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Authors: Charles Bukowski

Tags: #Erótico, Humor, Relato

Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones (10 page)

—Oye, Bukowski, si te mantuvieses sereno un día y te pusieses un smoking, te aseguro una cosa: no tendrías más que entrar así vestido en un sitio y todas las mujeres se desmayarían.

—No lo dudo.

Luego hizo un pequeño floreo y aterrizó de pie:

—¿Te apetece desayunar?

—André, llevo treinta y dos años sin que me apetezca desayunar.

Luego sonaba una llamadita en la puerta, muy leve, tan
delicada
que parecía como si fuese un pajarillo que llamase con un ala, en plena agonía, a pedir un traguito de agua.

Solían ser dos o tres jóvenes, sexo masculino, mierdosas barbas pajizas.

Predominaban
los hombres, aunque de vez en cuando aparecía una jovencita, absolutamente deliciosa, y a mí siempre me fastidiaba irme cuando era una chica. Pero
él
tenía casi treinta centímetros
sin erección
más la inmortalidad. Así que yo siempre sabía cuál era mi papel.

—Oye, André, no se me quita este dolor de cabeza... creo que voy a salir a dar una vuelta por la playa.

—¡Oh, no, Charles! ¡No hay ninguna
necesidad
!

Y antes incluso de que yo llegase a la puerta, si miraba hacia atrás furtivamente, la chica le había abierto ya la bragueta a André, o si las bermudas no tenían bragueta, allí estaban en el suelo, rodeando sus tobillos franceses, y la tipa agarrando aquello casi treinta centímetros sin erección para ver de lo que era capaz si la azuzaban un poco. Y André la tenía siempre desnuda ya hasta las caderas y escarbaba con el dedo buscando el agujero secreto en el hueco que quedaba entre sus apretadas bragas color rosa impecablemente lavadas. Y siempre había algo para el dedo: el ojo del culo
aparentemente
nuevo y melodramático o si, siendo como era un maestro, podía deslizarse alrededor y a través de la apretada y lavada tela rosa, hacia arriba, allá se iba, a preparar aquel coño que sólo había tenido dieciocho horas de descanso.

Y yo siempre tenía que darme aquel paseo por la playa. Como era tan temprano no tenía que contemplar aquella gigantesca extensión de humanidad desperdiciada, codo con codo, trozos de carne que croaban y parloteaban, tumores de Frogs. No tenía que verles caminar ni haraganear por allí con sus cuerpos horribles y sus vidas vendidas (sin ojos, ni voces, sin nada, y sin saberlo), aquella mierda, aquella basura, el olor a lo largo del paseo.

Pero por las mañanas temprano no era tan malo, sobre todo en los días de trabajo. Todo me pertenecía, hasta las feísimas gaviotas (que se hacían más feas cuando empezaban a desaparecer las bolsas y las migajas y desperdicios, hacia el jueves o el viernes) pues esto era para ellas el final de la Vida. No tenían medio de saber que el sábado y el domingo la gente estaría de vuelta con sus perros calientes y sus diversos bocadillos y emparedados. En fin, pensaba yo, quizá las gaviotas estén peor que yo. Quizás.

André aceptó un buen día una oferta para ir a hacer una lectura de poemas a un sitio, no recuerdo cuál (Chicago, Nueva York, San Francisco, no sé), y se fue y yo me quedé allí en aquella casa solo. Tenía la oportunidad de utilizar la máquina de escribir. Poco bueno salió de aquella máquina. André era capaz de hacer que aquel chisme funcionase casi perfectamente. Era extraño que él fuese tan gran escritor y yo no. No parecía que hubiese
tanta
diferencia entre nosotros. Pero la había: él sabía cómo colocar una palabra tras otra. Y cuando yo me senté delante de aquella hoja en blanco simplemente me quedé allí sentado y la hoja me
miró.
Cada hombre tiene sus diversos infiernos, pero yo llevaba una ventaja de tres largos a todos los demás.

Así que bebía más y más vino y esperaba la noche. André se había ido hacía un par de días cuando una mañana sobre las diez y media alguien llamó a la puerta. Yo dije «un momento», entré en el baño, vomité, me lavé la boca. Me puse unos pantalones cortos y luego me eché encima una de las túnicas de seda de André. Abrí la puerta.

Eran un chico y una chica. Ella llevaba una falda muy corta y tacones altos y las medias de nylon le subían casi hasta el culo. El chico era sólo un chico, joven, una especie de tipo Buquet Cachemira: jersey blanco de manga corta, delgado, la boca abierta, las manos a los lados un poco separadas, como si estuviese a punto de despegar y salir volando.

—¿André? —preguntó la chica.

—No. Soy Hank. Charles. Bukowski.

—¿Bromeas, verdad André? —preguntó la chica.

—Sí. Soy una broma —contesté.

Llovía un poco allí fuera. Ellos seguían bajo la lluvia.

—Bueno, en fin, entrad, que llueve.

—¡Tú
eres
André! —dijo la zorra—. Te
reconozco,
esa cara de anciano... ¡como de doscientos años!

—Bueno, bueno —dije—. Adelante. Soy André.

Traían dos botellas de vino. Fui a la cocina a por el sacacorchos y los vasos. Serví tres vinos. Y allí me planté de pie a beber mi vino, mirando todo lo posible aquellas piernas, cuando el tipo se abalanzó sobre mí, me abrió la bragueta y empezó a chupármela.

Hacía mucho ruido con la boca. Le di unas palmaditas en la nuca y luego le pregunté a la chica:

—¿Cómo te llamas?

—Wendy —dijo—, y he admirado siempre tu poesía, André. Creo que eres uno de los poetas más grandes del mundo.

El chico seguía con lo suyo, chupando y sorbiendo, y cabeceando como una máquina descompuesta.

—¿Uno de los más grandes? —pregunté—. ¿Quiénes son los otros?

—El otro —dijo Wendy—. Ezra Pound.

—Ezra siempre me aburrió —dije.

—¿De veras?

—De veras. Trabaja demasiado las cosas. Es demasiado serio, demasiado sabio y en último término no es más que un torpe artesano.

—¿Por qué firmas tus obras simplemente «André»?

—Porque me gusta.

Por entonces, el tipo estaba culminando ya su tarea. Agarré su cabeza, la empujé hacia mí, descargué.

Luego me subí la cremallera y serví otros tres vinos.

Seguimos simplemente allí sentados, hablando y bebiendo. No sé cuánto duró el asunto. Wendy tenía unas piernas maravillosas y unos tobillos finos y torneados que giraba constantemente como si tuviese fuego debajo o algo así.
Conocían
su literatura. Hablamos de varias cosas. Sherwood Anderson...
Wines-burg, todo ese rollo.
Dos. Camus. Los Granecs, los Dickeys, las Bronté; Balzac, Thurber, etc., etc..

Terminamos los vinos y busqué más material en la nevera. Seguimos con aquello. Luego, no sé. Creo que perdí el control y empecé a meterle la mano por debajo de la falda, lo que no era mucho camino a recorrer. Vi un poco de enagua y bragas. Luego arranqué el vestido por la parte superior, arranqué el sostén. Agarré una teta. Agarré una teta. Era gorda. La besé y la chupé. Luego la retorcí con la mano hasta que ella chilló, y cuando lo hizo puse mi boca sobre la suya, ahogando los chillidos.

Rasgué por completo el vestido: nylon, piernas, rodillas, carne de nylon. Y la levanté de la silla y le quité aquellas mierdosas bragas y se la metí.

—André —dijo—.
Oh,
André.

Miré por encima del hombro de la chica y el tipo nos miraba meneándosela en su sillón.

Estábamos de pie, pero nos movíamos por toda la habitación. Chocamos con las sillas, rompimos lámparas. En determinado momento, la eché encima de la mesita del café, pero sentí que las patas cedían bajo el peso de ambos, así que volví a levantarla antes de que aplastáramos la mesa contra el suelo.

—¡Oh
André
!

Luego se estremeció toda ella una vez, luego volvió a estremecerse, como si estuviera en un altar de sacrificios. Luego, sabiendo que ella estaba debilitada y sin control de sí misma, de su propio yo, simplemente le metí todo el chisme como si fuese un gancho, lo mantuve quieto, la colgué allí como una especie de disparatado pez atravesado para siempre. En medio siglo había aprendido unos cuantos trucos. Ella perdió la conciencia. Luego me eché hacia atrás y la taladré, la taladré, la taladré, mientras ella cabeceaba como una muñeca descompuesta, y se corrió otra vez justo cuando yo, y cuando nos corrimos estuve a punto de morir. Los dos estuvimos a punto de morir.

Para levantar a alguien así, su tamaño debe guardar cierta relación con el tuyo. Recuerdo que una vez estuve a punto de morir en Detroit en la habitación de un hotel. Intenté hacerlo, pero no funcionó. Quiero decir que ella alzó las piernas del suelo y me enroscó con ellas. Lo cual significaba que yo sostenía a dos personas con dos piernas. Eso es malo. Quise dejarlo. La sostenía sólo con dos cosas: mis manos debajo de su culo y mi polla.

Pero ella seguía diciendo:

—¡Dios mío, que piernas tan soberbias tienes! ¡Qué piernas tan fuertes, tan poderosas, tan bellas!

Es cierto. El resto de mi persona es mierda mayormente, incluyendo el cerebro y todo lo demás. Pero alguien ha colocado unas inmensas y poderosas piernas en mi cuerpo. No es broma. De cualquier modo estuve a punto de morir (con el polvo del hotel de Detroit). Debido al equilibrio, el movimiento de la polla hacia delante y hacia atrás, entrando y saliendo, exige en esa posición un ajuste muy especial. Sostienes el peso de dos cuerpos. El movimiento debe transferirse en consecuencia, todo él, a la espina dorsal. Es una maniobra dura y peligrosa. Por fin nos corrimos los dos y yo simplemente la tiré en algún sitio. Me la quité de encima.

Pero con la de casa de André, ella mantuvo los pies en el suelo, y eso me permitió hacer trucos: girar, arponear, reducir, acelerar, etc.

Por fin terminé con ella. Yo estaba en mala posición... los calzoncillos y los pantalones cortos allí abajo alrededor de mis zapatos. Simplemente dejé que Wendy se separara. No sé dónde demonios se cayó, ni me preocupó. Pero cuando me agachaba para subirme los calzoncillos y los pantalones, el tipo, se levantó, se acercó y me metió el dedo medio de la mano derecha recto por el culo. Lancé un grito, me volví y le aticé en la boca. Salió por el aire.

Luego, me puse los calzoncillos y los pantalones y me senté en un sillón, a beber vino y cerveza, resplandeciente, sin decir nada. Finalmente, ellos se repusieron.

—Buenas noches, André —dijo él.

—Buenas noches, André —dijo ella.

—Tened cuidado con las escaleras —dije—, se ponen muy resbaladizas con la lluvia.

—Gracias, André —dijo él.

—Ya tendremos cuidado, André —dijo ella.

—¡Amor! —dije yo.

—¡Amor! —contestaron ambos al unísono.

Cerré la puerta. ¡Dios mío, era delicioso ser un poeta francés inmortal!

Fui a la cocina, cogí una buena botella de vino francés, unas anchoas y unas aceitunas rellenas. Lo saqué todo y lo coloqué en la mesita de café.

Me serví un buen vaso de vino. Luego me acerqué a la ventana que dominaba el mundo y el océano. Aquel mar era delicioso: seguía haciendo lo que estaba haciendo. Terminé aquel vino, tomé otro, comí un poco y luego me sentí cansado. Me quité la ropa y me espatarré en mitad de la cama de André. Me tiré un pedo, miré hacia el sol que brillaba fuera, escuché el rumor del mar.

—Gracias, André —dije—. Después de todo, eres un buen tío.

Y mi talento aún no estaba liquidado.

CUANTOS CHOCHOS QUERAMOS

Harry y Duke. La botella en medio, un hotel barato del centro de Los Angeles. Noche de sábado en una de las ciudades más crueles del mundo. La cara de Harry era completamente redonda y estúpida con sólo una puntita de nariz saliendo y unos ojos odiosos; en realidad, Harry resultaba odioso en cuanto le mirabas, así que no le mirabas. Duke era un poco más joven, buen oyente, sólo una levísima sonrisa cuando escuchaba. Le gustaba escuchar; la gente era su mayor espectáculo y no había que pagar entrada. Harry estaba parado y Duke era conserje. Los dos habían estado en chirona y volverían otra vez. Lo sabían. Daba igual.

De la botella faltaban dos tercios y había latas de cerveza vacías por el suelo. Liaban cigarrillos con la tranquila calma de los que han vivido vidas duras e imposibles antes de los treinta y cinco y siguen vivos. Sabían que todo era un cubo de mierda, pero se negaban a renunciar.

—Mira —dijo Harry, dando una calada al cigarro—, te escogí, amigo. Sé que puedo confiar en ti. Tú no te asustarás. Creo que tu coche sirve. Iremos a medias.

—Explícame el asunto —dijo Duke.

—No vas a creerlo.

—Explícamelo.

—Mira, hay oro allí, tirado en el suelo. Oro auténtico. Sólo hay que ir y cogerlo. Sé que parece una locura, pero está allí. Yo lo he visto.

—¿Y cuál es el problema?

—Bueno, es un terreno del Ejército, de la artillería. Bombardean todo el día y a veces de noche, ése es el problema. Hacen falta huevos. Pero el oro está allí. Puede que las bombas y los proyectiles lo desenterraran, no sé. Lo que sí sé es que de noche no suelen bombardear.

—Iremos de noche.

—De acuerdo. Y cogeremos el oro y lo sacaremos de allí. Seremos ricos. Tendremos cuantos chochos queramos. Piénsalo... cuantos chochos queramos.

—Parece buena idea.

—Si tiran, nos metemos en el primer agujero de bomba. No van a apuntar allí otra vez. Si dan en el blanco, se dan por satisfechos; si no, no van a dirigir el tiro siguiente al mismo sitio.

—Sí, claro, natural.

Harry sirvió más whisky.

—Pero hay otra pega.

—¿Sí?

—Allí hay serpientes. Por eso hacen falta dos hombres. Sé que eres bueno con el revólver. Mientras yo recojo el oro, tú te ocupas de las serpientes. Si aparecen, les vuelas la cabeza. Hay serpientes de cascabel. Creo que para esto eres el indicado.

—¿Por qué no? ¡Claro!

Siguieron fumando y bebiendo, sentados allí, pensándose el asunto.

—Tendremos oro —dijo Harry—. Tendremos mujeres.

—Sabes —dijo Duke— quizá los cañonazos desenterrasen un cofre de un tesoro antiguo.

—Sea lo que sea, lo cierto es que ahí hay oro.

Cavilaron un rato más.

—¿Y si —preguntó Duke— después de recogido el oro disparo contra ti?

—Bueno, tengo que correr ese riesgo.

—¿Te fías de mí?

—Yo no me fío de nadie.

Duke abrió otra cerveza, bebió otro trago.

—Mierda, ya no tienes por qué ir a trabajar el lunes, ¿verdad?

—Ya no.

—Yo ya me siento rico.

—Yo casi también.

—Todo lo que uno necesita es una oportunidad —dijo Duke—, después te tratan como a un señor.

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