Read Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones Online
Authors: Charles Bukowski
Tags: #Erótico, Humor, Relato
—También yo me alegro de verte, Roy.
Uno de aquellos grandes bichos lanudos y negros empezó a mordisquearme la pierna izquierda.
—¡Echa a tu perro, Harvey, cabrón, cuánto me alegro de verte! —grité.
—¡Aristóteles, vamos, BASTA ya!
Aristóteles se apartó, justo a tiempo.
Y.
Subimos y bajamos escaleras, con el salami, el pescado escabechado a la húngara, los camarones. Las colas de langosta. Los roscos de pan. Los culos de paloma troceados.
Cuando lo tuvimos todo allí, me senté y agarré una cerveza. Era el único que llevaba corbata. Era también el único que había comprado un regalo de boda. Lo escondí entre la pared y la pierna que Aristóteles había mordisqueado.
—Charles Bukowski...
Me levanté.
—Oh, Charles Bukowski.
—Uj juj.
Luego:
—Este es Marty.
—Hola, Marty.
—Y ésta es Elsie.
—Qué hay, Elsie.
—
¿De veras
—preguntó ella— rompes los muebles y las ventanas y te destrozas las manos y todo eso cuando te emborrachas?
—Uj juj.
—Pues eres un poco viejo para eso.
—Vamos, Elsie, déjate de historias...
—Y ésta es Tina.
—Hola, Tina.
Me senté.
¡Nombres! Había estado casado con mi primera mujer dos años y medio. Una noche vino gente. Le había dicho a mi mujer: «Ésta es Louie, la medio culo. Y ésta Marie, Reina de la Mamada Super Rápida, y éste Nick, el medio cojo». Luego me había vuelto a ellos y les había dicho: «Ésta es mi mujer... ésta es mi mujer... ésta es...» y por último tuve que mirarla y preguntarle: «¿CÓMO DEMONIOS TE LLAMAS EN REALIDAD?»,
—Barbara.
—Esta es Barbara —dije...
No había llegado el maestro zen. Seguí sentado, soplando cerveza.
Luego llegó
más
gente. Fueron subiendo las escaleras. Eran todos familia de Hollis. Parecía que Roy no tuviera familia. Pobre Roy. No había trabajado un solo día en toda su vida. Cogí otra cerveza.
Seguían subiendo las escaleras: ex presidiarios, estafadores, lisiados, traficantes de artículos diversos. Familia y amigos. A docenas. Ningún regalo de boda. Ninguna corbata.
Me retrepé en mi rincón.
Había uno que estaba bastante jodido. Tardó veinticinco minutos en subir la escalera. Tenía unas muletas hechas a medida, unos chismes que parecían muy fuertes, con tiras redondas para los brazos. Y varios agarraderos especiales. Aluminio y goma. Nada de madera para aquel chico. Me lo figuré: material acuoso o un mal paso. Había recibido la metralla en la vieja silla de barbería con la toalla de afeitar húmeda y caliente sobre la cara. Sólo que no le habían dado en los puntos vitales.
Había otros. Alguien que daba clase en la Universidad de California, Los Angeles. Otro que traficaba en mierda con los barcos de pesca chinos por puerto San Pedro.
Me presentaron a los mayores asesinos y traficantes del siglo.
Yo, bueno yo traficaba por ahí.
Luego se acercó Harvey.
—Bukowski, ¿te apetece un poco de whisky con agua?
—Claro, Harvey, claro.
Fuimos hacia la cocina.
—¿Para qué es la corbata?
—Es que tengo rota la parte de arriba de la cremallera de los pantalones. Y los calzoncillos son demasiado cortos. El final de la corbata cubre la pelambrera apestosa que va encima del pijo.
—Creo que eres el maestro máximo del relato corto moderno. Nadie se aproxima siquiera a ti.
—Claro, Harvey. ¿Dónde está el whisky?
Harvey me enseñó la botella de whisky.
—Yo siempre bebo de éste... desde que tú lo mencionas en tus relatos.
—Pero Harv, ya he cambiado de marca. Encontré uno mucho mejor.
—¿Cómo se llama?
—Que me condenen si me acuerdo.
Busqué un vaso grande de agua y serví mitad whisky, mitad agua.
—Para los nervios —le dije—. Ya sabes.
—Claro, Bukowski.
Me lo bebí de un trago.
—¿Otra ronda?
—Claro.
Cogí el vaso y fui al salón principal y me senté en un rincón. Nueva animación: ¡El maestro zen HABÍA LLEGADO!
El maestro zen llevaba aquel atuendo tan fantástico y mantenía siempre los ojos entrecerrados. Quizá fueran así.
El maestro zen necesitaba mesas. Roy empezó a buscar mesas.
Y el maestro zen estaba muy tranquilo entretanto, muy afable. Terminé mi whisky, fui a por más. Volví.
Entró una chica de pelo dorado. Unos once años.
—Bukowski, he leído algunos de tus relatos. ¡Creo que eres el mejor escritor que he leído en mi vida!
Largos bucles rubios. Gafas. Cuerpo delgado.
—Muy bien, niña. Tú hazte mayor. Nos casaremos. Viviremos de tu dinero. Estoy ya cansándome. Puedes pasearme por ahí en una caja de cristal con agujeritos para respirar. Te dejaré joder con los chavales. Miraré, incluso.
—¡Bukowski! ¡Sólo
porque
tengo el pelo largo piensas que soy una chavala! ¡Me llamo Paul! ¡Nos presentaron! ¿No te
acuerdas?
El padre de Paul, Harvey, me miraba. Vi sus ojos. Me di cuenta de que había decidido que yo no era tan buen escritor, en realidad. Puede incluso que fuese mal escritor. En fin, nadie logra engañar eternamente.
Pero el chaval era estupendo:
—¡Da igual, Bukowski! ¡Aún sigues siendo el mejor escritor que he leído! Papá me dejó leer
algunos
de tus relatos.
Entonces se apagaron todas las luces. Era lo que se merecía el chico, por bocazas...
Pero se encendieron velas por todas partes. Todo el mundo se dedicó a buscar velas, a buscar velas y a encenderlas.
—Mierda, son sólo los plomos. Hay que cambiarlos —dije.
Alguien dijo que no eran los plomos, que era otra cosa, así que cedí y mientras todos los enciendevelas seguían, yo entré en la cocina a por más whisky. Mierda, allí estaba Harvey.
—Tienes un hijo estupendo, Harvey. Tu chico, Peter...
—Paul.
—Perdona. Lo bíblico.
—Entiendo.
(Los ricos entienden; simplemente no obran en consecuencia.)
Harvey descorchó otra botella. Hablamos de Kafka. De Dos. De Turgueniev, de Gogol. Toda esa mierda sosa. Luego ya había velas por todas partes. El maestro zen quería empezar el asunto. Roy me había dado los dos anillos. Palpé. Aún seguían allí. Nos esperaban todos. Yo esperaba que Harvey se cayese al suelo después de haberse zampado todo aquel whisky. Él no tenía aguante. Había bebido el doble que yo, y aún seguía en pie. No solía pasar. Nos habíamos liquidado media botella en los diez minutos de búsqueda de velas. Nos unimos de nuevo a la masa. Le pasé los anillos a Roy. Roy había informado días antes al maestro zen de que yo era un borracho... en quien no se podía confiar, débil de espíritu o vicioso. En consecuencia, durante la ceremonia, no había que pedirle a Bukowski los anillos porque Bukowski podía no estar allí o podía perder los anillos, o vomitar, o perder a Bukowski.
Así que por fin el asunto se ponía en marcha. El maestro zen empezó a jugar con su librito negro. No parecía muy grueso. Unas ciento cincuenta páginas, diría yo.
—Ruego —dijo el zen— que no fumen ni beban durante la ceremonia.
Vacié el vaso. Me puse a la derecha de Roy. Se vaciaban vasos por todas partes.
Luego, el maestro zen esbozó una sonrisilla boba.
Yo conocía las ceremonias nupciales cristianas por triste experiencia. Y la ceremonia zen se parecía, en realidad, a la cristiana. Con un pequeño volumen de chorradas añadidas. En determinado momento del asunto, se encendían tres varillas. El zen tenía una caja entera de aquellos chismes. Dos o trescientos. Después de encenderlas, se colocaba una en el centro de una jarra de arena. Aquella era la varilla zen. Luego, el maestro pidió a Roy que colocase su varilla encendida a un lado de la varilla zen y a Hollis que colocase la suya al otro lado.
Pero las varillas no iban del todo bien. El maestro zen tuvo que inclinarse con media sonrisa y ajustar las varillas a nuevas profundidades y alturas.
Luego, sacó un aro de cuentas marrones.
Entregó el aro de cuentas a Roy.
—¿Ahora? —preguntó Roy.
Maldita sea, pensé, Roy siempre se ha dedicado a leerlo todo sobre cualquier cosa. ¿Por qué no lo ha hecho con su propia boda?
El zen se inclinó hacia delante y colocó la mano derecha de Hollis en la izquierda de Roy. Y luego las cuentas rodearon ambas manos.
—Quieres...
—Quiero...
(¿Aquello era zen?, pensé.)
—Y quieres tú, Hollis...
—Quiero...
Mientras tanto, a la luz de las velas, había un imbécil tomando cientos de fotos de la ceremonia. Me puso nervioso. Podría haber sido el FBI.
¡Clic! ¡Clic! ¡Clic!
Por supuesto, todos estábamos limpios. Pero era irritante porque resultaba poco delicado.
Luego me fijé en las orejas del maestro zen a la luz de las velas. La luz de las velas brillaba a través de ellas como si estuviesen hechas del más fino papel higiénico.
El maestro zen tenía las orejas más finas que yo había visto en toda mi vida. ¡
Aquello
era lo que le hacía sagrado! ¡Yo
tenía
que tener aquellas orejas! Para mi cartera o mi gato o mi memoria. Para meter debajo de la almohada.
Por supuesto, yo sabía que eran el whisky y el agua y la cerveza quienes hablaban por mí. Y luego, al mismo tiempo, olvidé esto por completo.
Seguí mirando fijamente las orejas del maestro zen.
Y seguían las palabras.
—...Y tú Roy, ¿prometes no tomar drogas mientras mantengas tu relación con Hollis?
Pareció producirse una pausa embarazosa. Luego, sus manos se apretaron entre las cuentas marrones:
—Prometo —dijo Roy—, no...
Pronto terminó. O pareció terminar. El maestro zen se irguió, con una levísima sonrisa.
Toqué a Roy en un hombro:
—Enhorabuena.
Luego me incliné. Cogí la cabeza de Hollis, besé sus espléndidos labios.
Aún seguían todos sentados. Una nación de subnormales.
Nadie se movía. Las velas brillaban como velas subnormales.
Me acerqué al maestro zen. Le estreché la mano:
—Gracias. Hizo usted muy bien la ceremonia.
Pareció realmente complacido. Me hizo sentirme un poco mejor. Pero todos los otros gángsters... mafiosos... eran demasiado orgullosos y estúpidos para estrecharle la mano a un oriental. Sólo otro besó a Hollis. Sólo otro estrechó la mano al maestro zen. Podría haber sido un matrimonio pistola en mano... ¡Toda aquella
familia
! En fin, yo habría sido el último en saber o el último al que se lo dijeran.
Después de terminada la boda, el ambiente era muy frío allí dentro. La gente estaba sentada, mirándose. Yo no era capaz de entender el género humano, pero
alguien
tenía que hacer el payaso. Me arranqué la corbata verde, la tiré al aire:
—¡EH! ¡MAMONES! ¿ES QUE NO TENÉIS HAMBRE?
Me lancé y empecé a agarrar queso y patas de cerdo escabechado y coños de gallina. Algunos, animados, se acercaron y empezaron a atacar la comida, no sabiendo qué otra cosa hacer.
Les dejé mascando y me fui a por el whisky y el agua.
Cuando estaba en la cocina, repostando, oí decir al maestro zen:
—Debo irme ya.
—Ooooh, no se vaya... —oí elevarse una vieja voz cascada y femenina entre la mayor asamblea de gángsters de los últimos tres años. Y ni siquiera ella parecía hablar sinceramente. ¿Qué demonios estaba haciendo yo allí con aquella gente? ¿O el profesor de la Universidad de California? No, el profesor de la Universidad de California pertenecía a aquello.
Debía ser un arrepentimiento. O algo. Algún acto para humanizar los procedimientos.
En cuanto oí al maestro zen cerrar la puerta de la calle, vacié mi vaso lleno de whisky. Luego atravesé corriendo el salón, iluminado por las velas y lleno de balbucientes cabrones, busqué la puerta (que fue todo un trabajo, durante unos instantes) y la abrí, y la cerré luego y allí estaba yo... unos quince escalones detrás del señor zen. Aún quedaban de cuarenta y cinco a cincuenta escalones para llegar al aparcamiento.
Le alcancé, bajando los escalones de dos en dos.
—¡Eh, maestro! —grité.
Zen se volvió.
—¿Sí, viejo?
—¿Viejo?
Los dos quedamos allí plantados, mirándonos, en aquella retorcida escalera, en el jardín tropical iluminado por la luna. Parecía momento adecuado para una relación más íntima. Entonces le dije:
—Quiero o tus jodidas orejas o tu jodida ropa: ¡ese albornoz color neón que llevas!
—¡Estás chiflado, viejo!
—Yo creí que el zen tenía más vigor, que no cabían en él esas afirmaciones tan directas y espontáneas. ¡Me desilusionas, maestro!
El zen juntó las manos y miró hacia arriba.
—Quiero —le dije— ¡o tu jodida ropa o tus jodidas orejas!
Siguió con las manos juntas, mirando hacia arriba.
Me lancé escaleras abajo, un poco tambaleante, pero sin caerme, lo cual me impidió partirme la cabeza, y mientras caía hacia delante, sobre él, intenté desviarme, pero me pudo el impulso y me convertí en algo suelto y sin dirección. El zen me cogió y me enderezó:
—Hijo mío, hijo mío...
Estábamos cuerpo a cuerpo. Le lancé un golpe. Le alcancé bastante bien. Le oí bufar. Retrocedió un paso. Volví al ataque. Erré. Muy a la izquierda. Caí entre unas plantas importadas del infierno. Me levanté. Avancé de nuevo hacia él. Y a la luz de la luna vi la parte delantera de mis pantalones... salpicada de sangre, cera de las velas y vómito.
—¡Encontraste a tu maestro, cabrón! —le notifiqué mientras avanzaba hacia él. Él esperó. Los años de trabajo como factótum no habían resultado tan inútiles para los músculos. Conseguí atizarle un buen golpe en la barriga, con todos mis noventa kilos de peso.
Zen soltó un breve jadeo, suplicó una vez más al cielo, dijo algo en su cosa oriental, me dio un breve golpe de kárate, amablemente, y me dejó enrollado entre unos insensibles cactus mejicanos, que me parecieron plantas antropófagas de lo más profundo de las selvas brasileñas. Estuve reponiéndome tumbado allí, a la luz de la luna, hasta que aquella flor púrpura pareció avanzar hacia mi nariz y empezó a asfixiarme delicadamente.
Mierda, lleva por lo menos ciento cincuenta años introducirse en los Clásicos Harvard. No había elección: me liberé de aquel chisme y empecé a gatear otra vez escaleras arriba. Cerca de la cima, me puse de pie, abrí la puerta y entré. Nadie advirtió mi presencia. Todos seguían diciendo chorradas. Me metí en mi rincón. El golpe de kárate me había hecho un corte sobre la ceja izquierda. Busqué el pañuelo.