Noviembre de 1994
A mi pesar, a pesar de todo, aparecen signos de mejoría. Mi parálisis disminuye, mis crisis de llanto son más espaciadas, mi deseo de suicidarme se atenúa. De doce comprimidos al día paso a cinco. Vuelvo a rezar. Balbuceos, palabras desordenadas, saliva. Los antidepresivos me hacen babear en el sentido estricto de la palabra.
Vuelvo a encontrar el sendero de Dios. Y me alejo de esa idea de que soy yo quien debe perdonarlo por lo que he visto allí. Recuerdo una frase de uno de mis profesores, en Roma: «El verdadero secreto de la fe no es perdonar, sino pedir perdón al mundo tal como es, porque no hemos sabido cambiarlo».
Enero de 1995
Regreso al mundo real. Escribo varias cartas a fundaciones religiosas, lugares de retiro, monasterios, solicitando un puesto de trabajo, cualquier cosa, siempre que esté en compañía de otros hombres. Un centro de formación en teología en Drôme contesta favorablemente a mi petición a pesar de mi estado, pues no he ocultado nada sobre mi enfermedad.
Me asignan un trabajo de archivero. A pesar de mi brazo inválido, me muevo, ordeno, clasifico. En medio de los expedientes, del polvo, de los seminaristas que hacen cursillos, paso inadvertido. Gracias a un puñado de comprimidos al día y a dos visitas por semana a un loquero de Montélimar, mantengo la compostura. Y consigo ocultar mi estado depresivo que, particularmente aquí, provocaría incomodidad, malestar.
A veces me sobreviene una crisis. Mis manos tiemblan, mi cuerpo se agita, me invade una actividad febril inexplicable. Otras, al contrario, mi conciencia llega a pesar tanto como un planeta inerte. Me vuelvo apático. Imposible mover un dedo. Me quedo así, varias horas, aplastado por las ideas que me desbordan: la muerte, el más allá, lo desconocido… En esos momentos, Dios ha desaparecido nuevamente.
Pero los recuerdos, ellos, siempre están presentes. A pesar de mis precauciones siempre me cogen desprevenido. Por mucho que evite la proximidad con radios, televisiones y otros sonidos transmitidos, si por desgracia un ruido blanco, un chisporroteo, llega a mis tímpanos, experimento inmediatamente unas náuseas implacables, un seísmo en el fondo de mis tripas. «¡Que ninguna cucaracha se os escape!» Corro al retrete a vomitar mi bilis, mi miedo, mi cobardía, y termino, como siempre, en una crisis de llanto.
Otro ejemplo. He pedido que me permitan comer siempre solo, para evitar el ruido de tenedores, cualquier chirrido metálico. Pero solo escuchar la estridencia de una mesa arrastrada sobre el parquet me propulsa a la carretera principal de Kigali. Los asesinos gritan y silban, los cuerpos se acumulan en las fosas, cuerpos que ya no se cuentan, que no cuentan. Lanzo un grito antes de empezar a tener convulsiones. Me despierto en la enfermería, sedado. Y me doy cuenta, una vez más, de que no estoy curado, que nunca lo estaré. El injerto no ha funcionado y no hay manera de extraer el cuerpo extraño.
Enero de 1996
Dejo el centro de teología para dirigirme a un monasterio aislado en el departamento de Hautes-Pyrénnées. Experiencia interior. Conocimiento trascendente. Búsqueda del Verbo Divino. Entre los monjes cistercienses, recupero la fuerza, la esperanza, la vitalidad. Hasta el día en el que lo cotidiano ya no me parece suficiente.
Después de lo que he visto, me resulta imposible permanecer allí, de rodillas, hablando al cielo mientras el infierno se ha adueñado de la tierra. Los monjes que me rodean son novicios en materia de almas. He viajado hasta otros confines. He visto el verdadero rostro del hombre. Piel arrancada, músculos desnudos, nervios desgarrados. Su odio irreductible. Su violencia sin límite. Hay que sanar de su mal al ser humano y no es en el silencio del aislamiento donde podré hacerlo.
Entonces me acuerdo de Luc.
Dos años en los que casi me he olvidado de él. Su silueta y su voz vuelven con nueva claridad. Luc siempre estuvo un paso por delante de mí. Siempre presintió las verdades groseras, contradictorias, subterráneas de la realidad. Hoy comprendo una vez más que debo seguir su camino.
Septiembre de 1996
Me incorporo a la Isla de los Cuervos.
La ENSOP, Escuela Nacional Superior de Inspectores de Policía, situada en Cannes-Écluse, Seine-et-Marne, llamada así porque todos llevan uniforme. No me siento fuera de lugar. He conocido la sotana. Ahora luzco la guerrera azul marino. Pasado el primer obstáculo, en el que los oficiales encargados de la formación me miran con desconfianza, dado que con mis diplomas podría haberlo intentado en Saint-Cyr-au-Mont-d’Or, la «fábrica de comisarios», mis logros hablan por sí solos.
En todas las asignaturas obtengo las mejores notas. Derecho penal, derecho constitucional, derecho civil. Procedimientos. Ciencias humanas. Ninguna dificultad. Todo eso sin contar el deporte. Atletismo, tiro, lucha cuerpo a cuerpo… Mi vida de asceta, mi inclinación al rigor, hacen de mí un adversario temible.
Pero es al finalizar los estudios, durante las prácticas sobre el terreno, cuando mi mejor cualidad se revela: un sentido innato del mundo de la calle. Intuición de lugares, instinto de caza, psicología… Y sobre todo, el don del camuflaje. A pesar de mi silueta de espárrago y de mi formación de intelectual, me mimetizo en cualquier parte, adoptando el lenguaje de los golfos, haciendo amistad con la peor gentuza.
Junio de 1998
Soy el número uno de mi promoción. Tengo treinta y un años. Gracias a mi calificación, tengo prioridad para escoger destino entre los cargos vacantes. Unos días más tarde, el director de la escuela me convoca.
—¿Ha solicitado la Brigada de Represión del Proxenetismo?
—¿Y…?
—¿No le interesaría un cargo en una oficina central? ¿El Ministerio del Interior?
—¿Hay algún problema?
—Se dice… Es usted católico, ¿verdad?
—No veo la relación.
—Corre usted el riesgo de ver historias bastante curiosas en la BRP y…
El hombre duda; luego, me dedica una amplia sonrisa paternalista.
—He pasado diez años de mi vida en la BRP. Es un universo muy particular. No estoy seguro de que los depravados que se encuentran allí tengan necesidad de un policía de su valía.
Le devuelvo la sonrisa, inclinando mi metro noventa.
—Se equivoca. Soy yo quien tiene necesidad de ellos.
Septiembre de 1998
Me hundo en los arcanos del vicio. En pocos meses enriquezco mi vocabulario. Coprofilia: desviación sexual consistente en alimentarse con excrementos. Urofilia: práctica en la que el placer se obtiene por medio de la vista o el contacto con la orina. Zoofilia: echo la mano de un stock de vídeos. Obvio los comentarios. Necrofilia: organizo un memorable delito flagrante en plena noche, en el cementerio de Montparnasse.
Mis dotes para el camuflaje se confirman. Me infiltro en todas partes; hago amistad con los chulos, las putas, y descubro con una sonrisa las perversiones más retorcidas. Clubes de intercambio, clubes sadomasoquistas, veladas especiales… Sorprendo, observo, arresto. Sin problemas de conciencia y sin contemplaciones. Hago todas las guardias. De noche, para estar en el ajo. De día, para escuchar los testimonios de los querellantes, ser compasivo con las prostitutas, con las familias de las víctimas.
Con frecuencia, empalmo de un tirón veinticuatro horas de servicio. Guardo una muda de ropa en mi despacho. Mis colegas me consideran un adicto al trabajo, un «enganchado», un arribista. A este ritmo, ascenderé rápidamente a capitán, todo el mundo lo sabe. Pero nadie comprende mi verdadera motivación. Esta incursión en el terreno del sexo no es más que una etapa. El primer círculo del infierno. Quiero ahondar en el mal en todas sus facetas, para combatirlo mejor.
Además, se equivocan sobre mi estado de ánimo, como siempre. Soy feliz. Observo una norma dentro de la norma. Bajo mi pellejo de madero, mi vida se articula en función de los tres votos monásticos: obediencia, pobreza, castidad, a las que he añadido otra: soledad. Llevo esa disciplina como una cota de malla.
Cada día rezo en Notre-Dame. Cada día doy las gracias a Dios por mis logros en el trabajo y por el perdón que Él me concede, estoy seguro, por los métodos que utilizo. Violencia. Amenazas. Mentiras. También le agradezco la ayuda que ofrezco a las víctimas… y su perdón para los culpables.
Mi enfermedad no ha desaparecido. Incluso en pleno París, en el boulevard de Strasbourg o en Pigalle, todavía me sobresalto si oigo un ruido confuso de mi radio o el chirrido de una jaula metálica sobre la acera. Pero he encontrado una manera de sosegarme: ahogo la violencia del pasado en la violencia del presente.
Septiembre de 1999
Un año hundido en el fango, un año de experiencias escabrosas. Lo duro del trabajo no son los pervertidos sino los proxenetas, las redes. Días al acecho, días vigilando, siguiendo el rastro de mafiosos eslavos, de gamberros magrebíes, de productores corruptos, de políticos retorcidos. Noches mirando vídeos, navegando por internet, dividido entre el asco y la erección.
También tengo que cerrar los ojos ante los abusos en la oficina: los colegas que obligan a los travestís a hacerles felaciones, las becarias que roban las cintas de vídeo para su uso personal. El sexo está omnipresente, en ambos lados del espejo.
Un océano negro en el que practico la apnea.
A medida que pasan los meses observo un cambio. Mi personalidad suscita menos desconfianza. Los jueces, que solo veían en mí a un ambicioso, me firman las órdenes de registro que solicito. Mis colegas empiezan a acercarse, llegan incluso a apreciar mi capacidad de escuchar. Sus confidencias se convierten en confesiones y mido hasta qué punto la lucha contra el mal nos contamina, nos obliga cada día a transgredir los límites. Cada día que pasa hago más honor a mi sobrenombre: el Capellán.
Pienso en Luc. ¿Dónde está ahora? ¿Policía Judicial? ¿Brigada? ¿Ministerio? Desde Ruanda he perdido el contacto con él. Espero volver a verlo por los azares de una investigación, en un pasillo. Cierta entonación de voz en un despacho, una silueta en el fondo de un tribunal y creo encontrarlo. Corro hacia él; decepción.
Sin embargo, no quiero ponerme en contacto con él. Confío en nuestro camino; seguimos la misma ruta. Ya volveremos a vernos.
Otra figura del pasado me saca de vez en cuando del fango cotidiano. Mi madre. Con la edad y la desaparición de su marido se ha acercado a mí; dentro de los límites de lo razonable: un almuerzo semanal en un salón de té de la orilla izquierda.
—¿Qué tal tu trabajo? —pregunta ella saboreando su tarta de queso.
Pienso en el pervertido que atrapé la víspera, acusado de violación de un adolescente, un enfermo que mojaba el churro en los meaderos de la estación del Este. O en el pirómano encontrado muerto por una hemorragia interna, esa misma mañana, después de hacerse sodomizar por su doberman. Bebo el té, con un dedo en el aire, y respondo lacónicamente:
—Bien.
Después, le pregunto sobre los nuevos trabajos de restauración de su casa de campo en Rambouillet y todo vuelve a su cauce.
El infierno funciona así, a fuego lento.
Hasta el mes de diciembre de 2000.
Hasta el caso de Lilas.
A veces vale más un fiasco que una victoria.
Una derrota es mejor, más rica en enseñanzas que un triunfo. Así, cuando interrogo a Brigitte Oppitz, de casada Coralin, mi primer caso de delito flagrante, no sospecho que unas horas más tarde solo descubriré un osario. Como tampoco adivino que esta frustrada operación me aportará, aparte de lamentarla eternamente, mi promoción a la Brigada Criminal.
12 de diciembre de 2000
Después de la denuncia de la mujer del sujeto que responde al nombre de Jean-Pierre Coralin, nuestra brigada se hace cargo del caso. La mujer acusa a su marido de haberla prostituido en el domicilio conyugal, donde la sometía a prácticas sádicas. El informe del médico lo confirma: cortes en la vagina, quemaduras de cigarrillo, marcas de flagelación, infección en el ano.
Según afirma la víctima, ella es solo un elemento secundario. En realidad, su esposo satisface a una clientela que solo está interesada en la prostitución infantil. A lo largo de cuatro años ha conmocionado a los colectivos nómadas de Seine-Saint-Denis secuestrando a seis niñas, a las que dejaría morir de hambre después de utilizarlas. En el momento de la denuncia, dos están aún vivas en su chalet de Lilas, donde sufren, cada noche, los abusos de los pedófilos.
Tomo nota de la denuncia y opto por una operación en solitario con mi equipo. A los treinta y tres años llevo a cabo mi primer «ataque por sorpresa». Elaboro mi estrategia y organizo la operación.
A las dos de la mañana, rodeamos el chalet de la rue du Tapis-Vert en Lilas. Pero no encuentro a nadie, excepto a Ingrid, la hija de los Coralin, de diez años, dormida en el salón. Los padres están en el sótano. Se han saltado la tapa de los sesos con una escopeta después de matar a sus prisioneras. En pocas horas la mujer había cambiado de opinión y había advertido a su marido.
Salgo del chalet conmocionado. Enciendo un pitillo; en el aire frío giran las luces de las ambulancias y de los furgones aparcados en batería. A nuestro alrededor las casas cobran vida. Los vecinos, en bata, salen a los umbrales. Un agente uniformado se lleva a la pequeña Ingrid. Otro viene hacia mí.
—Teniente, la Brigada Criminal está aquí.
—¿Quién les ha avisado?
—No lo sé. El jefe del equipo lo espera. El Peugeot gris, al final de la calle.
Aturdido, camino hasta el coche, listo para recibir el primero de una larga serie de rapapolvos. Cuando llego a la altura del Peugeot veo que la ventanilla del conductor baja; Luc Soubeyras está dentro, arrebujado en una parka.
—¿Satisfecho de tu hazaña?
No puedo contestar. La sorpresa me deja sin palabras. Luc no ha cambiado nada. Gafas finas, huesos a flor de piel, pecas; solo algunas arrugas alrededor de los ojos delatan el paso de los años.
—Ven, da la vuelta.
Tiro el cigarrillo y entro en el coche. Olor a pitillo, a café frío, a sudor y a orina. Cierro la portezuela y recupero el habla.
—¿Qué coño haces aquí?
—Nos han llamado.
—Y una mierda. Nadie estaba al corriente.
Luc me concede una sonrisa.
—Te sigo de cerca desde hace un tiempo. Sabía que estabas en algo gordo.