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Authors: Charles Bukowski

Tags: #Erótico, Humor, Relato

Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones (9 page)

Al día siguiente telefoneé a la oficina. La chica del teléfono lloraba.

—Intentamos localizarte anoche, Bukowski, pero nadie sabía tu dirección. Es terrible. Se acabó. No hay nada que hacer. El teléfono sigue sonando. Estoy sola aquí. Celebraremos una reunión todo el personal el martes próximo por la noche para intentar seguir con el periódico. Pero Hyans se lo llevó todo: todos los ejemplares, la lista de direcciones y la máquina IBM que no le pertenecía. Nos hemos quedado limpios. No queda nada.

Oh qué voz más dulce se te pone, niña, una voz dulce y triste, me gustaría follarte, pensé.

—Estamos pensando empezar un periódico hippie. El underground está muerto. Por favor, vete el martes por la noche a casa de Lonny.

—Procuraré ir —dije, sabiendo que no iría. Así que allí estaba... casi dos años. Había terminado. Había ganado la policía, había ganado la ciudad, había ganado el gobierno, la decencia reinaba de nuevo en las calles. Quizá los policías dejarían de ponerme multas siempre que veían mi coche. Y Cleaver no nos enviaría ya notitas desde su escondite. Y siempre podías comprar
Los Angeles Times
en cualquier parte. Por Dios y por la Madre Celestial, qué triste es la vida.

Pero le di a la chica mi dirección y mi teléfono, pensando que podríamos hacer algo de provecho. (Harriet, nunca viniste.)

Pero Barney Palmer, el escritor político, sí vino. Le dejé entrar y abrí unas cervezas.

—Hyans —dijo—, se puso el revólver en la boca y apretó el gatillo.

—¿
Y
qué pasó?

—Se encasquilló. Así que vendió el revólver.

—Podía haberlo intentado otra vez.

—Hace falta mucho coraje para intentarlo una.

—Tienes razón. Perdona. Tengo una resaca tremenda.

—¿Quieres saber lo que pasó?

—Claro. También es mi suerte.

—Bueno, fue el martes por la noche, estábamos intentando preparar el periódico. Teníamos tu columna y gracias a Dios era larga, porque andábamos escasos de material. Nos faltaban páginas. Apareció Hyans, con los ojos vidriosos, borracho. El y Cherry habían roto otra vez.

—Uf.

—Sí. En fin, no teníamos material para cubrir todas las páginas. Y Hyans seguía estorbando y metiéndose en medio. Por fin se fue arriba y se tumbó en el sofá y se quedó traspuesto. En cuanto se fue, el periódico empezó a encajar. Conseguimos terminarlo y nos quedaban cuarenta y cinco minutos para la imprenta. Dije que lo bajaría yo a la imprenta. ¿Sabes lo que pasó entonces?

—Se despertó Hyans.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque soy así.

—Bueno, insistió en llevarlo a la imprenta él mismo. Metió el material en el coche, pero no fue a la imprenta. Al día siguiente llegamos y encontramos la nota que dejó, y el local limpio: la IBM, la lista de direcciones, todo...

—Ya me enteré. Bueno, enfoquémoslo así: él empezó este maldito asunto, así que tenía derecho a terminar con él.

—Pero la máquina IBM no era suya. Podría verse en un lío por eso.

—Hyans está acostumbrado a los líos. Le encantan. Está chiflado. Si le oyeras llorar...

—Pero qué me dices de la otra gente, Buk, los de veinticinco dólares semanales que lo dieron todo para que el periódico siguiera. Los de suelas de cartón en los zapatos. Los que dormían en el suelo.

—A los pequeños siempre les dan por el culo, Palmer. Así es la historia.

—Pareces Mongo.

—Mongo suele tener razón, aunque sea un hijoputa.

Hablamos un poco más. Luego se acabó todo.

Aquella noche cuando estaba trabajando vino a verme un gran gatazo negro.

—Oye, hermano, oí que tu periódico cerró.

—Así es, hermano, pero, ¿dónde lo oíste?

—Está en
Los Angeles Times,
primera página de la sección segunda. Supongo que están celebrándolo.

—Supongo que sí.

—Nos gustaba tu periódico, amigo. Y también tu columna. Un buen material, sí señor.

—Gracias, hermano.

A la hora de comer (diez y veinticuatro), salí y compré el
Los Angeles Times.
Me lo llevé al bar de enfrente, pedí una jarra de cerveza de a dólar, encendí un puro y fui a sentarme en una mesa bajo una luz:

OPEN PUSSY EN LA BANCARROTA.

Open Pussy,
el periódico underground número dos de Los Angeles, deja de publicarse, según declararon sus directores el martes. El periódico cumpliría dentro de diez semanas su segundo aniversario.

Cuantiosas deudas, problemas de distribución y una multa de mil dólares consecuencia de un proceso por obscenidad en octubre, contribuyeron a la ruina de esta publicación semanal, según Mike Engel, el director ejecutivo. Éste situó la circulación última del periódico en veinte mil ejemplares.

Pero Engel y los demás miembros del equipo editorial dijeron también que creían que
Open Pussy
podría haber seguido publicándose y que su cierre fue decisión de Joe Hyans, su propietario-director jefe, de treinta y cinco años.

Cuando los miembros del equipo de redacción llegaron a la oficina del periódico, Avenida Melrose 4369, el miércoles por la mañana, encontraron una nota de Hyans que decía, entre otras cosas:

«El periódico ha cumplido ya su objetivo artístico. Políticamente no fue nunca demasiado eficaz, en realidad. Lo que ha aparecido en sus páginas últimamente no significa ningún avance sobre lo que imprimíamos hace un año.

»Como artista, debo abandonar un trabajo que no progresa... aunque sea un trabajo que haya hecho con mis propias manos y aunque esté dando pasta (dinero).
»

Terminé la jarra de cerveza y fui a mi trabajo de funcionario del gobierno...

Unos días después encontré una nota en el buzón:

Lunes, 10:45 de la noche

Hank:

Encontré en mi buzón esta mañana una nota de Cherry Hyans. (Estuve fuera todo el día y la noche del domingo.) Dice que tiene los chicos y está enferma y pasando muchos apuros en Calle Douglas... No puedo localizar Douglas en este jodido plano, pero quería que supieras de esta nota.

Barney.

Unos dos días después sonó el teléfono. No era una mujer salida que no podía más. No. Era Barney.

—Oye, Joe Hyans está en la ciudad.

—También estamos tú y yo —dije.

—Joe ha vuelto con Cherry.

—¿Sí?

—Van a trasladarse a San Francisco.

—Deben hacerlo.

—Lo del periódico hippie fracasó.

—Sí. Siento no haber podido ir. Me emborraché.

—No te preocupes. Pero escucha, ahora estoy escribiendo un encargo. En cuanto acabe, quiero hablar contigo.

—¿Para qué?

—He conseguido un socio con cincuenta de los grandes.

—¿Cincuenta de los grandes?

—Sí. Dinero de verdad. Quiere hacerlo. Quiere empezar otro periódico.

—Tenme informado, Barney. Siempre me caíste simpático. ¿Recuerdas aquella vez que empezamos a beber en mi casa a las cuatro de la tarde, hablamos toda la noche y no terminamos hasta las once de la mañana siguiente?

—Sí. Fue una noche tremenda. A pesar de lo viejo que eres, tumbas a cualquiera bebiendo.

—Sí.

—Bueno, cuando termine de escribir esto, ya te informaré.

—Sí. Tenme informado, Barney.

—Lo haré. Entretanto, aguanta firme.

—Claro.

Entré en el cagadero, solté una hermosa mierdacerveza. Luego me fui a la cama, me hice una paja y me dormí.

EL DÍA QUE HABLAMOS DE JAMES THURBER

O estaba de mala suerte, o se me había terminado el talento. Creo que fue Huxley, o uno de sus personajes, quien dijo en
Contrapunto:
«A los veinticinco años, cualquiera puede ser un genio. A los cincuenta, cuesta bastante trabajo». En fin, yo tenía cuarenta y nueve, que no son cincuenta, faltan unos meses. Mis perspectivas no eran nada alentadoras. Había publicado hacía poco un librito de poemas:
El cielo es el mayor de todos los coños,
por el que había recibido cien dólares cuatro meses antes, y que había pasado a ser ejemplar de coleccionista, valorado en veinticinco dólares en las listas de los traficantes de libros raros. Ni siquiera tenía un ejemplar de mi propio libro. Me lo había robado un amigo estando yo borracho. ¿Un amigo?

La suerte me era adversa. Me conocían Genet, Henry Miller, Picasso, etc., etc., y ni siquiera podía conseguir trabajo como lavaplatos. Probé en un sitio pero sólo duré una noche con mi botella de vino. Una señora gorda y grande, una de las propietarias, proclamó: «¡Este hombre no sabe lavar platos!». Luego me enseñó que había que poner primero los platos en una parte de la fregadera (donde había una especie de ácido) y luego trasladarlos a la otra parte, donde había agua y jabón. Me despidieron aquella noche. Pero, de todos modos, conseguí liquidar dos botellas de vino y zamparme media pata de cordero que habían dejado justo detrás de mí.

Era, en cierto modo, aterrador terminar siendo un cero a la izquierda, pero lo que más me dolía era que había una hija mía de cinco años en San Francisco, la única persona que quería en el mundo, que tenía necesidad de mí, y de zapatos y vestidos y comida y amor y cartas y juguetes y una visita de vez en cuando.

Me vi obligado a vivir con cierto gran poeta francés que estaba por entonces en Venice, California, y el tipo era ambidextro... quiero decir que se jodía a hombres y a mujeres y le jodían hombres y mujeres. Era agradable y hablaba con gracia y con inteligencia. Tenía además una peluca pequeña que se le escurría siempre, y andaba colocándosela continuamente mientras hablaba contigo. Hablaba siete idiomas, pero si estaba yo, tenía que hablar inglés. Y hablaba todos esos idiomas como si fuesen su lengua materna.

—No te preocupes, Bukowski —me decía sonriendo—. ¡Yo me
cuidaré
de ti!

Tenía una polla de veinticinco centímetros, sin empalmar, y había aparecido en algunos de los periódicos underground al llegar a Venice, con noticias de él y comentarios sobre sus virtudes como poeta (uno de los comentarios lo había escrito yo), pero algunos de los periódicos underground habían publicado la foto del gran poeta francés... desnudo. Medía más o menos uno cincuenta de altura y tenía pelo por todo el pecho y los brazos. Tenía pelo desde el cuello a las bolas (negro, rizado, apestoso) y allí en medio de la foto aparecía su monstruoso chisme colgando, con la
cabeza
redonda, grueso: una polla de toro en un muñequito mal hecho.

Frenchy era uno de los grandes poetas del siglo. Lo único que hacía era andar por allí sentado y escribir sus mierdosos poemitas inmortales y tenía dos o tres mecenas que le mandaban dinero. Así cualquiera: polla inmortal, poemas inmortales. Conocía a Corso, a Burroughs, a Ginsberg, la tira. Conocía a todo aquel primer grupo del hotel que vivían juntos, empeñaban juntos, jodían juntos y creaban separadamente. Se había encontrado incluso a Miró y a Hem bajando por la avenida, Miró llevaba los guantes de boxeo de Hem cuando ambos iban hacia el campo de batalla donde esperaba Hemingway para arrearle una paliza a alguien. Por supuesto, se conocían todos y pararon un momento a soltar un poquito de inteligente mierda dialogal.

El inmortal poeta francés había visto a Burroughs arrastrarse por el suelo «borracho perdido» en casa de B.

—Me lo recuerdas, Bukowski. No hay fachada. Bebe hasta que cae, hasta que se le ponen los ojos vidriosos. Y aquella noche se arrastraba por la alfombra demasiado borracho para incorporarse y me miró y me dijo: «¡Me jodieron, me emborracharon! Firmé el contrato. ¡Vendí los derechos cinematográficos de
Almuerzo desnudo
por quinientos dólares! ¡Mierda, ahora ya es demasiado tarde!».

Por supuesto, Burroughs tuvo suerte: la opción caducó y ganó quinientos dólares. A mí me emborracharon y me sacaron una mierda mía a cincuenta dólares la opción por dos años, y aún me quedan por sudar dieciocho meses. Cazaron a Nelson Algren del mismo modo con
El hombre del brazo de oro;
millones para ellos y para Algren cáscaras de cacahuetes. Se emborrachó y no leyó la letra pequeña.

También me la jugaron con los derechos cinematográficos de
Notas de un viejo asqueroso.
Yo estaba borracho y me trajeron aquel chochito de dieciocho años con minifalda hasta las caderas, tacones altos y largas medias: llevaba dos años sin poder llevarme nada a la boca. Comprometí mi vida. Y probablemente podría haber entrado por aquella vagina con un camión de cuatro ejes. En realidad, no pude comprobarlo siquiera.

Así estaba yo, pues, absolutamente liquidado, sin suerte ni talento, incapaz de conseguir un trabajo ni de repartidor de periódicos, portero, lavaplatos, y el poeta francés inmortal siempre tenía algún asunto en su casa, jovencitos y jovencitas llamando siempre a su puerta. ¡Y un apartamento tan limpio! Parecía que nadie hubiese cagado nunca en aquel water. Los mosaicos brillaban blancos y pulidos, y había aquellas alfombritas gordas y blandas por todas partes. Sofás nuevos, sillones nuevos. Una nevera que brillaba como un diente inmenso y majestuoso al que hubiesen lavado y cepillado hasta hacerle llorar. Todo, todo adornado con la delicadeza de ningún dolor, ninguna preocupación, ningún mundo fuera de allí. Por otra parte, todos sabían qué decir y qué hacer y cómo actuar, era el código, discretamente y sin ruidos: dar por el culo, chuparla, meter el dedo y todo lo demás. Se admitían hombres, mujeres y niños. Y muchachos.

Y allí estaba el Gran C. El gran H. y Hash. Mary. Todos. Era un arte que se hacía con calma, todos sonreían corteses, suaves, esperando, luego haciendo. Se iban, volvían de nuevo.

Había incluso whisky, cerveza, vino para tipos como yo... cigarros y la estupidez del pasado.

El inmortal poeta francés seguía y seguía con sus diversas cosas. Se levantaba temprano y hacía varios ejercicios de yoga. Y luego se dedicaba a contemplarse en el espejo de cuerpo entero, frotándose su poquito de sudor, y luego, estiraba la mano y acariciaba su inmensa polla, sus huevos; dejaba la polla y los huevos para el final, los alzaba, los palpaba, luego los dejaba caer: PLUNK.

Y entonces yo entraba en el baño y vomitaba. Salía.

—¿No habrás ensuciado el suelo, eh Bukowski?

No me preguntaba si estaba muriéndome. Sólo le preocupaba tener limpio el suelo del baño.

—No, André, deposité todo el vómito en los canales adecuados.

—¡Buen chico!

Luego, por exhibirse, sabiendo que yo estaba peor que diez infiernos, se dirigía al rincón, se plantaba de cabeza con sus jodidas bermudas, cruzaba las piernas, me miraba al revés y decía:

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