Read Esclavos de la oscuridad Online

Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

Esclavos de la oscuridad (51 page)

—¿Qué misión?

—Deben recoger su palabra. No tienen libro, ¿comprende?

—No, no entiendo ni una palabra de lo que me ha dicho. ¡Joder! ¿De qué está hablando?

Su mirada se llenó de piedad.

—Usted no sabe nada. Camina a ciegas.

Ese cuervo empezaba a sacarme de quicio.

—Gracias por darme ánimos.

—Abandone. ¡Camina usted por su territorio!

Con esas palabras, se lanzó por el sendero dejándome atrás y perdiéndose bajo la sombra de los árboles. Me quedé algunos segundos observando cómo la sotana grisácea desaparecía. No había comprendido la advertencia pero estaba seguro de una cosa: el desconocido acababa de referirse, sin saberlo, a mis asesinos.

Los hombres que también buscaban a los Sin Luz y que estaban dispuestos a matar a cualquier competidor que les saliera al paso.

703

El sacerdote no había mentido.

Trescientos metros antes de Mirel apareció la casa de madera. Apartada del camino, no desentonaba con aquel paisaje lúgubre. Construida al pie de colinas peladas, a caballo sobre el horizonte, la casa estaba rodeada de árboles desnudos y campos negruzcos.

Aparqué delante del portal y tiré de la campanilla del jardín. Un perro se puso a ladrar y luego todo volvió a quedar en silencio. La empalizada de madera era más alta que yo; no veía nada. Empezaba a resignarme cuando oí el ruido de una cristalera que se abría.

Los pasos sobre las piedras, los jadeos del perro. La puerta se abrió. Inmediatamente, presentí que el doctor Pierre Bucholz iba a ocupar el primer puesto en la dilatada lista de lunáticos que había conocido hasta entonces. Alto, fornido, llevaba una chaqueta de patas de gallo con coderas y un pantalón negro de lana. En la sesentena, un rostro de frente alta, despejada, que le daba el aspecto de una gran piedra gris; lucía una austera barba. Sus rasgos crispados estaban coronados por unos ojos de zumbado, penetrantes, brillantes. La mirada de un inquisidor contemplando las crepitantes hogueras.

—¿Qué quiere? —gritó.

Hablaba como si me encontrara a una decena de metros de él. En realidad, estaba tan cerca que acababa de recibir una lluvia de saliva. Le expliqué el motivo de mi visita. Se agarró al marco del portal con un movimiento teatral; luego, masajeándose el corazón con la otra mano, murmuró:

—Agostina… Esa tragedia…

Esquivé al perro, un moloso de pelo corto, y seguí al médico hasta su antro. La casa negra estaba horadada por ventanales con las juntas desencajadas. El conjunto tenía más de
mobil home
que de
wooden house
de arquitecto.

Bucholz se detuvo para quitarse los zapatos y ponerse unas pantuflas. Le propuse descalzarme. La idea pareció agradarle, pero finalmente cambió de idea y solo cogió mi gabardina. El vestíbulo contaba con un paragüero, un perchero y todo lo necesario para el perfecto cazador: botas, impermeable, sombrero de fieltro. El fusil de perdigones no debía de andar lejos.

El médico hizo un gesto señalando el salón. Descubrí una decoración sobrecargada. Madera negra, de nuevo, pero sobre todo innumerables chismes, efigies de la Virgen, de Cristo, de santos. Rosarios expuestos en una vitrina. Sobre cada mueble, cruces, vasos de metal, cirios. Un olor a humo frío provenía de la chimenea apagada.

—Siéntese.

La invitación no admitía ninguna discusión. El perro nos había seguido. Plácido, parecía acostumbrado al megáfono que hacía las veces de amo. Atravesé con cuidado la proliferación de objetos y me instalé en el canapé, mirando hacia la puerta cristalera. Bucholz se inclinó sobre una mesa con ruedas, en la que tintinearon las botellas.

—¿Quiere beber algo? Tengo chartreuse, licor de cerezas fabricado por los dominicos, calvados de los padres de la capilla de Mondigeon, un excelente aguardiente de la abadía de…

—Se lo agradezco. Para mí es un poco temprano.

Observé un catecismo de 1992 sobre la mesa baja, señal de que no estaba en casa de un cristiano de la nueva tendencia; no era alguien que militara por el matrimonio de los sacerdotes precisamente. Se hundió en un sofá frente a mí y colocó las manos sobre las rodillas.

—¿Qué desea saber?

Opté por no ir directamente al grano.

—Primero, me gustaría conocer su opinión.

—¿Sobre qué?

—Sobre el fenómeno del milagro en general. ¿Cómo lo explica?

Su suspiro estuvo a punto de hacer vibrar los cristales.

—Me pide usted que le resuma veinticinco años de mi vida. ¡Y cincuenta de fe!

—Pero ¿existe alguna explicación científica?

—Como médico, créame, mi mayor interés es llegar a comprender el proceso interno de la curación. He visto tantas…

Busqué un cenicero con la mirada. En vano. No merecía la pena preguntarle si podía fumar. Bajo el olor de la chimenea, de los efluvios de cera y de los productos con lejía, se adivinaba un maníaco de la limpieza. Bucholz prosiguió:

—Se habla siempre de la sesentena de milagros reconocidos por la Iglesia pero… ¡Eso es solo una parte de las curaciones registradas por la Oficina de Constataciones Médicas! Según usted, ¿cuántos milagros se han registrado desde las apariciones de la Virgen?

—No sé.

—Diga una cifra.

—Sinceramente, no tengo la menor idea. ¿Quinientos?

—Seis mil. Seis mil casos de remisión espontánea, sin la menor explicación.

—¿Es un efecto del agua?

Negó con violencia. A través de sus gestos se manifestaba una especie de rencor agresivo. Me hacía pensar en un sacerdote que ha colgado los hábitos o en un militar degradado.

—El agua no tiene ningún poder —dijo—. Ha sido analizada. Nada.

—¿La influencia espiritual del sitio? ¿Un proceso psicológico?

Barrió el aire con su gran mano moteada de manchas:

—No. Cerramos el caso a la menor sospecha de histeria o de enfermedad psicosomática.

—¿Entonces?

—Después de veinticinco años de experiencia —dijo en voz más baja—, me he formado una opinión.

—Lo escucho.

—Es un problema de llamada y de energía. Detrás de cada milagro, antes que Lourdes, antes que el agua, hay una llamada. Una plegaria. Una esperanza. A veces, la de una familia. Otras, la de toda una aldea. Esa gente concentra una formidable fuerza de amor, que actúa como un imán. Esa fuerza atrae a un poder superior, de orden cósmico, pero de la misma naturaleza. Ese poder bienhechor es lo que los cura. Es otra manera de decir que Dios ha escuchado la llamada.

Nada nuevo bajo el sol. Subrayé:

—Detrás de cada peregrino existe siempre una plegaria, una esperanza.

—Estoy de acuerdo. Y no puedo explicar la selección divina. ¿Por qué un sujeto y no otro? Pero de vez en cuando, el imán funciona. La plegaria desencadena el… magnetismo divino.

—¿El agua de la fuente no cumple ninguna función?

—Quizá la de un conductor —admitió—. La energía a la que me refiero sería comparable a una electricidad transmitida por el agua de Lourdes. ¿Es usted cristiano?

—Practicante.

—Muy bien. Entonces sin duda comprende a qué me refiero. Esa fuerza no es un prodigio, una energía sobrenatural. Hoy en día, hasta los astrofísicos de mayor relevancia han llegado a esta conclusión. ¿Qué hay detrás de los átomos? ¿Quién los orienta, los ordena? Conocemos las cuatro fuerzas elementales que han presidido la creación del universo: las dos fuerzas nucleares, esto es, la «fuerte» y la «débil»; la fuerza de gravedad y la fuerza electromagnética. Podría ser que existiera una quinta fuerza: el espíritu. Cada vez con más frecuencia, los científicos formulan la hipótesis de que semejante poder actúa detrás de la organización de la materia. Para mí, ese espíritu es el amor. ¿Qué tiene de increíble imaginar que cada tanto esa fuerza reconoce a uno de nosotros, se focaliza para prestar ayuda a un simple mortal?

Era hora de entrar en el meollo de la cuestión.

—¿Es eso lo que sucedió con Agostina?

Se incorporó bruscamente:

—En absoluto. No es ese el poder que salvó a la pequeña.

—¿Existiría otro, además?

Una sonrisa infundió calidez a su semblante de iluminado.

—Una versión corrupta. Una fuerza negativa. El mal. Agostina Gedda fue salvada por el diablo. —Blandió un dedo amenazador—. ¡Lo supe siempre! No tuve que esperar que ella matara a su marido para reconocer su naturaleza maléfica.

No dije nada. Solo tenía que esperar que prosiguiera. Bucholz se pasó la mano por la frente.

—Su visita a Lourdes no había dado resultado. Era evidente. Cuando hay curación, es espontánea. O tiene lugar pocos días después de la inmersión. En el caso de Agostina no pasó nada. La gangrena continuó su progresión.

—¿Usted hizo un seguimiento del caso?

—Apreciaba a esa niña. Antes de pasar por las piscinas, es obligatoria una visita a la Oficina Médica. Una niña de once años en silla de ruedas, que se estaba pudriendo a ojos vista; me conmovió. Al mes siguiente, en julio, yo mismo hice el viaje para confirmar el diagnóstico. No había esperanzas.

—Sin embargo, Agostina se curó unas semanas más tarde.

—El diablo actuó cuando la pequeña se hundió en el coma.

—¿Cómo lo sabe?

Nuevo silencio. Otro gesto sobre la frente.

—Tenía mis sospechas desde el principio.

—¿Qué sospechas?

Suspiró como si tuviera que iniciar una explicación muy compleja.

—Se lo repito: dirigí la Oficina durante veinticinco años. Conozco los engranajes de la ciudad, las redes que la gobiernan. Las asociaciones que organizan las peregrinaciones. Algunas de ellas tienen mala reputación.

Mencioné la unita16. Al oír ese nombre, Bucholz asintió.

—Había rumores. Se murmuraba que en esa organización a veces se consolaban las ilusiones perdidas de una manera un poco particular. Pasado cierto umbral de desesperación, el ser humano está dispuesto a escucharlo todo. A probarlo todo.

—¿Tanto como llamar al diablo?

—Unos elementos podridos, absolutamente podridos de la unita16 se aprovechaban de ciertas miserias para proponer ese recurso. Misas negras, invocaciones, no lo sé con exactitud.

La advertencia del enigmático sacerdote: «En las tinieblas hay varios frentes». Por el momento, yo contaba tres. Los Sin Luz y sus asesinatos por influencia externa. Mis asesinos, que parecían proteger la puerta del limbo. Y ahora los que estafaban con el más allá, comerciantes de milagros negros.

—¿Cree que los padres de Agostina se dejaron convencer?

—La madre; el padre, no. Él no creía en nada. Ella creía en todo.

—¿Ella pagó una misa negra?

—Estoy seguro.

—¿Y esa vez la llamada fue escuchada?

Abrió las manos y luego las cerró, como el telón de un teatro.

—Es posible imaginar, frente al espíritu de amor, una antifuerza; del mismo modo que existe una antimateria en el universo. Ese poder a contracorriente es el que actuó sobre Agostina. Una superestructura de odio, de vicio, de violencia, que hizo retroceder la enfermedad y la salvó. A eso se le puede llamar el «diablo». Se le puede dar cualquier nombre. El ángel caído, malvado, que acosa a nuestra civilización cristiana, es solo el símbolo de esa energía viciada.

—Cuando Agostina despertó del coma, nada en ella indicaba que estuviera poseída.

—Es cierto. Pero yo sabía que Lourdes y Nuestro Señor no tenían nada que ver. Me olía la conjura. Desconfiaba de la personalidad de la madre, ignorante, supersticiosa. También estaba la unita16, que olía a azufre.

—¿Interrogó usted a la niña?

—No. Pero vi crecer a Agostina. Vi cómo la serpiente alcanzaba la plenitud.

—¿De qué manera?

—Por algunos detalles de su conducta. Ciertas palabras. Determinadas miradas. Agostina parecía un ángel. Rezaba. Acompañaba a los enfermos a Lourdes. Pero todo era falso. Una cortina de humo. El diablo estaba en ella. Se desarrollaba como un cáncer.

El doctor Bucholz me parecía un loco de remate.

—¿Ha oído usted hablar de los Sin Luz?

Soltó una carcajada grave.

—¡El secreto mejor guardado del Vaticano!

—Pero ha oído hablar de ellos.

—¿Veinticinco años en Lourdes le dicen algo? Soy un viejo centinela. Los Sin Luz, el Juramento del Limbo…

—¿Cree usted que Agostina hizo un pacto con el demonio?

Abrió nuevamente las manos.

—Tiene que comprender un principio básico. El diablo espera hasta el último momento para aparecerse a sus víctimas. Espera la muerte. Solo en ese instante las rescata. Todo sucede en el limbo, cuando la vida ya no está presente pero la muerte todavía no ha cumplido con su tarea. Ahora bien, cuanto más tiempo se mantiene al sujeto entre las dos orillas, más profundo e intenso será su intercambio con el diablo. En el caso de las NDE positivas el principió es el mismo. Cuanto más larga sea la experiencia, más precisos serán los recuerdos. Y mayor la conmoción de la vida de ahí en adelante.

—¿Agostina sufrió una muerte clínica?

—Sí. La última noche, pasó de la vida al óbito.

—¿Cómo lo sabe?

—Su madre me llamó.

—¿Lo llamó a usted, que estaba a mil kilómetros?

—Confiaba en mí. Era el único médico que había ido a verlos a su casa, en Paterno. Escúcheme. —Juntó las palmas—. Agostina había muerto. Según mis informaciones, su corazón debió de dejar de latir durante por lo menos treinta minutos. Eso es excepcional. El diablo la marcó en ese momento. Profundamente.

—Pero ella no le dijo nunca nada.

—Nunca.

Había ido hasta allí para aclarar el milagro maléfico de Agostina. Estaba bien servido. A su manera, el hombre seguía una lógica impecable.

—¿Comentó con alguien esas conclusiones? —pregunté.

—Con todo el mundo. La resurrección de Agostina no es un milagro. Es un escándalo en el sentido etimológico del término. Del griego
skandalon
: un obstáculo. Una abominación. Agostina, por sí misma, es un obstáculo para el amor. ¡La prueba física de la existencia del diablo! Se lo dije a todo aquel que quiso escucharme. De ahí mi jubilación anticipada. Incluso entre los cristianos, las verdades no siempre caen bien.

Su razonamiento era irreprochable, pero Bucholz era un personaje extravagante que había terminado por convencerse de sus propias hipótesis. Observándome por el rabillo del ojo, pareció intuir mi escepticismo.

—Conozco otro caso —añadió—. Una pequeña que estuvo todavía más tiempo en el fondo del limbo.

Other books

Out of Control by Roberts, Teresa Noelle
Gambler's Woman by Jayne Ann Krentz
Embrace the Night by Alexandra Kane
The Cinderella Moment by Jennifer Kloester
Snowleg by Nicholas Shakespeare


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024