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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

Esclavos de la oscuridad (24 page)

—¿Por qué evidentemente?

—Porque ese cadáver era una provocación.

—¿De quién?

Metió las dos manos bajo la esclavina. Su rostro moreno y arrugado recordaba un trozo de cuarzo negro.

—Del diablo.

«Ya lo tengo», pensé. A pesar del carácter absurdo de la reflexión, experimenté una sensación reconfortante: el enemigo estaba identificado, bajo una buena capa de superstición. Utilicé el lenguaje adecuado.

—¿Por qué el diablo habría escogido este parque?

—Para mancillar nuestro monasterio. Para corromperlo. ¿Ahora cómo podemos rezar aquí? Satán ha lanzado sobre nosotros su estela de podredumbre.

Me acerqué al precipicio. El viento me pegaba el abrigo a las piernas. Mis pies aplastaban la hierba endurecida.

—Aparte de la elección del sitio, ¿qué la lleva a pensar en un acto satánico?

—La postura del cuerpo.

—He visto las fotografías. No he observado nada diabólico.

—Es que…

—¿Qué?

Me lanzó una mirada de soslayo.

—Es usted un especialista, ¿verdad?

—Ya se lo he dicho. Crímenes rituales, asesinatos satánicos. Mi brigada trabaja directamente con el arzobispado de París.

Me pareció que recuperaba la calma.

—Antes de llamar a los gendarmes —dijo por lo bajo— cambié su postura.

—¿Perdón?

—No tenía elección. Usted no conoce la fama de Notre-Dame-de-Bienfaisance. Sus mártires. Sus milagros. La tenacidad de nuestros padres para defender el lugar, constantemente amenazado de destrucción. Nosotros…

—¿Cuál era la postura inicial?

La buena mujer volvió a dudar. Los copos de nieve revoloteaban alrededor de su rostro oscuro.

—Ella estaba tendida ahí —murmuró—, de espaldas al suelo, con las piernas abiertas.

Me incliné; el recinto y el río se extendían cien metros más abajo. De modo que el cadáver exhibía su vagina repleta de gusanos por encima del monasterio. Ahora entendía la «provocación». Satán, el príncipe rebelde, el ángel caído, queriendo siempre aplastar a la Iglesia bajo su poder y mancillarla.

—Marilyne, usted no me lo ha contado todo —dije, enderezándome—. El diablo nunca hace las cosas a medias. Había otra cosa. ¿Señales en la hierba? ¿Pentagramas? ¿Un mensaje?

Se acercó. Los elevados troncos de los pinos ululaban detrás de nosotros como tubos de un monstruoso órgano vegetal.

—Tiene razón —admitió—. Oculté un elemento. Después de todo, no era tan importante. Quiero decir, para la investigación. Pero para nuestra fundación era esencial. Cuando descubrí los despojos, comprendí inmediatamente que se trataba de un ataque satánico. Volví al monasterio a buscar unos guantes. Guantes de plástico, de los que se usan para lavar los platos. Desplacé el cuerpo para ocultar… en fin, su intimidad.

Imaginé la escena, el estado del cadáver. Esa mujer tenía agallas.

—Cuando le di la vuelta fue cuando vi la cosa.

—¿Qué cosa?

Me dirigió una nueva mirada oblicua. Dos canicas de plomo, propulsadas por una pistola de aire comprimido. Se persignó y soltó con rapidez:

—Un crucifijo. Dios, tenía un crucifijo hundido en la vagina.

Esta revelación casi me alivió. Pisábamos territorio conocido. Ese ultraje era un clásico de la profanación. Nada que ver con la locura única, delirante, del asesinato. Para puntualizar, añadí:

—Supongo que el crucifijo estaba cabeza abajo.

—¿Cómo lo sabe?

—No olvide que soy un experto.

Se persignó nuevamente. Iba a volver sobre mis pasos cuando el vértigo se apoderó de mí. Alguien, en alguna parte, me observaba en la penumbra. Una mirada cargada de ira que me produjo la sensación de un contacto nauseabundo. De golpe, me sentí completamente vulnerable. A la vez sucio y desnudado por esos ojos ardientes que no veía pero que me sondeaban como un hierro al rojo.

Una mano me atrapó.

—Cuidado. Se caerá.

Sorprendido, observé a Marilyne y luego escruté los pinos. Nada, por supuesto. Pregunté, con la voz alterada:

—Ese… ese crucifijo, ¿lo ha conservado?

Su mano desapareció en el abrigo. Colocó en la palma de mi mano un objeto envuelto en un trapo.

—Cójalo. Y váyase.

Marilyne me dio su número de móvil. «Por si acaso…» A cambio, le mostré el retrato de Luc; nunca lo había visto. Retomé la dirección de los pinos. A mis espaldas, me preguntó:

—¿Por qué nos abandonó?

Me detuve. La filipina me alcanzó.

—Usted me ha dicho que había estado en el seminario. ¿Por qué nos abandonó?

—No he abandonado a nadie. Mi fe está intacta.

—Necesitamos hombres como usted. En nuestras parroquias.

—Usted no me conoce.

—Pero es joven, íntegro. Nuestra religión está muriendo con mi generación.

—La fe cristiana no está asentada sobre una tradición oral que desaparece con los oficiantes.

—En este momento, es una comunidad de dentaduras postizas que castañetean en el vacío. Nuestros jóvenes toman otros caminos, escogen otros combates. Como usted.

Metí el crucifijo en el bolsillo.

—¿Quién le ha dicho que no se trata del mismo combate?

Marilyne retrocedió, turbada. La había hecho caer en su propia trampa: Dios contra Satán. Retomé mi camino sin volverme. No había sido más que una frase soltada sin pensar pero había dado en el blanco.

El cuerpo profanado de Sylvie no era una simple provocación.

Era una declaración de guerra.

32

Cuando llegué a Sartuis anochecía.

Esperaba una aldea típica del Jura, con granjas de muros entramados de madera y campanario de piedra. Sin embargo, era una de las llamadas «nuevas ciudades» hechas de hormigón. Una calle principal rectilínea cortaba limpiamente en dos el centro. La mayoría de los bloques eran talleres de relojería, cerrados desde hacía lustros; las agujas inmóviles de los relojes letreros, así lo atestiguaban.

«Sartuis —pensé—, la ciudad donde el tiempo se ha detenido.»

Conocía la historia de la zona. Desde principios del siglo XX, la región de Doubs había gozado de un desarrollo económico gracias a la relojería y a la mecanización. Todos los proyectos parecían posibles. Hasta el punto de que, en los años cincuenta, se construyó una ciudad como Sartuis. Pero habían errado el tiro. La competencia asiática y la revolución del cuarzo habían echado por tierra las grandes esperanzas de la zona.

Encontré la plaza principal, donde la arquitectura era más propia de la región. En consecuencia, antes de la fiebre de los relojes hubo un verdadero pueblo, con callejuelas, la iglesia, la plaza del mercado… Ni rastro de un hotel. La oscuridad y el silencio lo envolvían todo. Solo las farolas penetraban las tinieblas. Ningún escaparate, ningún faro les hacía eco. Esas manchas de luz eran peores que la noche y el frío. Los clavos del ataúd que se cerraba sobre mí.

Seguí conduciendo y pasé por la gendarmería. Pensé en Sarrazin. Iba a hacer lo necesario para impedir que arrastrara mis Sebago por allí. Tal vez comprobaría personalmente los hoteles.

Giré y volví hacia la plaza.

La iglesia estaba construida con bloques de granito y tenía un campanario cuadrado. Me escabullí por la callejuela adyacente a la muralla. En segundo plano había una construcción adosada al edificio, al fondo de un huerto bien rastrillado. Una rectoría a la antigua, con los muros cubiertos de hiedra y el techo de pizarra. Alineada con ella, otra construcción más reciente la prolongaba abriéndose sobre una cancha de baloncesto.

Aparqué, cogí mi bolsa y caminé hacia el portal. El cielo estaba luminoso y las estrellas se mostraban impasibles. Mis pasos crujían sobre la grava. Reinaba una absoluta soledad.

Toqué el timbre de la puerta del huerto y, sin esperar a que me abrieran, atravesé los cultivos mientras cerraba mi abrigo. Iba a llamar a la puerta pero se abrió bruscamente. Un atleta ya mayor estaba en el umbral: sesenta años, cabellos canos y ralos, con una camiseta Lacoste abombada en la barriga y un pantalón deformado de terciopelo. El rostro tenía una expresión de asombro contrariado. La mano derecha sostenía el pomo de la puerta; la izquierda una servilleta.

—¿El párroco?

El hombre asintió. Volví a utilizar la identidad de periodista. No me convenía asustarlo.

—Mucho gusto —replicó con una sonrisa de circunstancia—. Soy el padre Mariotte. Si es para una entrevista, venga mañana por la mañana a la parroquia. Yo…

—No, padre. Vengo simplemente a pedirle hospitalidad para esta noche.

La sonrisa desapareció.

—¿Hospitalidad?

—He visto sus dependencias.

—Es para mi equipo de fútbol. No hay nada preparado. Es…

—No busco comodidad.

Con disimulada perversidad añadí:

—Cuando estaba en el seminario se me dijo repetidas veces que un buen sacerdote deja siempre su puerta abierta.

—Usted…¿usted estuvo en el seminario?

—En Roma, durante los años noventa.

—Si es así, yo… pase.

Retrocedió para dejarme entrar.

—Con semejante nombre estaba seguro de que podría albergarme.

El sacerdote no pareció captar mi alusión a la cadena de hoteles americana. Era un cura a la antigua. El tipo de cura aislado del mundo que se ocupaba de sus fíeles, de su coro y de su equipo de fútbol aplicando a todos ellos el mismo rasero.

—Venga conmigo. —Entró en el pasillo—. Le advierto que es más bien rudimentario.

Al cruzar el comedor no pudo evitar un gruñido al ver la cena, que se enfriaba. Después de unos pasos, manipuló un pesado llavero que colgaba de su cinturón y abrió una puerta de roble para luego hacer lo mismo con otra metálica en la que colgaba un letrero:
CORTAFUEGO
.

Mariotte encendió un tubo fluorescente y después avanzó con paso firme. En el pasillo observé a la derecha las duchas comunes, de donde emanaba un fuerte olor a lejía y, en el fondo, una puerta acristalada que debía de dar a la cancha de baloncesto.

Entró en la habitación de la izquierda y accionó el interruptor. Vislumbré dos hileras de cinco camas, frente a frente. Cada una estaba rodeada por una cortina que colgaba de un marco. La habitación me hizo pensar en una fila de cabinas en un día de elecciones.

—Es perfecto —dije entusiasmado.

—No es muy exigente —farfulló Mariotte.

Corrió una de las cortinas y apareció una cama cubierta por un plumón amarillo. Un crucifijo de madera colgaba de la pared. No podría haber imaginado mejor escondrijo. Silencio, simplicidad, discreción.

El sacerdote batió palmas enérgicamente.

—Bueno, póngase cómodo. La puerta acristalada del fondo está abierta siempre. Si quiere salir, es muy práctica. En cuanto a mí, yo…

Se interrumpió en plena frase, comprendiendo la situación. Con poco entusiasmo, me propuso:

—¿Quizá le apetece compartir mi cena?

—Será un placer.

En el pasillo, observé una celda de contrachapado oscuro, separada en dos compartimientos.

—¿Es un confesionario?

—Ha acertado.

—¿La iglesia no tiene uno?

—Este es para casos de urgencia.

—¿Qué urgencias?

—Si alguien siente una necesidad, digamos, irreprimible de confesarse, entra por la puerta del fondo y llama. Y yo vengo a escucharlo. —En tono mordaz añadió—: Como usted ha dicho: un buen sacerdote tiene siempre la puerta abierta.

—¿Tan creyente es la gente de por aquí?

Hizo un gesto vago y siguió caminando a marchas forzadas.

—¿Viene o no?

En el comedor, Mariotte cogió la olla de encima de la mesa.

—Se ha enfriado, evidentemente.

—¿No tiene un microondas?

Me fulminó con la mirada.

—¡También podría tener un lanzamisiles! Espéreme. Volveré a calentar esto a fuego lento. Hay platos y cubiertos en el aparador.

Puse un cubierto para mí. Saboreé la atmósfera de la casa. El olor a madera encerada se mezclaba con los aromas de la comida. Una caldera ronroneaba en un rincón de la habitación. De los muros solo colgaban un crucifijo y un calendario con una imagen de la Virgen María. Todo era sencillo, natural y, sin embargo, ese bienestar parecía ser fruto de un minucioso cuidado.

—Pruebe esto —me ofreció Mariotte, posando otra vez la olla sobre la mesa—. Pasta con codorniz y setas. ¡Especialidad de la casa!

Había recobrado el buen humor. Lo observé mejor: en su rostro rosado, destacaban unos ojos claros, amistosos, circundados por numerosas pequeñas arrugas. Sus cabellos ralos, que no cesaba de echar hacia atrás, eran como un trozo de gasa blanca colocada en medio de la cabeza.

—El secreto —cuchicheó— es el coriandro. Unos pellizcos en el último momento y…
¡chas!
¡El resto de los sabores aparecen inmediatamente!

Llenó los platos con precaución, como un ladrón que reparte las joyas del botín. Pasamos unos minutos en silencio, ocupados solo en saborear la comida. La pasta estaba deliciosa. El gusto a centeno, la acidez de las setas, la frescura de las hierbas, creaban alianzas contrastadas, como una amargura gozosa.

Por fin, el sacerdote volvió a tomar la palabra para comentar ordenadamente cuestiones generales. Su parroquia que agonizaba, la ciudad moribunda, el invierno que se anunciaba precoz. Su acento no daba lugar a error: cortaba las frases a golpe de consonantes guturales. Pero un detalle le preocupaba.

—¿Tiene los neumáticos adecuados para el coche? Debe tenerlo en cuenta.

Asentí, con la boca llena.

—Contacto. —Blandió el tenedor—. ¡Necesita neumáticos de contacto!

Con los quesos, se explayó sobre otro de sus tópicos favoritos: el bienestar de los jóvenes a través del deporte. Aproveché una pausa —entre el roquefort y el bleu de Bresse—, para pasar a hablar de mi «reportaje». Sylvie Simonis.

—Apenas la conocía —respondió Mariotte, evasivamente.

—¿No asistía a misa?

—Claro que sí.

—¿Era practicante?

—Demasiado.

—¿Cómo que demasiado?

Mariotte se limpió la boca, y bebió un trago de vino tinto. Seguía sonriendo pero sentía que, en su interior, había una tensión oculta.

—Al límite del fanatismo. Creía en el regreso a los orígenes.

—¿Como la misa en latín? ¿Ese tipo de tradiciones?

—Según ella, ¡preferiblemente en griego!

—¿En griego?

—¡Tal como se lo digo, muchacho! Le apasionaban los primeros siglos de la era cristiana. Los balbuceos de nuestra Iglesia. Veneraba a oscuros santos y mártires. ¡Yo ni siquiera sabía esos nombres!

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