De forma instintiva, Fredrika deseaba fervientemente que Sara estuviera sola en el piso. Si no, se vería obligada a pedirle a sus padres que se fueran.
Sara abrió la puerta después de que Fredrika llamara al timbre dos veces. Estaba muy pálida y demacrada, y al ver las insondables ojeras que tenía bajo los enrojecidos ojos, la ira y la irritación que Fredrika sentía se desvanecieron. La realidad aterrizó frente a ella: aquella mujer acababa de ver cómo su peor pesadilla se convertía en realidad. ¿Cómo reprocharle nada?
—Siento aparecer sin avisar —se excusó en voz baja aunque firme—, pero tengo que hablar contigo.
Sara Sebastiansson se hizo a un lado para que Fredrika pudiera entrar y le indicó que pasara a la sala de estar. Era como si varias personas hubieran dormido en el suelo, ya que gran parte de su superficie estaba cubierta de colchones. Probablemente sus padres aún no se habían marchado, aunque para alivio de Fredrika al parecer no se encontraban allí.
—¿Estás sola? —preguntó.
Sara asintió.
—Mis padres han ido a comprar —respondió con voz débil—. Volverán enseguida.
Fredrika sacó discretamente su bloc de notas.
—¿Lo habéis encontrado? —preguntó de pronto Sara.
—Quieres decir…
—Quiero decir a Gabriel —aclaró Sara, y cuando sus miradas se cruzaron Fredrika se quedó helada.
Sus ojos brillaban de puro odio.
—No, aún no. Pero hemos emitido una orden de busca y captura en todo el país. —Tragó saliva e hizo una pequeña pausa—. Sin embargo —añadió en voz baja—, hemos descartado a Gabriel como sospechoso de la desaparición y muerte de Lilian. Es prácticamente imposible que haya sido él.
Sara la miró durante un buen rato.
—Yo tampoco creo que matara a nuestra hija —dijo—. Pero me he enterado de que tenía un montón de asquerosa pornografía infantil en su ordenador, y por eso deseo que lo encontréis y lo encerréis durante el resto de su miserable vida.
Fredrika no se planteó lanzarse a una discusión sobre la pena que podía caerle a Gabriel Sebastiansson cuando lo encontraran, si es que alguna vez lo conseguían. Por el contrario, intentó consolar a Sara.
—Nada indica que haya abusado de Lilian.
Sara miraba fijamente al vacío.
—También me lo han dicho. Pero eso no me asegura que ese cerdo asqueroso no la haya tocado.
Las últimas palabras las dijo en voz tan alta que Fredrika empezó a plantearse si había sido una buena idea ir allí sola y sin avisar, pero pronto cambió de parecer. Lo que la había traído era trascendental para la investigación.
—Sara —dijo con firmeza—, tenemos que hablar de Umeå.
Sara se secó unas lágrimas que se habían abierto paso por sus mejillas.
—Ya he explicado lo de Umeå.
—Pero me pregunto si tienes idea de por qué a Lilian la dejaron precisamente delante del hospital —dijo Fredrika.
—No —respondió Sara sin mirarla.
—Entendemos que fue por un motivo especial —continuó Fredrika, implacable—. Creemos que tienes alguna relación con aquel lugar, que el asesino conocía esa relación y que por esa razón abandonó a Lilian allí y no en otra parte.
Sara la miraba fijamente sin entender nada.
—¿Hay algo que no nos hayas explicado? —preguntó Fredrika—. ¿Algo que consideres irrelevante, que no es decisivo para la investigación y que por eso no necesitas explicarlo? ¿Algo privado de lo que prefieres no hablar?
Sara bajó la vista y negó con la cabeza. Fredrika estuvo a punto de suspirar.
—Sara, sabemos que en el hospital universitario de Umeå se conserva un historial clínico, y estamos completamente seguros de que hay una relación entre tu estancia en ese centro y el hecho de que Lilian fuera abandonada también allí.
—Aborté —susurró Sara tras un largo silencio.
Fredrika no desvió la mirada. Era lo que sospechaba, pero necesitaba confirmarlo.
—Me quedé embarazada cuando mi novio y yo rompimos en primavera, y no podía explicarlo en casa. Así que decidí abortar cuando fuera a Umeå al curso de escritura. No fue difícil de organizar. Le dije al profesor que necesitaba un día libre para ver a un conocido y fui al hospital.
Su soledad era tal que había decidido abortar. Pero, aún más importante, ¿era ése el motivo por el que había recibido un castigo tan cruel?
—Lamento profundamente tener que rememorar toda esa vieja historia —se disculpó Fredrika—, pero era indispensable para el curso de la investigación.
Sara asintió mientras lloraba en silencio.
—¿Sabía alguien lo que hiciste en Umeå?
Sara movió negativamente la cabeza.
—Nadie se enteró —sollozó—. Ni siquiera Maria, con quien fui al curso. No se lo dije a nadie. No he hablado nunca de ello hasta ahora.
Fredrika sintió una opresión en el pecho. ¿No había encogido la sala de estar de Sara?
—¿Y fue ésa la razón por la que te quedaste más tiempo que Maria en Umeå? —quiso saber.
—Sí, no podía hacerlo mientras Maria estuviera en la ciudad —explicó Sara, que de pronto parecía muy cansada. Después se irguió en la silla—. Mis padres no pueden enterarse de esto —dijo con voz temblorosa.
—Te aseguro que no lo sacaremos a la luz —la tranquilizó enseguida Fredrika con la esperanza de no mentir. Después insistió—: ¿No se lo dijiste a nadie? ¿Ni siquiera a tu novio? ¿No había nadie que lo supiera o que se lo imaginara?
Sara negó con la cabeza.
—No se lo dije nadie —aseguró con firmeza—. Ni a una sola persona.
«De todos modos, alguien lo sabía. De cualquier forma, alguna mala persona lo sabía», se dijo Fredrika.
Después, sin pensar en lo que hacía, se inclinó hacia delante y puso una cálida mano sobre el hombro de Sara. Casi como la asistente espiritual que había dicho que no quería ser.
Ellen Lind no tenía remordimientos de conciencia por haberse ido a casa antes que los demás. Su trabajo no era el más determinante para la investigación.
A lo largo de su infancia, Ellen había sido la clásica niña a la sombra de alguien. Vivía constantemente a la sombra de sus atractivos y triunfadores padres, pero también de sus hermanos mayores, mucho más listos que ella. Era consciente de ser la hija no planificada, nacida mucho tiempo después que sus hermanos, ellos sí deseados. Ellen ni siquiera era un nombre típico de la familia, todo lo contrario que el de su hermano y el de su hermana.
La sensación de ser una extraña se grabó pronto en ella hasta dejar una huella permanente. Era como de otra especie. Incluso tenía un aspecto diferente; otras proporciones y los rasgos de la cara más redondeados. Sus hermanos eran altos, atractivos, de actitud desenvuelta. Ellen no.
Hacía tiempo que había dejado todo aquello atrás. Ahora que era una mujer adulta con familia propia, sus padres y sus hermanos eran poco más que su familia lejana.
Su experiencia la había curtido para no tomarse especialmente mal el vacío que sentía que le hacían en la Casa. Estaba acostumbrada a ello, acostumbrada a sentirse al margen. Había mantenido alguna que otra discreta conversación con Fredrika —todo con ella era discreto— sobre lo de ser nueva en el grupo, pero no habían trabado amistad. Ellen lo lamentaba, porque estaba convencida de que ella y Fredrika podrían llegar a ser buenas amigas.
Aunque no era en el trabajo ni en Fredrika en lo que pensaba cuando volvió a casa aquel sábado por la tarde. Pensaba en Carl y en sus hijos. Más en Carl.
Estaba preocupada porque no había respondido a sus mensajes, ni el día anterior ni aquél. Tampoco contestó al teléfono cuando lo llamó. Ni siquiera pudo contactar con su contestador automático; sólo una monótona voz mecánica que sílaba tras sílaba decía: «El abonado de este número no puede responder en este momento. Por favor, inténtelo más tarde».
Era como si se lo hubiera tragado la tierra.
Ellen intentó no ponerse nerviosa. Habían estado tan a gusto la última vez… Después de su malogrado matrimonio se había vuelto muy sensible con las relaciones. Se dejaba vencer por la paranoia, y esa característica no era muy positiva en el mercado matrimonial. Sintió cómo se le encogía el pecho, como si algo lo presionara. Si bien aquella desagradable sensación remitió después de respirar profundamente varias veces, al cabo de un momento le entró dolor de estómago.
Naturalmente, aquello era una idiotez. Por fuerza debía de haber una explicación natural para el silencio, y no podía esperar que Carl estuviera siempre a su disposición.
Intentó reírse de ella misma.
Realmente aquella vez «había caído en las redes». Por primera vez, Ellen estaba perdidamente enamorada.
La médica forense que había practicado la autopsia a la pequeña Natalie consiguió al fin contactar con Alex. Le comunicó concisamente que había sido asesinada siguiendo el mismo modus operandi que acabó con la vida de Lilian Sebastiansson: le habían inyectado insulina en la fontanela anterior. No había rastro de huellas ni ADN ajeno en el cuerpo de la niña.
Pero a diferencia del otro asesinato, no habían encontrado polvos de talco.
—Lo cual es un poco extraño —reflexionó la forense—. Significa que el asesino no consideró necesario ponerse guantes para cometer el crimen.
—No, no es extraño —repuso Alex—. Por lo visto, nuestro hombre no necesita preocuparse por las huellas dactilares. Era la mujer que colaboraba con él quien necesitaba guantes, y ella no intervino en el caso de la segunda niña.
—¿Por qué no necesita guantes?
—Se ha quemado las manos para no dejar huellas dactilares.
—Increíble —susurró la forense casi para sí misma.
Alex le preguntó si quería añadir algo más.
—No —respondió ella después de un silencio—. No, nada más. O sí.
Alex esperó.
—No encontramos ningún calmante, como en el caso de Lilian Sebastiansson.
—La niña aún dormía cuando la sacaron del cochecito —razonó Alex—. Probablemente el asesino no tuvo necesidad de sedarla.
—Cierto —convino la forense—. Cierto. —Luego añadió—: No hay nada más. No la expusieron a más violencia que la inyección letal y no he encontrado ni antiguos ni nuevos moretones o heridas en su cuerpo.
—¿Antiguos? —repitió Alex con el ceño fruncido.
Casi pudo adivinar a través del teléfono cómo la forense se sonrojaba al responder:
—Hay muchos padres enfermos. Así que lo controlamos…
Alex sonrió con tristeza.
—Sí, es verdad.
Cuando empezó en el cuerpo, Alex se sorprendió de que los verdugos de las víctimas se encontraran muy cerca de ellas. Tardó años en entender cómo era posible. Podía llegar a entender que en un momento de excitación, con la sangre caliente, se perdieran los estribos y se pegara a una persona. Pero de ahí a matar a alguien mediaba un abismo. Además, la gente se mataba por los motivos más inverosímiles.
«El mundo está loco», le había dicho Alex a su mujer una noche, justo antes de dormirse, poco después de casarse.
Fue el momento que ella eligió para contarle que estaban esperando a su primer hijo. La elección del momento para la revelación en sí no había cambiado su idea sobre el mundo: estaba loco.
Por mucho que intentara encontrar semejanzas entre este caso con otros similares de niños desaparecidos que había asumido durante su carrera en la policía, por mucho que deseaba que terminara de un modo que después no recordara, sabía que el caso de la desaparición y muerte de Lilian Sebastiansson era único y nunca lo olvidaría.
Echó un vistazo al reloj. ¿Valía la pena trabajar toda la noche? ¿Cómo sería el día siguiente? El grupo tenía que estar al pie del cañón.
De pronto la forense carraspeó discretamente. El sonido interrumpió los pensamientos de Alex, que se ruborizó.
—Perdona —se disculpó—. Discúlpame, pero no he entendido lo último que has dicho.
La forense vaciló.
—Lo de inyectar veneno en la cabeza de la niña —empezó.
—¿Sí?
Vaciló de nuevo.
—Tal vez esté equivocada y no guarde relación con el caso, pero… Pero en algunos países es una práctica legal para realizar un aborto fuera de plazo.
—¿Disculpa? —Alex arqueó las cejas.
—Sí, es así —confirmó la forense, y como él no decía nada, prosiguió—: Se ha realizado en varios países donde la práctica de abortos tardíos es legal. En esos casos, más que un aborto se trata de un parto. Cuando aparece la cabeza del niño, se le inyecta el veneno directamente en la cabeza de modo que nazca muerto.
—¡Dios mío! —exclamó Alex.
—Así es como lo hacen —concluyó la forense—. Pero, lo dicho, quizá no signifique nada en absoluto.
Los pensamientos se agolpaban en la cabeza de Alex.
—Yo no estaría tan seguro —dijo—. Yo no estaría tan seguro.
Alex retomó con renovada energía el material de la investigación que tenía delante.
El ambiente en la Leonera era mágico desde que el psicólogo americano había hablado en ella. De hecho, hacía tiempo que Alex no encontraba a alguien que tuviera tantas cosas con sentido que decir. Prácticamente les había proporcionado una estructura para continuar la investigación.
Alex cogió el informe que acababa de entregarle el grupo que había visitado el piso de Jelena Scortz. Había sido difícil, muy difícil, conseguir arrancarle al fiscal una orden de registro. Les había proporcionado demasiada poca información para confirmar su implicación en el asesinato de Lilian Sebastiansson. No lo consiguieron hasta que Alex le puntualizó que, con independencia de hasta qué punto se podía demostrar su complicidad en el crimen, la mujer había reconocido que el hombre al que consideraban sospechoso de homicidio había estado en su casa. Aquello bastó para conseguir la orden judicial.
Pero, tal como había dicho el psicólogo, la inspección de la vivienda no ofreció información alguna que facilitara la identificación del asesino. Encontraron un montón de huellas dactilares en el piso, pero casi todas pertenecían a Jelena, como confirmó el registro de la policía nacional, que las tenía archivadas desde que había sido detenida y juzgada por robo y encubrimiento.
El resto de huellas no constaba en el registro. Y no podían asegurar que pertenecieran al asesino.
Alex tuvo náuseas al ver las fotografías del dormitorio donde había permanecido Jelena después de la agresión. Sábanas, paredes y suelo, todo manchado de sangre.