Pergaminos de Qumrán,
Reglamento de la guerra.
Soy Ary, el hombre hijo del hombre, que vive en el desierto de soplo ardiente, sin un pájaro, sin un insecto, sólo el sol sobre mi tierra de fuego, sólo el frío en mi noche de hielo, sin sueño y sin tregua, sin tiempo en el tiempo de la creación, expuesta en estos acantilados abruptos desde hace millones y millones de años. Vivo en este desierto extraño en el que lo antiguo se vuelve familiar, en el que se manifiesta la similitud de la historia humana, en el que los cráteres evocan los tiempos inmemoriales, los siglos y los millones de años, cuando la masa que formaba la corteza terrestre se recompuso, cuando la Tierra, hace mucho tiempo, experimentó los seísmos y la nivelación de las viejas montañas y la elevación de las nuevas; y cuando, en su momento, las tierras fueron sumergidas por el mar, cuando la tierra de Arabia empezó a moverse hacia el norte, lejos de África, y se separó en una fractura que termina en el mar Rojo y que pasa por el Israel de hoy hasta el golfo de Eilat, a través del valle de la Aravah, prosigue hacia el valle del Jordán a través del mar de Galilea y llega a la fisura larga y estrecha en la que resido. En este lugar minúsculo, lo digo, soy Ary sin satisfacción, el que pasa sus días en el desierto contemplando las márgenes misteriosas del lago de asfalto, que clama al desierto para que libere un camino y nivele en la estepa antediluviana una calzada para nuestro Dios y ascender, ascender a Jerusalén.
—Ya estamos —dijo Shimon cuando llegamos ante la puerta de Jaffa, en Jerusalén—. Si te he traído hasta aquí es porque aún no hemos llegado al cabo de nuestras fatigas.
—¿Qué quieres decir? —pregunté—. ¿Qué ocurre?
—Bueno —dijo Shimon con voz grave—, es muy sencillo. Creo que ha llegado el momento.
Se detuvo y me agarró del brazo:
—Ven, hay que subir a la Explanada.
—¿A la Explanada?
—Precisamente —dijo Shimon.
Dejamos a Jane y a mi padre cerca del coche, ante la puerta de Jaffa. A lo lejos, se oía llorar a las campanas del Santo Sepulcro, de Getsemaní y de la abadía de la Dormición:
Y yo estaré con vosotros para siempre, hasta el fin del mundo
.
Traeré del Oriente a tu pueblo,
y te recogeré del Occidente.
Diré al Septentrión: ¡da!
Y al Mediodía: ¡no te retires!
Haz venir a mis hijos de los países lejanos,
y a mis hijas de la extremidad de la Tierra.
Desde la Explanada del Templo, inclinándonos, podíamos ver a los hasidim, que cantaban y danzaban cadenciosamente, con los ojos cerrados, golpeando el suelo con los pies para marcar el ritmo.
—Gracias a los planos que hemos recuperado en casa de Aarón Rothberg —dijo Shimon Delam desenrollando un mapa—, ahora sabemos lo que el profesor Ericson y Rothberg habían proyectado junto a la secta de los templarios. Mira…
Me enseñó el mapa: era un plano topográfico de la Explanada del Templo. En él aparecía el Templo en punteado.
—El patio del recinto exterior mide más de ochocientos metros —dijo Shimon—. Según la visión esenia del Pergamino del Templo, la superficie total del Templo sería de unas ochenta hectáreas, desde la puerta de Damasco, al oeste, hasta la puerta de los Olivos, al este. Crear una superficie plana en la que construir ese proyecto colosal exige un trabajo muy considerable. Para nivelar el suelo, hay que colmatar el valle sur del Cedrón, al este, y excavar la roca al oeste. Esa operación obliga a retirar tierra y rocas, y todo ello… a fuerza de brazos. Una empresa de extrema dificultad, sí, pero de todos modos realizable.
—Pero es imposible —dije—. ¿No ves, delante de nosotros, en el lugar del Templo, la mezquita Al-Aqsa, frente a la Cúpula de la Roca?
—Sí, pero según su plan, el Tercer Templo estaría situado pared con pared junto a la mezquita Al-Aqsa. Ademas, pensaban que la mezquita les pertenecía —respondió Shimon.
—¿Cómo? ¡No lo entiendo!
—¡Precisamente está en el emplazamiento de la Casa del Temple!
Señaló con la mano la Cúpula de la Roca, un edificio octogonal cubierto por una gigantesca cúpula dorada que se elevaba, inconmovible, ante nuestros ojos.
—Esos patios embaldosados que rodean la Cúpula de las Tablas son el lugar en el que proyectaban reconstruir el Templo. Así pensaban soslayar la mezquita Al-Aqsa.
Sólo entonces me acordé de las palabras de Aarón Rothberg:
«Todo se basa en la observación precisa de la Explanada, donde hay un pequeño edificio, la Cúpula de los Espíritus o Cúpula de las Tablas. Se le llama Cúpula de las Tablas porque está consagrada al recuerdo de las Tablas de la Ley. La tradición judía indica que las Tablas, así como el bastón de Aarón y la copa que contenía el maná del desierto se guardaban en el Arca de la Alianza, que se encontraba en el sanctasanctórum. Otros textos indican que las Tablas estaban colocadas sobre una piedra, la Piedra de Fundación, situada en el centro del sanctasanctórum. Todo ello invita a pensar que el sanctasanctórum no estaba situado debajo de la mezquita Al-Aqsa, como se cree, sino debajo de la Explanada.»
—Por eso los mataron —dije—… Por eso los Asesinos mataron al profesor Ericson y a su familia; porque habían descubierto la existencia del tesoro del Templo leyendo el Pergamino de Plata y querían reconstruir el Templo en la Explanada de las Mezquitas, donde se encuentra el sanctasanctórum… Y los Asesinos querían impedir la reconstrucción porque pretendían recuperar el tesoro que había sido confiado a sus antepasados.
—Pero, para recuperar el tesoro, era necesario que antes Ericson descubriera las cuevas de los esenios.
—¿Por eso me pediste que me ocupara de la investigación? Entonces es verdad que mi misión era servir de cebo.
—Cebo, cebo —refunfuñó Shimon—. Nunca me atrevería… Pero puedo decirte que estuviste bajo una vigilancia constante, incluso en Tomar…
Los Asesinos descendientes de Hassan-ibn-Sabbah y el Viejo de la Montaña pensaban que el tesoro del Templo les pertenecía, así como la mezquita Al-Aqsa, que es su templo… Sacrificaron al profesor Ericson en el mismo lugar en que él quería sacrificar a un toro según el ritual que había aprendido leyendo el Pergamino de Plata, y actuaron según su método ancestral: un asesinato público resulta más disuasorio. Mataron a los Rothberg del mismo modo, así como a Josef Koskka.
—Si os han dejado con vida, a ti y a Jane, es porque creían que podíais llevarlos hasta los esenios, cosa que habéis hecho…
—Por esa razón Jane me había citado en Qumrán a través de ti… Sabía que querían ir allí.
En ese momento vi llegar a dos hombres con las caras cubiertas con pañuelos. Se parecían a los que habían intentado raptarme en la puerta de Sión, diez días antes.
—¡Es él! —exclamó uno de ellos—. ¡Es el Mesías de los esenios! ¡Matadlo!
No tuve tiempo de desenvainar. En ese preciso momento, oímos una formidable explosión. El suelo empezó a temblar bajo nuestros pies, como si estuviera a punto de hundirse. La puerta Dorada, situada no lejos de allí, que había sido murada por los musulmanes para impedir la venida del Mesías, acababa de saltar.
Los dos hombres que estaban delante de nosotros se derrumbaron, abatidos por Shimon, que había aprovechado la distracción.
Shimon me empujó al suelo.
—Asesinos —dije—. Pero ¿quién ha hecho estallar esa bomba?
—Los templarios, para abrir la puerta del Mesías —dijo Shimon—. Es la guerra, Ary.
A lo lejos, resonaron disparos de fusil. Los artificieros volaban inmuebles enteros. A nuestro alrededor, llovían piedras. Por encima de nosotros volaban helicópteros del Tsahal. Se acercaban carros blindados para proteger a los civiles, con los cañones apuntando hacia el lugar de donde procedían los disparos.
—¿La guerra? —dije.
—Creí que podría evitarla, pero no será posible. He ordenado al Tsahal que utilice todos los medios necesarios, carros de combate y helicópteros.
Entonces vi a una milicia que se agrupaba en escuadrones a las órdenes de un jefe. Cada cual tenía asignado un lugar preciso. El jefe dio la señal de ataque blandiendo el estandarte blanco y negro de la Orden, Baucéant. Gritaron:
¡A mí, Beau Sire!
¡Baucéant al rescate!
En medio de las explosiones y de los ecos de las deflagraciones, invoqué su Nombre como lo había hecho cuando me encontré en peligro en Tomar. ¿Qué había ocurrido entonces? ¿No fue un milagro? ¿Acaso el fuego no había prendido de repente para poner en fuga a mis enemigos?
Pero Shimon no me dio tiempo para reflexionar. Me agarró del brazo y me obligó a seguirlo para reunirnos con Jane y con mi padre en el aparcamiento en el que los habíamos dejado. A nuestro alrededor, unos hombres vestidos de blanco con la cruz roja, los templarios, combatían contra hombres enmascarados con
keffiehs
: los Asesinos. En el centro se encontraba el ejército israelí, venido para luchar, pero que no sabía muy bien dónde golpear. Y hubo una enorme mortandad, una guerra terrible contra los Hijos de las Tinieblas, un combate en el fragor de una gran multitud, en el día del dolor, y fue un tiempo de infortunio, y los batallones de infantería llenaban de regocijo los corazones de los Hijos de la Luz, que se habían preparado para ese combate.
A la Explanada ocupada llegaban balas de todas partes, entre las piedras que llovían sobre los hasidim, reunidos ante el muro Occidental. Los tiradores de élite, apostados en las terrazas superiores de los edificios de los alrededores, respondían en medio de un estruendo aterrador y de una humareda negra. En la parte baja del muro se veían los chales de oración de los hasidim, abandonados a toda prisa. Llegaban las ambulancias de sirenas estridentes, y los enfermeros corrían para recoger a los heridos. De repente, en medio del estruendo, resonó una voz: la de un imam que convocaba el poder de Dios y lanzaba por un micrófono llamadas a la Guerra Santa.
Entonces, la vieja ciudad despertó. En pocos minutos, los comerciantes salieron de sus tiendas y empezaron a combatir, incendiando los coches y todo lo que encontraban. Desde lo alto de las colinas próximas, los peregrinos que habían visto interrumpido su viaje observaban, sin creerlo demasiado, el terrible combate.
Por fin, Shimon y yo llegamos al aparcamiento en el que se habían protegido Jane y mi padre, detrás de un muro. Corrí hacia Jane.
—Todo irá bien. Lo sé.
—No, Ary —dijo Jane—, no hay milagros, no los hay desde hace mucho tiempo.
—Eso no es cierto. En Tomar sí que hubo un milagro para mí.
Jane me miró con desolación.
—En Tomar yo encendí el fuego y coloqué las bombas de humo para salvarte antes de que me capturaran los Asesinos.
—¿Fuiste tú? —exclamé, incrédulo.
Me miró, suplicante.
—Fui yo… Yo…
Su frase quedó interrumpida por la llegada de un hombre vestido de blanco. Era Levi el esenio, de la tribu de los Levis. Se acercó a mí. Hice un movimiento de retroceso. ¿Qué iba a decirme? No había vuelto a verle desde mi huida. Pero Levi me miraba con calma, con gravedad.
—Ary —dijo—. Por fin has vuelto.
—Sí —dije—, he vuelto.
—Es la guerra para la que nos preparamos desde hace dos mil años. Ellos iniciaron las hostilidades al matar a Melquisedec.
—¿Melquisedec? —pregunté.
—El profesor Ericson, que había comprendido lo que iba a suceder, esperaba tu llegada esa tarde, la tarde del sacrificio. El profesor Ericson era Melquisedec, el patrón de los justos y el soberano de los últimos días.
—No —intervino Jane—, eso es lo que quería haceros creer. Tomó el texto esenio para intentar encarnar el personaje de Melquisedec, pero no era cierto.
—Era el Sumo Sacerdote que oficia en los últimos días, cuando se hará la expiación para Dios, el Mesías de Aarón, jefe de los ejércitos celestes y juez escatológico… Y el jefe de los samaritanos —añadió— es el descendiente de la familia Aqqoç.
—Os conocía —dije—, por eso sabía que yo iría… Pero el Templo ha sido destruido, no hay ningún sacerdote que asegure el servicio, ni fuego sagrado, ni incienso —dije.
—Tenemos todo lo que hace falta. Y tú eres Mesías y Cohen: tú eres el Mesías de Aarón, el Sumo Sacerdote que puede entrar en el sanctasanctórum. Ha llegado el momento de encontrar a Dios. Sólo tú puedes pronunciar su Nombre para convocar su presencia.
Se acercó a mí y me tomó del hombro con una mano temblorosa.
—Dos mil años, Ary. Hoy es el día, ésta es la hora, vas a verle, y a hablarle, cara a cara…
Señaló a unos hombres que se acercaban a nosotros. Reconocí al jefe de los samaritanos y a sus fieles. A su lado, unos templarios transportaban una urna mortuoria.
Las cenizas de la Vaca Roja
. Tenían asimismo un recipiente dorado que contenía la sangre del toro que habían sacrificado en el Día del Juicio. Unos momentos más tarde, llegaron también los hasidim que habíamos visto en el muro Occidental.
—Vamos, Ary —repitió Levi—, es la hora. Ha llegado el momento. Tenemos las cenizas de la Vaca Roja, tenemos el propiciatorio y conocemos el emplazamiento del Templo.
Ante nosotros, los templarios vestidos de blanco, los Asesinos y el ejército israelí luchaban entre los peregrinos cristianos, todos en la Explanada del Templo, donde empezaba a elevarse la humareda de las bombas y de los cócteles Molotov en una confusión sin igual, en una guerra sin piedad entre los soldados de infantería, los jinetes sobre caballos aterrorizados y los carros de combate del ejército israelí. Todos caían al suelo, se mataban en combate cuerpo a cuerpo o a distancia, y la sangre manaba por la ciudad, invadida por una negra nube de humo. La luz había desaparecido y los cielos oscurecidos sepultaban la ciudad en la tiniebla. Por todas partes corrían hombres al combate, otros huían, algunos se escondían y otros más volvían a levantarse.
Los hasidim nos guiaron hasta la puerta Dorada, de la que partía el túnel que debía llevar al sanctasanctórum.
Shimon se había ido para unirse al teatro de las operaciones. Jane, mi padre y yo seguimos la larga fila que se dirigía a la puerta Dorada bajo el silbido de las balas y el retumbar de las explosiones.
Una bomba había hecho saltar el cemento que muraba la puerta desde el interior. Al llegar allí, Levi nos hizo gesto de entrar. Descendimos a una sala iluminada por antorchas, donde nos esperaban unos esenios vestidos de blanco. Luego Levi nos condujo por un pasadizo subterráneo. Era muy bajo. Teníamos que encoger la cabeza y a veces incluso agacharnos. Muppim abría la marcha con una antorcha en la mano. Por fin, llegamos a una gran sala abovedada, toda de piedra blanca.