otro cigarrillo. Decididamente era más astuto que su hermano.
—Es un favor a un amigo. ¿Qué puedes decirme sobre el caso Larfaoui?
Saïd soltó una risita. Nunca miraba a su interlocutor a la cara. O bien bajaba los ojos, pestañeando rápidamente, o bien movía las pupilas hacia el costado, como si reflexionara intensamente. Todo eso era puro teatro; Saïd ya tenía las respuestas preparadas antes de escuchar las preguntas. Entretanto, seguía sin contestar a las mías.
—Luc os interrogó sobre ese asesinato. ¿Sí o no?
—Por supuesto que sí. Conocemos bien el barrio. Las gentes, las idas y venidas, todo. Pero no sabíamos nada del asesinato. Se lo juro, inspector. La muerte de Massine es un auténtico misterio.
Hice un gesto explícito a Momo: otro café. Saïd comenzaba a irritarme con su tono zalamero. Cuanto más educado era, más parecía reírse en mis barbas. Lo miré directamente a los ojos; la mejor estrategia era la «ausencia de estrategia». La franqueza.
—Oye, Saïd. Luc es mi mejor amigo, ¿lo entiendes?
Saïd endulzaba el café moviendo suavemente la cucharilla, en silencio.
—Nadie vio venir esta… desgracia. Ni siquiera yo. Pero quiero saber por qué lo ha hecho. En qué andaba en su trabajo, qué tenía en la cabeza. ¿Me recibes?
—Absolutamente, inspector.
—Investigaba por su cuenta a Larfaoui y, según parece, ese expediente lo tenía obsesionado. Mi teoría es que encontró algo en ese montón de mierda. Algo que influyó en su depre. Ahora, ¡ponte las pilas y desembucha!
Casi había gritado. Tosí y me serené. Imperturbable, Saïd negó moviendo su pelambrera en forma de casco.
—No sé nada de todo este asunto.
—¿Larfaoui no tenía follones con los demás cerveceros?
—Nunca he oído nada al respecto.
—¿Y con algún tabernero? ¿Algún tío endeudado que hubiera querido vengarse?
—Usted sabe muy bien que entre nosotros las cosas no se arreglan de esa manera.
Saïd tenía razón. A Larfaoui se lo había cargado un profesional.
Y estaba claro que ningún dueño de bareto podía permitirse contratar a un verdadero asesino.
—Larfaoui no era solamente cervecero. Traficaba.
—En eso no puedo ayudarlo. Nosotros no tocamos las drogas.
Cambié de táctica.
—Cuando Luc os interrogó, ¿tenía ya alguna idea sobre el asesinato?
—Es difícil decirlo.
—Piensa un poco de todos modos.
Lanzó su habitual mirada de soslayo, simulando reflexionar, y luego soltó:
—Vino dos veces. La primera en septiembre, cuando se cargaron a Larfaoui. Luego a principios de este mes. Parecía completamente colgado.
—No irás a decirme que se sinceró contigo.
—Cinco vodkas en menos de media hora dan para sincerarse, ¿no cree?
A Luc siempre le había gustado empinar el codo. No me sorprendía que en los últimos tiempos hubiera buscado refugio en la botella. Saïd se acercó. Todavía con los codos sobre la barra, solo estaba a unos centímetros de mí. Él también renunció a toda estrategia.
—Para serle franco, en el caso de Massine usted puede ir más lejos que el inspector.
—¿Por qué?
—Porque usted es un verdadero creyente.
—Luc también era cristiano.
—No. Se había extraviado. Ya no era un verdadero practicante.
Tomé el café sintiendo ardor de estómago.
—¿Adónde quieres llegar?
—Larfaoui también era muy religioso.
—¿Y…?
—Piense en la noche del asesinato.
—El 8 de septiembre.
—¿Qué día de la semana era?
—Ni idea.
—Un sábado. ¿Qué hace un musulmán el sábado?
Pensé. No veía adónde quería llevarme Saïd.
—Se va de juerga —prosiguió—. Después de las oraciones del viernes, un verdadero creyente se relaja. La carne es débil, como dicen ustedes en Francia.
—¿Me estás diciendo que aquella noche se había ido de picos pardos?
—Larfaoui tenía sus costumbres. Su familia estaba en Argelia.
—¿Tenía una amante?
—Una amante no. Zorras.
Por fin las cosas empezaban a encajar. Larfaoui había sido asesinado en su casa, aproximadamente a las once. Seguramente no estaba solo. Nadie había hablado de un testigo o de un segundo cuerpo. Sin embargo, una chica había conseguido huir; lo había visto todo.
—¿Conoces a la chica?
—No.
—Conmigo no te hagas el listillo.
—Confíe en mí. —Sonrió—. Usted tiene los medios necesarios para encontrarla.
Pensé en mi experiencia en la BRP. Conocía todas las redes. Pero buscar a una prostituta sin conocer las preferencias de su cliente era como buscar un casquillo después de un ataque de Hizbullah.
—Y sus gustos… ¿cómo eran?
—Piense, inspector. Hallará lo que busca.
Un recuerdo borroso flotaba en mi mente.
—¿Se lo contaste a Luc?
—No. Él no buscaba las circunstancias sino los móviles. Por lo visto creía que era un ajuste de cuentas. Un problema… —Saïd titubeó—. Un problema relacionado con la misma policía. Un asunto interno…
—¿Te lo dijo él?
—No me dijo nada, pero estaba nervioso. Realmente nervioso.
La sospecha de corrupción otra vez. Me levanté.
—Quizá unos hombres pasen por aquí. De la jefatura.
—¿Los Bueyes?
—No les digas nada.
—¡Ni visto ni oído, como se dice aquí en Francia!
Me dirigí hacia la puerta de cristal. La cervecería empezaba a llenarse. La hora del aperitivo. Me volví hacia Saïd.
—Una última cosa. ¿Larfaoui andaba metido en historias satánicas?
—¿Qué?
—La gente que venera al diablo.
El cabileño soltó una carcajada.
—Nosotros hemos dejado nuestros demonios en casa.
—¿Quiénes son vuestros demonios?
—Los djinn, los espíritus del desierto.
—¿Y Larfaoui no tenía interés en ellos?
—Aquí nadie se interesa por los djinn. No han pasado la frontera, inspector. ¡Por suerte para Sarko!
Visité a los dueños de otros dos bares y luego a un cervecero amigo de Larfaoui. No averigüé nada nuevo. Ni sobre el asesinato del cabileño, ni sobre su posible amazona de aquella noche. Me detuve en un local de comida china preparada, comí una ración de arroz cantonés y pasé inmediatamente por el instituto médico forense para dar a Svendsen las radiografías que había encontrado en casa de Luc. Quería saber con exactitud qué lesiones cerebrales mostraban. Finalmente, volví al redil.
En cuanto me senté sonó el teléfono. Foucault, hecho un manojo de nervios.
—¿Nunca contestas al móvil?
—Escucho los mensajes.
—¡Y una mierda! Tengo novedades sobre el asesinato de Larfaoui.
—Dime.
—He hablado con uno de los tíos de balística. Recuerda que eran tres balas. La hipótesis de la ejecución se confirma.
—¿Por qué?
—Según mi contacto, el arma utilizada es una MPKS.
La MPKS es una ametralladora ligera utilizada por las tropas de asalto francesas. Las había visto cuando hacía prácticas de balística. La mayoría de los modelos están fabricados con polímero, de modo que pueden burlar los radares. Un arma de ese tipo significaba que el ejecutor de Larfaoui era un militar de élite.
—¿Qué más te ha dicho?
—El tío utilizó un silenciador. Las tres balas tenían unas estrías determinadas. Pero hay algo muy interesante. El técnico ha calculado la velocidad de las balas a partir del punto de impacto. No me preguntes cómo lo ha hecho, no he entendido nada. Según él, la velocidad era subsónica. La bala se desplazó a menor velocidad que la del sonido. Ahora bien, la MPKS es supersónica. Da en el blanco antes de que se escuche la detonación.
—Yo tampoco entiendo nada.
—¡Quiere decir que el mismo asesino trucó el arma para reducir la velocidad de la bala!
—¿Por qué?
—Cosa de profesionales. Para no estropear el arma. Con el tiempo, la onda supersónica deteriora el cañón y sobre todo el silenciador. Este tipo trata a su juguete con guante de seda. Por lo visto es muy propio de los soldados, los paramilitares, los mercenarios. Según el especialista, solo un militar o un experto podrían haberlo hecho.
¿Por qué alguien contrataría a un «experto» para eliminar a un cervecero? Mientras lo escuchaba, me di cuenta de que ya había dejado sobre mi escritorio el expediente de la prefectura sobre Larfaoui. Abrí la carpeta y observé una foto reciente del tío: un gran cabileño de aspecto hosco, mal afeitado y peinado con fijador. Había más hojas: el currículo completo de ese tipo. Volví a Foucault.
—¿Has investigado lo de Besançon?
—Luc estuvo allí cinco veces. Te haré llegar las fechas.
—¿Otros viajes?
—Catania, Sicilia, el 17 de agosto pasado. Cracovia, el 22 de septiembre.
No acababa de convencerme, pero la idea del lío de faldas ganaba puntos. Quizá Luc había hecho algunas escapadas de enamorado.
Sin embargo, no lo creía posible. Luc no podía tener una amante.
—¿Y las otras informaciones? ¿Los extractos bancarios, las facturas de teléfono?
—Están en camino. Las tendré esta noche. Como muy tarde, mañana por la mañana.
—¿El informe médico de Luc?
—Hablé con un matasanos. Estaba más fuerte que un toro.
—¿Y el perfil psíquico?
—No hay modo de conseguirlo.
Pasé a otro asunto.
—¿Y la unita16?
—Todo en orden. Organizan viajes a Lourdes para los disminuidos físicos y retiros en monasterios de toda Italia, a veces en Francia. También dan conferencias.
—Hay anunciada una sobre el diablo.
—Sí, en noviembre.
—¿Podrías conseguirme la lista de conferenciantes, los temas que tratarán y demás?