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Authors: Charles Bukowski

Tags: #Erótico, Humor, Relato

Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones (18 page)

—¡Mierda! ¡Necesito un trago! —aullé.

Apareció Harvey con uno. Whisky puro. Lo vacié. ¿Por qué podía ser tan insensato el ronroneo de seres humanos hablando? Vi a una mujer que me habían presentado como la madre de la novia, que estaba ahora enseñando abundante pierna, no tenía mal aspecto, todo aquel largo nylon con los caros zapatos de tacón, más las pequeñas puntas enjoyadas abajo junto a los dedos. Podría haber puesto caliente a un tonto, y yo sólo era medio tonto.

Me levanté, me acerqué a la madre de la novia, le alcé la falda hasta los muslos, besé rápidamente sus lindas rodillas y empecé a subir, besando.

La luz de las velas ayudaba. Todo.

—¡Eh! —se despertó bruscamente—. ¿Qué demonios
hace?

—¡Menudo polvo voy a echarte! ¡Te vas a cagar de gusto! ¿Qué te parece?

Me empujó y caí hacía atrás sobre la alfombra. Luego, me vi tumbado de espaldas en el suelo, debatiéndome, intentando levantarme.

—¡Condenada amazona! —le grité.

Por último, tres o cuatro minutos después, logré levantarme. Alguien reía. Luego, sintiendo otra vez los pies asentados en el suelo, me dirigí a la cocina. Me serví un trago, me lo trinqué. Luego me serví otro y salí.

Allí estaban: todos los malditos parientes.

—¿Roy o Hollis? —pregunté—. ¿Por qué no abrís vuestro regalo de bodas?

—Claro —dijo Roy—, ¿por qué no?

El regalo estaba envuelto en cuarenta y cinco metros de papel de estaño. Roy estuvo un bueno rato desenvolviéndolo. Por fin, terminó.

—¡Feliz matrimonio! —grité.

Todos lo vieron. La habitación quedó en silencio.

Era un pequeño ataúd de artesanía, obra de uno de los mejores artesanos de España. Tenía incluso su fondo de fieltro rojo rosado. Era la reproducción exacta de un ataúd mayor, salvo que quizás estuviese hecho con más amor.

Roy me lanzó una mirada asesina, arrancó el folleto de instrucciones, en que explicaba qué había que hacer para conservar limpia la madera, lo metió dentro del ataúd y cerró la tapa.

Todos seguían callados. El único regalo no había tenido éxito. Pero pronto se recuperaron y empezaron otra vez a soltar chorradas.

Yo guardé silencio. En realidad, me había sentido muy orgulloso de mi pequeño ataúd. Me había pasado horas buscando un regalo. Había estado a punto de volverme loco. Luego lo había visto allí solo, en la estantería. Lo acaricié por fuera, lo volví, miré el interior. Era caro, pero había que pagar la perfecta artesanía. La madera. Las visagritas. Todo. Necesitaba también un pulverizador matahormigas. Encontré un Bandera Negra al fondo de la tienda. Las hormigas me habían hecho un hormiguero en casa, debajo de la puerta de entrada. Fui con aquello al mostrador. Había una chica joven, lo coloqué delante de ella, señalé el ataúd.

—¿Sabe usted lo que es esto?

—¿Qué?

—¡Esto es un ataúd!

Lo abrí y se lo enseñé.

—Esas hormigas están volviéndome loco. ¿Sabe usted lo que voy a hacer?

—¿Qué?

—Voy a matar a
todas
esas hormigas y a meterlas en este ataúd y a enterrarlas.

Se echó a reír.

—¡Lo mejor del día! —dijo.

Y es que ya no se puede uno burlar de los jóvenes; son de una especie totalmente superior. Pagué y salí de allí...

Pero ahora, en la boda, nadie se reía. Una olla a presión con una cinta roja les habría hecho felices. ¿O no?

Harvey, el magnate, finalmente, fue el más amable de todos. ¿Quizá porque podía permitirse ser amable? Recordé entonces algo que había leído, una cosa de los antiguos chinos:

«¿Preferirías ser rico o ser un artista?»

«Preferiría ser rico, pues según parece los artistas siempre han de sentarse a la entrada de las casas de los ricos.»

Eché un trago de la botella y no me preocupé más. En realidad, cuando volví en mí todo había terminado. Estaba en el asiento trasero de mi propio coche. Hollis conduciendo de nuevo, y de nuevo la barba de Roy flotando en mi cara. Eché otro trago de mi botella.

—Decidme, ¿tirasteis mi pequeño ataúd, amigos? ¡Os quiero mucho a los dos, y lo sabéis! ¿Por qué tirasteis mi pequeño ataúd?

—¡Vamos, Bukowski! ¡Aquí tienes tu ataúd!

Roy lo alzó hacia mí, lo echó hacia mí.

—¡Está bien, está bien!

—¿Lo quieres?

—¡No! ¡No! ¡Es mi regalo para vosotros! ¡Vuestro
único
regalo! ¡Quedáoslo! ¡Por favor!

—De acuerdo.

El resto del viaje fue bastante tranquilo. Yo vivía en una plazoleta cerca de Hollywood (por supuesto). Era difícil encontrar aparcamiento. Por fin dieron con un sitio a una media manzana de donde yo vivía. Aparcaron mi coche y me entregaron las llaves. Luego vi cómo cruzaban la calle hacia su propio coche. Les observé un momento, me volví camino de mi casa y cuando aún seguía observándoles y sujetando el resto de la botella de Harvey, se me enganchó el zapato en la pernera y caí al suelo. Como caí hacia atrás, de espaldas, el primer instinto fue proteger el resto de aquella excelente botella para que no se rompiera contra el cemento (como una madre con su niño), y al caer procuré hacerlo sobre los hombros manteniendo alzadas cabeza y botella. Salvé la botella, pero la cabeza chocó con la acera. ¡PAF!

Ambos se pararon y contemplaron mi caída. Quedé conmocionado, casi sin sentido, pero conseguí gritarles:

—¡Roy! ¡Hollis! ¡Ayudadme a llegar a la puerta de mi casa, por favor, me he hecho daño!

Se quedaron parados un momento, mirándome. Luego entraron en su coche, mirándome, encendieron el motor, dieron marcha atrás y, limpiamente, se alejaron.

Aquello era el pago por algo. ¿El ataúd? Fuera lo que fuera, el uso de mi coche, o yo como payaso y/o padrino... yo había dejado de ser útil. La especie humana me ha repugnado siempre. Y lo que les hacía repugnantes era, básicamente, la enfermedad relación-familia, que incluía matrimonio, intercambio de poder y ayuda, que como una llaga, una lepra, se convertía luego en tu vecino de la puerta de al lado, tu barrio, tu distrito, tu ciudad, tu condado, tu estado, tu nación... cada cual cogiendo el culo del otro en el panal de la supervivencia por pura estupidez y miedo animal.

Lo entendí todo allí, comprendí por qué me habían dejado, a pesar de mis súplicas.

Cinco minutos más, pensé. Si puedo seguir cinco minutos más aquí tumbado sin que me molesten, me levantaré y conseguiré llegar a casa, entrar. Era el último de los forajidos. No tenía nada que envidiar a Billy el Niño. Cinco minutos más. Dejadme que llegue hasta mi cueva. Me enmendaré. La próxima vez que me inviten a una de
sus
funciones, les diré dónde pueden meterse la invitación. Cinco minutos. No necesito más.

Pasaron dos mujeres, se volvieron y me miraron.

—¡Oh, mira! ¿Qué le pasará?

—Está borracho.

—No está enfermo, ¿verdad?

—Qué va, mira cómo agarra esa botella, como si fuese un niño de pecho.

Oh, mierda. Les grité:

—¡VOY A CHUPAROS LA VAGINA A LAS DOS! ¡OS DEJARÉ SECO EL COÑO!

—¡Oooooh!

Las dos salieron corriendo y se metieron en el alto edificio encristalado. Cruzaron la puerta de cristal. Yo estaba allí fuera en la calle sin poder levantarme, padrino de alguna cosa. Todo lo que tenía que hacer era llegar hasta mi casa: treinta metros de distancia, que eran como tres millones de años luz. A treinta metros de una puerta alquilada. Dos minutos más y podría levantarme. Cada vez que lo intentaba me sentía más fuerte. Un viejo borracho siempre lo conseguiría, si le daban suficiente tiempo. Un minuto. Un minuto más. Podría haberlo conseguido.

Entonces, aparecieron. Parte de la disparatada estructura familiar del mundo. Locos, en realidad, que jamás se preguntan lo que les mueve a hacer lo que hacen. Dejaron encendida su luz roja al aparcar. Luego salieron. Uno levaba una linterna.

—Bukowski —dijo el de la linterna—, siempre metido en líos, ¿eh?

Conocía mi nombre de alguna parte, de otros tiempos.

—Mira —dije—, resbalé. Me di en la cabeza. Yo nunca pierdo el sentido o la coherencia. No soy peligroso. ¿Por qué no me ayudáis, muchachos, a llegar a mi puerta? Está a treinta metros. Dejadme que me eche en la cama y la duerma. ¿No creéis, realmente, que sería lo más decente?

—Señor, dos damas informaron que usted intentó violarlas.

—Caballeros, yo
jamás
intentaría violar a dos damas al mismo tiempo.

Uno de los policías mantenía enfocada su estúpida linterna hacia mi cara. Esto debía darle una gran sensación de superioridad.

—¡Sólo treinta metros para la Libertad! ¿Es que no lo comprenden?

—Eres el peor comediante de la ciudad, Bukowski. Danos una excusa mejor.

—Bien, veamos... Esta cosa que veis aquí espatarrada en el suelo, es el producto final de una boda, una boda zen.

—¿Quieres decir que una mujer intentó realmente
casarse
contigo?

—No conmigo, gilipollas...

El de la linterna la acercó a mi nariz.

—Exigimos respeto a los funcionarios de policía.

—Lo lamento. Por un momento se me olvidó.

Me bajaba la sangre por el cuello y luego hacia y sobre la camisa. Me sentía muy cansado... De todo.

—Bukowski —dijo el que acababa de utilizar la linterna—, ¿es que nunca vas a dejar de meterte en líos?

—Basta de coñazo —dije yo—, vamos a la cárcel.

Me esposaron y me metieron en el asiento de atrás. La misma vieja y triste escena de siempre.

Fuimos despacio, hablando de diversas cosas, cosas posibles y cosas disparatadas... como de ampliar el porche delantero, instalar una piscina o hacer una habitación más en la parte trasera para la abuela. Y en cuanto a los deportes (eran hombres
auténticos
) los Dodgers aún tenían una oportunidad. Pese a la feroz competencia de los otros dos o tres equipos que estaban a su altura. Vuelta a la familia: si los Dodgers ganaban, ganaban ellos. Si un hombre aterrizaba en la luna,
ellos
aterrizaban en la luna. Pero que un hombre que se muera de hambre les pida unos centavos... ¿no tiene identificación? jódete. Comemierda. Quiero decir, cuando iban vestidos de paisano. Aún no se ha dado el caso de un muerto de hambre que haya ido a pedirle unos centavos a un
policía.
Las estadísticas son claras.

Y, sí, me hicieron pasar por el molino. Después de encontrarme a treinta metros de mi casa. Después de ser el único humano en una casa llena de cincuenta y nueve personas.

Allí estaba, una vez más, en la larga cola de los de algún modo culpables. Los jóvenes no sabían lo que se avecinaba. Estaban embaucados con ese artilugio llamado La Constitución y sus Derechos. Los policías jóvenes, tanto en la jaula de la ciudad como en la del condado, se entrenaban con los borrachos. Tenían que demostrar que valían. Metieron, estando yo mirando, a un tipo en el ascensor y le subieron y le bajaron, sube y baja, sube y baja; cuando salió, apenas sabías quién era o lo que había sido... un negro que exigía a gritos respeto por los Derechos Humanos. Luego cogieron a un blanco que gritaba algo sobre DERECHOS CONSTITUCIONALES; le cogieron cuatro o cinco, y le agarraron por los pies tan deprisa que apenas pudo moverse, y cuando le trajeron otra vez le apoyaron contra la pared y se quedó allí temblando, con todo el cuerpo lleno de cintarazos rojos, allí temblando y tiritando.

Me sacaron la foto otra vez. Otra vez las huellas dactilares.

Me bajaron a la celda de los borrachos, abrieron la puerta.

Después, sólo fue cuestión de buscar un cuadrado de suelo entre los ciento cincuenta hombres que había. Aquello era un orinal. Vómitos y meadas por todas partes. Encontré un sitio entre mis camaradas. Yo era Charles Bukowski, figuraba en los archivos literarios de la Universidad de California, Santa Bárbara. Alguien pensaba allí que yo era un genio. Me estiré sobre las tablas. Oí una voz infantil. La voz de un muchacho.

—¡Se la chupo por veinticinco centavos, señor!

En principio, te quitan todo, las monedas, los billetes, los carnets, las llaves, los cuchillos, etc., y además los cigarrillos, y luego te dan el recibo. Que pierdes o vendes o te roban. Pero aún así, allí siempre había dinero y cigarrillos.

—Lo siento amigo —le dije—, me quitaron hasta el último céntimo.

Cuatro horas después, conseguí dormir.

Allí.

Padrino en una boda zen, y apuesto que ellos, la novia y el novio, ni siquiera jodieron aquella noche. Claro que alguien acabó bien jodido.

LOS CRISTOS ESTÚPIDOS

tres hombres tenían que alzar la masa de goma y colocarla en la máquina y la máquina la fragmentaba en las diversas cosas para las que estaba prevista; la calentaba y la cortaba y luego la cagaba: pedales de bicicleta, gorros de baño, bolsas de agua caliente... tenías que mirar cómo metías aquello en la máquina porque si no te comía un brazo, y cuando estabas de resaca te preocupaba especialmente el que te dejara sin un brazo, les había pasado a dos tipos en los tres últimos años. Durbin y Peterson. a Durbin le pusieron en nómina... podías verle allí sentado con la manga colgando, a Peterson le dieron una escoba y una bayeta y limpiaba las letrinas, vaciaba los cubos de basura, colocaba el papel higiénico, etc., todos decían que era asombroso lo bien que hacía Peterson todas aquellas cosas sólo con un brazo.

las ocho horas estaban a punto de terminar. Dan Skorski ayudó a meter la última masa de goma, había trabajado las ocho horas con una de las peores resacas de su carrera: los minutos se le habían convertido en el trabajo en horas, los segundos habían sido minutos, siempre que alzabas los ojos, allí estaban sentados cinco tipos en la rotonda, siempre que alzabas la vista estaban allí aquellos diez OJOS mirándote.

Dan se volvió para ir a la estantería de las fichas cuando entró un hombre delgado que parecía un cigarro puro, cuando el cigarro caminaba, sus pies ni siquiera tocaban el suelo, el cigarro se llamaba señor Blackstone.

—¿dónde demonios va? —preguntó a Dan.

—fuera de aquí, ahí es adonde voy.

—HORAS EXTRAS —dijo el señor Blackstone.

—¿qué?

—lo que dije: HORAS EXTRAS, vamos, hay que sacar eso.

Dan miró, había por todas partes montones y montones de goma para las máquinas, y lo peor de las horas extras era que nunca podías saber cuándo terminaban, podían ser dos horas o cinco, nunca sabías, sólo te quedaba tiempo para volver a la cama, tumbarte, levantarte otra vez y empezar a meter aquella goma en las máquinas, y nunca terminabas, siempre había
más
goma,
más
pedidos,
más
máquinas, todo el edificio explotaba,
se corría,
soltando goma, montones de goma goma goma y los cinco tipos de la rotonda iban haciéndose más ricos y más ricos y más ricos.

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