Read Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones Online
Authors: Charles Bukowski
Tags: #Erótico, Humor, Relato
—¿Hay más vino?
—¡Sí, sí, hay más vino! Podéis cogerlo todo, hay diez o doce botellas de los mejores vinos franceses. ¡Cogedlas y marchaos, por favor! ¡Os lo suplico!
—¿Estás preocupado por los cinco billetes?
—Te aseguro que no tengo cinco mil dólares escondidos. ¡Te digo con toda sinceridad que no los tengo!
—¡Chupapollas mentiroso!
—¿Por qué tienes que ser tan grosero?
—¡Chupapollas! ¡CHUPAPOLLAS!
—Os ofrezco mi hospitalidad, soy amable con vosotros y vosotros correspondéis así.
—¿Lo dices por esa mierda de comida que nos diste? ¿Llamas comida a eso?
—¿Qué tenía de malo?
—¡Era comida de maricas!
—¡No comprendo!
—Aceitunas, huevitos rellenos... ¡Los
hombres
no comen esa mierda!
—Vosotros lo comisteis.
—¿Intentas tomarme el pelo, CHUPAPOLLAS?
Lincoln se levantó del sofá, se acercó a Ramón que seguía sentado en su silla, le abofeteó, fuerte, a mano abierta. Tres veces. Lincoln tenía unas manos muy grandes.
Ramón bajó la cabeza y empezó a llorar.
—Lo siento. Yo intenté hacerlo lo mejor posible.
Lincoln miró a su hermano.
—¿Le ves? ¡Jodido marica! ¡LLORANDO COMO UN NIÑO! ¡AMIGO, VOY A HACERLE LLORAR! ¡VOY A HACERLE LLORAR DE VERAS SI NO SUELTA ESOS 5 MIL!
Lincoln cogió una botella de vino y bebió a morro un buen trago.
—Bebe —le dijo a Andrew—. Tenemos que trabajar. Andrew bebió de su botella, también bastante. Luego, mientras Ramón lloraba, los dos se sentaron bebiendo vino y mirándose y pensando.
—¿Sabes lo que voy a hacer? —preguntó Lincoln a su hermano.
—¿Qué?
—¡Voy a hacer que me la chupe!
—¿Por qué?
—¿Por qué? ¡Sólo por reírnos, por eso!
Lincoln bebió otro trago. Luego se acercó a Ramón. Le agarró por la barbilla y le alzó la cabeza.
—Eh, mamón...
—¿Qué? ¡Oh, por favor, DEJADME, POR FAVOR!
—¡Vas a chupármela, CHUPAPOLLAS!
—¡Oh no, por favor!
—¡Sabemos que eres marica! ¡Venga, mamón!
—¡NO! ¡POR FAVOR! ¡POR FAVOR!
Lincoln abrió la bragueta.
—ABRE LA BOCA.
—¡Oh, no, por favor!
Esta vez Lincoln pegó con el puño cerrado.
—Te amo, Ramón: ¡chupa!
Ramón abrió la boca. Lincoln le puso la punta de la polla en los labios.
—¡Si me muerdes, cabrón, TE MATO!
Ramón, llorando, empezó a chupar.
Lincoln le dio un revés en la frente.
—¡Un poco de ACCIÓN! ¡Dale un poco de vida al asunto!
Ramón chupó con más fuerza. Movió la lengua. Luego Lincoln, cuando vio que iba a correrse, agarró a Ramón por la nuca y apretó, sujetándole bien. Ramón mascullaba, ahogándose. Lincoln se la dejó dentro hasta terminar.
—¡Vamos! ¡Ahora chúpasela a mi hermano!
—Oye Linc, prefiero que no lo haga.
—¿Tienes miedo?
—No, no es eso.
—¿No te atreves?
—No, no...
—Echa otro trago.
Andrew bebió. Caviló un rato.
—Bueno, puede chupármela.
—¡OBLÍGALE A HACERLO!
Andrew se levantó, abrió la bragueta.
—Prepárate a chupar, mamón.
Ramón seguía sentado allí, quieto, llorando.
—Levántale la cabeza. Si en realidad le gusta.
Andrew le alzó la cabeza a Ramón.
—No quiero pegarte, viejo, separa los labios. Acabaré en seguida.
Ramón abrió la boca.
—Ves —dijo Lincoln—, vés cómo lo hace. Si no hay ningún problema.
Ramón movía la cabeza, usó la lengua, Andrew se corrió.
Ramón lo escupió en la alfombra.
—Pedazo de cabrón —dijo Lincoln—. ¡Tenías que tragarlo!
Y se acercó y abofeteó a Ramón, que había dejado de llorar y parecía en una especie de trance.
Los hermanos volvieron a sentarse, terminaron las botellas de vino. Encontraron más en la cocina. Las trajeron, las descorcharon, bebieron otro poco.
Ramón Vasquez, parecía ya la figura de cera de una estrella muerta del museo de Hollywood.
—Vamos a hacernos con esos cinco billetes y luego nos largamos —dijo Lincoln.
—Él dijo que no los tenía aquí —dijo Andrew.
—Los maricas son mentirosos natos. Yo se los sacaré. Tú quédate aquí sentado disfrutando del vino. Ya me encargaré yo de este mierda.
Lincoln cogió a Ramón, se lo echó al hombro y lo llevó al dormitorio.
Andrew siguió allí sentado bebiendo vino. Oía voces y gritos en el dormitorio. Luego vio el teléfono. Marcó un número de la ciudad de Nueva York, y cargó la llamada al teléfono de Ramón. Allí era donde estaba su chica. Se había ido de Kansas City para actuar en el musical. Pero aún le escribía cartas. Largas. Aún no había empezado a triunfar.
—¿Quién?
—Andrew.
—Oh, Andrew, ¿pasa algo?
—¿Estabas dormida?
—Acababa de acostarme.
—¿Sola?
—Claro.
—Bueno, no pasa nada. Este tío va a meterme en lo de las películas. Dice que tengo una cara muy fina.
—¡Qué maravilla, Andrew! Tienes una cara bellísima, y te quiero, ya lo sabes.
—Lo sé. ¿Y tú qué tal, gatita?
—No tan bien, Andrew. Nueva York es una ciudad fría. Todos intentan meterte la mano en las bragas. Es lo único que quieren. Estoy trabajando de camarera, es una mierda. Pero creo que conseguiré un papel en una obra de Broadway.
—¿Qué tipo de obra?
—Oh, no sé. Parece un poco verde. Una cosa que escribió un negro.
—No te fíes de los negros, nena.
—No me fío. Es sólo por la experiencia. Han conseguido la colaboración de una actriz muy famosa.
—Bueno, eso está bien. ¡Pero no te fíes de los negros!
—No me fío, Andrew, demonios. No me fío de nadie. Es sólo por la experiencia.
—¿Quién es el negro?
—No sé. Un escritor. Sólo está por allí sentado, fumando hierba y hablando de la revolución. Es el rollo de ahora. Hay que seguirlo mientras dure.
—¿No estarás jodiendo con ese escritor?
—No seas imbécil, Andrew. Me trata muy bien, pero es sólo un pagano, un animal... Si vieras qué harta estoy de ser camarera. Todos esos aprovechados pellizcándote el culo porque dejan unos centavos de propina. Es una mierda.
—Pienso en ti constantemente, nena.
—Yo pienso en ti, cara linda, Andy pijo grande. Y te amo.
—A veces dices cosas divertidas, divertidas y reales, por eso te amo, nena.
—¡Eh! ¡Qué gritos son ésos que oigo!
—Es una broma, nena. Estoy en una fiesta aquí en Beverly Hills. Ya sabes cómo son los actores.
—Pues parece que estuvieran matando a alguien.
—No te preocupes, nena. Interpretan. Están todos borrachos. Y ensayan sus papeles. Te amo. Te telefonearé otra vez o te escribiré pronto.
—Hazlo, por favor, Andrew. Te amo.
—Buenas noches, querida.
—Buenas noches, Andrew.
—Andrew colgó y se acercó al dormitorio. Entró. Allí estaba Ramón en la cama de matrimonio. Ramón estaba lleno de sangre. Las sábanas estaban llenas de sangre. Lincoln tenía el bastón en la mano. Era el famoso bastón que utilizaba en la película El Gran Amante. Estaba todo ensangrentado.
—Este hijo de puta no suelta prenda —dijo Lincoln—. Tráeme otra botella de vino.
Andrew volvió con el vino, lo descorchó, Lincoln bebió un buen trago.
—Quizá no estén aquí los cinco mil —dijo Andrew.
—Están. Y los necesitamos. Los maricas son peor que los judíos. Tengo entendido que los judíos prefieren morir a dar un centavo. ¡Y los maricas MIENTEN! ¿Entiendes?
Lincoln volvió a mirar el cuerpo de la cama.
—¿Dónde escondiste los cinco grandes, Ramón?
—Lo juro... Lo juro... ¡Juro por mi madre que no los tengo, lo juro! ¡Lo juro!
Lincoln cruzó otra vez con el bastón la cara del Gran Amante. Luego otra. Corrió la sangre. Ramón perdió el conocimiento.
—Así no adelantamos nada. ¡Dale una ducha! —dijo Lincoln a su hermano—. Reanímalo. Límpiale la sangre. Empezaremos otra vez. Y ahora... no sólo la cara sino también la polla y los huevos. Hablará. Cualquiera hablaría. Límpiale mientras echo un trago. Lincoln salió. Andrew contempló la masa de rojo ensangrentado, le dio una arcada y vomitó en el suelo. Se sintió mejor después de vomitar. Levantó el cuerpo, lo arrastró hacia el baño. Ramón pareció revivir por un momento.
—Virgen Santa, Virgen Santa, Madre de Dios...
Lo dijo una vez más antes de llegar al baño.
—Virgen Santa, Virgen Santa, Madre de Dios...
Andrew le metió en el baño y le quitó la ropa empapada de sangre, luego le puso en la ducha y comprobó el agua hasta ponerla a la temperatura adecuada. Luego se quitó él mismo los zapatos, calcetines, pantalones, calzoncillos y camiseta, se metió en la ducha con Ramón, le sujetó debajo del chorro de agua. La sangre empezó a desaparecer. Andrew vio cómo el agua aplastaba los cabellos grises sobre el cráneo del que había sido ídolo de la Feminidad. Ramón sólo parecía un viejo triste, hundido en la misericordia de sí mismo. Luego, de pronto, como por un impulso, cerró el agua caliente, dejó sólo la fría.
Apoyó la boca en el oído de Ramón.
—Sólo queremos tus cinco mil, viejo. Nos largaremos. Danos los cinco, luego te dejaremos en paz, ¿entendido?
—Virgen Santa... —decía el viejo.
Andrew le sacó de la ducha. Le llevó al dormitorio, le echó en la cama. Lincoln tenía otra botella de vino. Estaba bebiéndola.
—Bueno —dijo—. ¡Esta vez
habla
!
—No creo que tenga los cinco mil. Yo no aguantaría una paliza así por cinco mil!
—¡Los tiene! ¡Es un marica de mierda! ¡Esta vez HABLA!
Le pasó la botella a Andrew que se la llevó inmediatamente a la boca. Lincoln cogió el bastón:
—¡Venga! ¡Mamón! ¿DONDE ESTÁN LOS CINCO MIL?
El hombre de la cama no contestó. Lincoln dio la vuelta al bastón, es decir, cogió el extremo más delgado, luego con la punta curvada bajó hasta la polla y los huevos de Ramón.
Lo único que Ramón hizo fue lanzar series continuas de gemidos.
Los órganos sexuales de Ramón quedaron casi completamente borrados.
Lincoln se tomó un momento para echar un buen trago de vino y luego agarró el bastón y empezó a atizarle en todas partes: en la cara, en vientre, manos, nariz, cabeza, por todas partes, sin preguntar ya nada sobre los cinco mil. Ramón tenía la boca abierta y la sangre de la nariz rota y de otras partes de la cara se le metió en ella. La tragó y se ahogó en su propia sangre. Luego se quedó muy quieto y el batir del bastón tuvo muy poco efecto ya.
—Lo mataste —dijo Andrew desde la silla, mirando—. Iba a meterme en las películas.
—¡No lo maté yo! —dijo Lincoln—. ¡Lo mataste tú! Yo estaba sentado ahí viendo cómo le matabas con su propio bastón. ¡El bastón que le hizo famoso en sus películas!
—No jodas, anda —dijo Andrew—, hablas como un borracho. Ahora lo principal es salir de aquí. El resto ya lo arreglaremos más tarde. ¡Este tío esta muerto! ¡Vámonos!
—Primero hay que despistarles —dijo Lincoln—. He leído en las revistas de estas cosas. Lo de mojar los dedos en su sangre y escribir cosas en las paredes, todo ese rollo.
—¿Qué?
—Sí. Podemos poner, por ejemplo: «¡CERDOS DE MIERDA! ¡MUERTE A LOS CERDOS!». Luego, escribes un nombre encima, un nombre masculino... Por ejemplo «Louie». ¿Entiendes?
—Entiendo.
Mojaron los dedos en su sangre y escribieron sus letreritos. Luego salieron.
El Plymouth del 56 arrancó. Pusieron rumbo sur con los 23 dólares de Ramón más el vino que le habían robado. Entre Sunset y Western vieron a dos chicas de mini junto a la esquina haciendo auto-stop. Pararon. Cruzaron unas palabras y luego las dos chicas entraron. El coche tenía radio. Era casi todo lo que tenía. La encendieron. Rodaban botellas de caro vino francés por el coche.
—Oye —dijo una de las chicas—, creo que estos tíos tienen muy buen rollo.
—Óyeme tú —dijo Lincoln—, vamos hasta la playa a tumbarnos en la arena y beber este vino y ver salir el sol.
—Vale —dijo la otra chica.
Andrew consiguió descorchar una, era difícil. Tuvo que usar su navaja, que era de hoja fina, habían dejado atrás a Ramón y el magnífico sacacorchos de Ramón... y la navaja no servía tan bien, tenían que beber el vino mezclado con trozos de corcho.
Lincoln iba delante conduciendo, así que sólo podía mirar a la suya. Andrew, en el asiento trasero, ya le había metido a la suya la mano entre las piernas. Le abrió las bragas por un lado. Le costó trabajo, pero por fin consiguió meterle el dedo. De pronto ella se apartó, le dio un empujón y dijo:
—Creo que antes debemos conocernos un poco.
—De acuerdo —dijo Andrew—. Nos faltan aún 20 o 30 minutos para llegar a la arena y hacerlo. Me llamo —dijo Andrew— Harold Anderson.
—Yo me llamo Claire Edwards.
Volvieron a abrazarse.
El Gran Amante estaba muerto. Pero ya habría otros. Y también muchachos medianos. Sobre todo de éstos. Así funcionaban las cosas. O no funcionaban.
Conocí a Jeff en un almacén de piezas de automóvil de la calle Flower, o quizá de la calle Figueroa, siempre las confundo. En fin, yo estaba de dependiente y Jeff era más o menos el mozo. Tenía que descargar las piezas usadas, barrer el suelo, poner el papel higiénico en los cagaderos, etc. Yo había hecho trabajos parecidos por todo el país, así que nunca los miraba por encima del hombro. Salía precisamente por entonces de un mal paso con una mujer que había estado a punto de acabar conmigo. Quedé sin ganas de mujeres un tiempo y, como sustituto, jugaba a los caballos, me la meneaba y bebía. Yo, francamente, me sentí mucho más feliz haciendo esto, y cada vez que me pasaba una cosa así pensaba, se acabaron las mujeres, para siempre. Por supuesto, siempre aparecía otra. Acababan cazándote, por muy indiferente que fueses. Creo que cuando llegas a hacerte indiferente de veras es cuando más te lo ofrecen, para fastidiarte. Las mujeres son capaces de eso; por muy fuerte que sea un hombre, las mujeres siempre pueden conseguirlo. Pero, de todos modos, yo me encontraba en esa situación de paz y libertad cuando conocí a Jeff (sin mujer) y no había en la relación nada de homosexual. Sólo dos tíos que vivían sin normas, viajaban y les habían abandonado las mujeres. Recuerdo una vez que estaba sentado en La Luz Verde, tomando una cerveza, recuerdo que estaba en una mesa leyendo los resultados de las carreras y que aquel grupo hablaba de algo cuando de pronto alguien dijo, «...y, sí, a Bukowski le ha dejado la pequeña Flo, ¿verdad? ¿No es cierto que te dejó plantado, Bukowski?». Miré. La gente se reía. No sonreí. Sólo alcé mi cerveza: