Read Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones Online
Authors: Charles Bukowski
Tags: #Erótico, Humor, Relato
—Sí.
—¿Y dónde está ese sitio? —preguntó Duke.
—Ya lo sabrás cuando lleguemos.
—¿Vamos a medias?
—A medias.
—¿No tienes miedo de que te liquide?
—¿Por qué vuelves con eso, Duke? Podría matarte yo a ti.
—Vaya, no se me ocurrió. ¿Serías capaz de matar a un camarada?
—¿Somos amigos?
—-Bueno, sí, yo diría que sí, Harry.
—Habrá oro y mujeres suficientes para los dos. Seremos ricos toda la vida. Se acabará la mierda de libertad vigilada. Se acabó el lavar platos. Las putas de Beverly Hills andarán detrás de nosotros. No tendremos más preocupaciones.
—¿Crees de veras que podremos sacarlo?
—Claro.
—¿De verdad hay oro allí?
—Hazme caso, te digo que sí.
—De acuerdo.
Bebieron y fumaron un rato más. Sin hablar. Pensaban los dos en el futuro. Era una noche calurosa. Algunos de los inquilinos tenían la puerta abierta. Casi todos tenían su botella de vino. Los hombres estaban sentados en camiseta, cómodos, pensativos, tristes. Algunos tenían incluso mujeres, no precisamente damas, pero sí capaces de aguantarles el vino.
—Será mejor que cojamos otra botella —dijo Duke— antes de que cierren.
—Yo no tengo un céntimo.
—Pago yo.
—Vale.
Se levantaron, salieron a la puerta. Giraron a la derecha al fondo del pasillo, camino de la parte de atrás.
La bodega estaba al fondo de la calleja, a la izquierda. En lo alto de las escaleras posteriores había un tipo andrajoso tumbado a la entrada.
—Vaya, si es mi viejo camarada Franky Cannon. La ha cogido buena esta noche. Lo quitaré de la entrada.
Harry le agarró por los pies y, a rastro, le retiró de allí. Luego se inclinó sobre él.
—¿Crees que ya le habrán registrado?
—No sé —dijo Duke—. Comprueba.
Duke dio vuelta a todos los bolsillos de Franky. Tanteó la camisa. Le abrió los pantalones, palpó por la cintura. Sólo encontró una caja de cerillas que decía:
APRENDA
A DIBUJAR
EN CASA
Miles de trabajos
bien pagados le esperan
—Me parece que alguien pasó antes —dijo Harry.
Bajaron las escaleras posteriores hasta la calleja.
—¿Estás seguro de que hay oro allí? —preguntó Duke.
—¡Oye —dijo Harry—, es que quieres tomarme el pelo! ¿Crees que estoy loco?
—No.
—¡Pues entonces no vuelvas a preguntármelo!
Entraron en la bodega. Duke pidió una botella de whisky y una caja de cerveza de malta. Harry robó una bolsa de frutos secos. Duke pagó lo que había pedido y salieron. Cuando llegaron a la calleja apareció una mujer joven; bueno, joven para aquel barrio, debía tener unos treinta, buena figura, pero despeinada y farfullante.
—¿Qué lleváis en esa bolsa?
—Tetas de gato —dijo Duke.
Ella se acercó a Duke y se frotó contra la bolsa.
—No quiero beber vino. ¿Tienes whisky ahí?
—Claro, niña, ven.
—Déjame ver la botella.
A Duke le pareció bien. Era esbelta y llevaba el vestido ceñido, muy ceñido, y estaba muy buena. Sacó la botella.
—Vale —dijo ella—, vamos.
Subieron por la calleja, ella en medio. Le daba con la cadera a Harry al andar. Harry la agarró y la besó. Ella le apartó bruscamente.
—¡Déjame, hijoputa! —gritó.
—¡Vas a estropearlo todo, Harry! —dijo Duke—. ¡Si vuelves a hacer eso, te doy una hostia.
—¡Tú qué vas a dar!
—¡Vuelve a hacerlo y vas a ver!
Subieron la calleja y luego la escalera y abrieron la puerta. Ella miró a Franky Cannon que seguía allí tirado, pero no dijo nada. Siguieron hasta la habitación. Ella se sentó, cruzando las piernas. Unas lindas piernas.
—Me llamo Ginny —dijo.
Duke sirvió los tragos.
—Yo Duke. Y él Harry.
Ginny sonrió y cogió su vaso.
—El hijo de puta con el que estaba me tenía desnuda, me encerraba la ropa con llave en el armario. Estuve allí una semana. Esperé a que se durmiera, le quité la llave, cogí este vestido y me largué.
—Está bien el vestido.
—Muy bien.
—Te favorece mucho.
—Gracias. Decidme, chicos, ¿vosotros qué hacéis?
—¿Hacer? —preguntó Duke.
—Sí, quiero decir, ¿cómo os lo montáis?
—Somos buscadores de oro —dijo Harry.
—Venga, no me vengáis con cuentos.
—De verdad —dijo Duke—, somos buscadores de oro.
—Y además ya lo hemos encontrado. En una semana seremos ricos —dijo Harry.
Luego, Harry tuvo que ir a echar una meada. El retrete quedaba al final del pasillo. En cuanto se fue, Ginny dijo:
—Quiero joder primero contigo, chato. Él no me gusta gran cosa.
—Vale —dijo Duke.
Sirvió tres tragos más. Cuando Harry volvió, Duke le dijo:
—Joderá primero conmigo.
—¿Quién lo dijo?
—Nosotros —dijo Duke.
—Así es —dijo Ginny.
—Creo que deberíamos incluirla también a ella —dijo Duke.
—Primero vamos a ver cómo jode —dijo Harry.
—Vuelvo locos a los hombres —dijo Ginny—. Los hago aullar. ¡No hay mejor coño en toda California!
—De acuerdo —dijo Duke— ahora lo veremos.
—Primero otro trago —dijo ella, vaciando el vaso.
Duke le sirvió.
—Te advierto que yo también tengo un buen aparato, nena, lo más probable es que te parta en dos.
—Como no le metas los pies —dijo Harry.
Ginny se limitó a sonreír sin dejar de beber. Terminó el vaso.
—Venga —dijo a Duke—. Vamos.
Ginny se acercó a la cama y se quitó el vestido. Tenía bragas azules y un sostén de un rosa desvaído sujeto atrás con un imperdible. Duke tuvo que quitarle el imperdible.
—¿Va a quedarse mirando? —le preguntó.
—Si quiere —dijo Duke—, qué coño importa.
—Bueno —dijo Ginny.
Se metieron los dos en la cama. Hubo unos minutos de calentamiento y maniobraje mientras Harry observaba. La manta estaba en el suelo. Harry sólo podía ver movimiento debajo de una sábana bastante sucia. Luego, Duke la montó, Harry veía el trasero de Duke subir y bajar debajo de la sábana.
Luego Duke dijo:
—¡Oh, mierda!
—¿Qué pasa? —preguntó Ginny.
—¡Me salí! ¿No decías que era el mejor coño de California?
—¡Yo la meteré! ¡Ni siquiera me di cuenta de que estabas dentro!
—¡Pues en
algún sitio
estaba! —dijo Duke.
Luego, el culo de Duke volvió a subir y bajar. Nunca debí contarle a ese hijo de puta lo del oro, pensó Harry. Ahora está por medio esa zorra. Pueden aliarse contra mí. Claro que si él muriera, se quedaba conmigo, seguro.
Entonces Ginny lanzó un gemido y empezó a hablar:
—¡Oh, querido, querido! ¡Oh Dios, querido, oh Dios mío!
Puro cuento, pensó Harry.
Se levantó y se acercó a la ventana de atrás. La parte de atrás del hotel quedaba muy cerca del desvío de Vermont de la autopista de Hollywood. Miró los faros y luces de los coches. Siempre le asombraba el que unos tuvieran tanta prisa por ir en una dirección y otros por ir en otra. Alguien tenía que estar equivocado. O si no, no era todo más que un juego sucio. Entonces oyó la voz de Ginny:
—¡Ay que me corro ya! ¡Ay, Dios mío, que me corro! ¡Ay, Dios mío...!
Cuento, pensó, y luego se volvió para mirarla. Duke estaba trabajando firmemente. Ginny tenía los ojos vidriosos, miraba fijamente al techo, tenía la vista clavada en una bombilla sin pantalla que colgaba de él; aquellos ojos vidriosos miraban fijamente por encima de la oreja izquierda de Duke...
Quizá tenga que pegarle un tiro en ese campo de artillería, pensó Harry. Sobre todo, si ella tiene un coño tan prieto.
oro, todo ese oro.
Este relato es
ficción,
y el acontecimiento o semiacontecimiento de la vida real que
pueda
reflejar no ha influido en el autor a favor o en contra de ninguna de las personas implicadas o no implicadas. En otras palabras, se dejaron correr libres pensamiento, imaginación y capacidad creadora, y eso significa invención, que creo motivada y causada por el hecho de vivir un año menos de medio siglo entre la especie humana... Y no se ciñó la historia a ningún caso concreto, o casos, o noticias de periódico, y no se escribió para perjudicar, sacar consecuencias o hacer injusticia a ninguno de mis semejantes que se haya visto en circunstancias similares a las que se verán en la historia que sigue.
Sonó el timbre de la puerta. Dos hermanos, Lincoln, 23, y Andrew, 17.
Él mismo salió a abrir.
Allí estaba, Ramón Vasquez, el viejo astro del cine mudo y principios del sonoro. Andaba ya por los sesenta. Pero aún tenía el mismo aire delicado. En los viejos tiempos, en la pantalla y fuera de ella, llevaba el pelo empastado en brillantina y peinado recto hacia atrás. Y con la nariz larga y fina y el fino bigote y la forma que tenía de mirar intensamente a las mujeres a los ojos, en fin, era demasiado. Le habían llamado «El Gran Amante». Las mujeres se desmayaban cuando le veían en la pantalla. Pero en realidad Ramón Vasquez era homosexual. Ahora tenía el pelo majestuosamente blanco y el bigote un poco más ancho.
Era una cruda noche californiana y la casa de Ramón estaba en una zona aislada de colinas. Los muchachos vestían pantalones del ejército y camisetas blancas. Los dos eran del tipo musculoso, con caras bastante agradables, agradables y tímidas.
Lincoln fue quien habló.
—Hemos leído sobre usted, señor Vasquez. Siento molestarle, pero estamos interesadísimos por los ídolos de Hollywood. Nos enteramos de dónde vivía y pasábamos por aquí y no pudimos evitar llamar al timbre.
—Debe hacer bastante frío ahí fuera, muchachos.
—Sí, sí que lo hace.
—¿Por qué no entráis un momento?
—No queremos molestarle, no queremos interrumpirle para nada.
—No hay problema. Entrad. Estoy solo.
Los chicos entraron. Se quedaron de pie en el centro de la habitación, mirando, embarazados y confusos.
—¡Sentaos,
por favor
! —dijo Ramón.
Indicó un sofá. Los chicos se acercaron a él, se sentaron, torpemente. Había un pequeño fuego en la chimenea.
—Os traeré algo para que entréis en calor. Un momento.
Ramón volvió con una botella de buen vino francés, la abrió. Se fue otra vez, luego volvió con tres vasos. Sirvió tres tragos.
—Bebed un poco. Es muy bueno.
Lincoln vació el suyo con bastante rapidez. Andrew, que lo vio, hizo lo mismo. Ramón volvió a llenar los vasos.
—¿Sois hermanos?
—Sí.
—Me lo imaginé.
—Yo me lamo Lincoln. Él es mi hermano menor, se llama Andrew.
—Vaya, vaya. Andrew tiene un rostro fascinante, muy delicado. Un rostro caviloso. Con un pequeño toque cruel también. Quizá sea el grado de crueldad justo. Mmmmm. Podría entrar en el cine. Aún tengo cierta influencia, sabéis.
—¿Y mi cara, señor Vasquez? —preguntó Lincoln.
—No es tan delicada y es más cruel. Tan cruel como para tener casi una belleza animal; eso y con tu... cuerpo. Perdona, pero tienes una constitución... como un mono al que le hubiesen afeitado el pelo... pero me gustas mucho... Irradias... algo.
—Quizá sea hambre —dijo Andrew, hablando por primera vez—. Acabamos de llegar a la ciudad. Venimos en coche de Kansas. Tuvimos varios pinchazos. Luego se nos jodió un pistón. Se nos fue casi todo el dinero entre neumáticos y reparaciones. Lo tenemos ahí fuera, un Plymouth del 56, no nos daban ni diez dólares por él como chatarra.
—¿Tenéis hambre?
—¡Mucha!
—Bueno, esperad, demonios, os traeré algo, os prepararé algo. ¡Mientras tanto, bebed!
Ramón entró en la cocina.
Lincoln cogió la botella y bebió a morro. Mucho rato. Luego se la pasó a Andrew.
—Termínala.
Andrew acababa de terminar la botella cuando volvió Ramón con una bandeja grande: aceitunas, rellenas y con hueso; queso; salami, pastrami, galletas, cebolletas, jamón y huevos rellenos.
—¡Oh, el vino! ¡Lo habéis acabado! ¡Estupendo!
Ramón salió y volvió con dos botellas frías. Las abrió.
Los chicos se lanzaron sobre la comida. No duró mucho. La bandeja quedó limpia.
Luego empezaron con el vino.
—¿Conoció usted a Bogart?
—Bueno, muy poco.
—¿Y a la Garbo?
—Claro, qué tonto eres.
—¿Y a Gable?
—Superficialmente.
—¿Y a Cagney?
—No conocí a Cagney. La mayoría de los que mencionáis son de épocas distintas. A veces creo que algunos de los astros posteriores estaban resentidos conmigo, por el hecho de que hubiese ganado la mayor parte de mi dinero antes de que los impuestos fuesen tan terribles. Pero se olvidan de que en términos de ganancias yo nunca gané su tipo de dinero inflacionario. Que están ahora aprendiendo a proteger con el asesoramiento de especialistas fiscales que les enseñan las artimañas... Reinvertir y todo eso. De todos modos, en fiestas y demás, esto provoca sentimientos contradictorios. Creen que soy rico; yo creo que los ricos son ellos. Todos nos preocupamos demasiado del dinero y de la fama y el poder. A mí sólo me queda lo suficiente para vivir con holgura lo que me queda de vida.
—Hemos leído cosas sobre usted, Ramón —dijo Lincoln—. Un periodista, no, dos periodistas, dicen que usted siempre tiene en casa escondidos cinco de los grandes en efectivo. Una especie de reserva. Y que desconfía usted de los bancos y del sistema bancario.
—No sé de dónde habéis sacado eso. No es cierto.
—De SCREEN —dijo Lincoln—, el número de septiembre de 1968. THE HOLLYWOOD STAR, YOUNG AND OLD, número de enero de 1969. Tenemos la revista ahí fuera en el coche.
—Es falso. El único dinero que tengo en casa es el que llevo en la cartera. Aquí la tengo. Veinte o treinta dólares.
—A ver.
—¿Por qué no?
Ramón sacó la cartera. Había un billete de veinte y tres de dólar.
Lincoln agarró la cartera.
—¡Eso me lo quedo!
—¿Qué te pasa, Lincoln? Si quieres el dinero cógelo, pero devuélveme la cartera. Llevo ahí mis cosas... el permiso de conducir, son cosas que necesito.
—¡Vete a la mierda!
—¿Qué?
—¡Que te vayas a la mierda, he dicho!
—Óyeme, tendré que pediros que salgáis de esta casa. ¡Os estáis comportando muy groseramente!