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, letra de la santidad, pero también de la impureza, la que se encontraba en mi frente… Yo, que al contrario de mi padre, me había retirado y entrado a formar parte de la comunidad esenia por un acto voluntario, y que había seguido una por una todas las etapas exigidas, yo, que había pasado por todos los grados, en los que el instructor había verificado mis actos y gestos, ¿había progresado hacia la santidad o había caído en las trampas de la impureza? En cada una de las etapas, había probado mi progreso en la observancia perfecta de los preceptos de la Ley. Para ser miembro de la comunidad de los Hijos de la Luz, era necesario tener en cuenta muchas cosas del reino de la Luz.
¿Por qué mi tarea tenía que ser tan dura? ¿Formaba parte de mi iniciación? ¿Por qué los sacerdotes y los levitas proclamaron para mí no sólo las bendiciones y maldiciones del contrato, sino también las que incumbían al Hijo del Hombre? Intenté concentrarme, pero las letras me llamaban, como si quisieran ayudarme a encontrar un sentido, y en lugar de ser yo quien las contemplaba, ellas se pusieron a mirarme, mostrándome las palabras que formaban, como para ayudarme a dar respuesta a todas las preguntas que les hacía.
—Tenía la señal suprema: el atributo de Gran Maestre, la bula y el sello con la efigie de los templarios: dos caballeros sobre un caballo con la lanza enristre. Así fue como me puse en marcha hacia el territorio de Gaza. Allí se encontraba una de las fortalezas del Temple, frente al puerto de embarque. En señal de reconocimiento llevaba a Baucéant, la bandera negra y blanca de los templarios, pues nosotros somos sinceros y benevolentes con nuestros amigos, negros y terribles con aquellos a quienes no amamos.
»Llegué a la fortaleza de los templarios de Gaza, donde debía encontrar al sarraceno, según me había dicho el Comendador. Esperaba encontrar una fortaleza bien custodiada, con numerosos hermanos caballeros, como las que había visitado antes, pero el lugar estaba desierto. Sólo había un templario que, cuando me vio bajar del caballo, corrió hacia mí con aspecto espantado. Me presenté y le comuniqué la razón de mi llegada: tenía que encontrarme con un hombre que debía conducirme a un lugar secreto que sólo él conocía.
»—¿Conoces el nombre de ese hombre al que debes ver? —preguntó el joven templario.
»—Es un sarraceno.
»—Ah —dijo el joven templario con alivio—. Entonces, debo decirte que estamos en una situación terrible y que la fortaleza de Gaza pronto será arrasada.
»—¿Qué está pasando? —pregunté.
»—Bastantes cosas —dijo el joven templario—. Hace diez días el puerto de embarque de Gaza fue invadido por los turcos y nos vimos obligados a asediarlo por tierra, desde nuestra fortaleza. El puerto estaba defendido por sólidas murallas, de una altura y espesor demasiado grandes para que pudiéramos tomarlas por asalto. De todos modos, emprendimos la lucha bajo la dirección del Comendador de nuestra fortaleza, auxiliado por el Maestre del Temple y el Maestre del Hospital, que había accedido a colaborar con nosotros. Después de cuatro días de asedio, cuando estábamos ya a punto de abandonar la empresa, los turcos recibieron refuerzos por mar. Eran temibles guerreros, y su jefe, el feroz Muhamat, al ver que contaba con una superioridad patente, dio la orden de quemar nuestras máquinas de guerra, arietes y onagros, a las puertas de la ciudad. Pero las llamas lamieron las murallas, de modo que, una noche, se abrió una brecha y cayó un panel entero, por el que entramos de inmediato.
»Pero no éramos muchos, éramos menos numerosos que los turcos, que se arrojaron sobre nosotros sin piedad. Habíamos caído en nuestra propia trampa. Cuarenta de los nuestros perecieron en ese combate desigual. Luego, los turcos se concentraron en masa en la abertura del muro para defender la entrada. Colocaron ante la brecha grandes vigas, así como viguetas de toda clase de maderas, arrancadas de navios. ¡Colgaron de la muralla que habíamos intentado traspasar los cadáveres de los cuarenta templarios que habían matado en el asalto! Qué más puedo decirte, hermano, al final sólo dos conseguimos escapar de aquel asedio infernal.
»—¿Dónde está el que escapó contigo?—pregunté.
»Pero el templario no respondió.
»—¿Dónde está? —insistí—. Los turcos no tardarán en ponerse en camino para tomar la fortaleza.
»—Tenemos orden de no partir hasta recibir a la caravana de Nasr-Eddin, por ese motivo nos hemos quedado.
»—No queda tiempo —dije montando en mi caballo.
»—No podemos partir antes de reunimos con la caravana de Nasr-Eddin —repitió el hombre—. Nasr-Eddin es el sarraceno al que tienes que ver. Esa es la orden del Comendador y no podemos desobedecerla.
»—¿Dónde está nuestro hermano?—repetí.
»Entonces, el joven templario se acercó a mí y me dijo, con voz temblorosa:
»—Se ahorcó ayer, cuando vio que los turcos se acercaban.
»Callamos.
»—Muy bien —dije, mostrándole el abacus—, ahora te ordeno que me sigas.
»Tomamos nuestros caballos y nos alejamos rápidamente de la fortaleza. Entonces vimos a lo lejos una caravana que se aproximaba. Se detuvo ante nosotros. El hombre que estaba a su frente desmontó del caballo y nos saludó. Era un hombre joven, vestido con las ropas azules de los hombres del desierto.
»—Me llamo Nasr-Eddin —dijo el hombre—. ¿Y tú, quién eres?
»—Me llamo Adhemar de Aquitania y soy un caballero templario perseguido por los turcos.
»—Estás perseguido —dijo Nasr-Eddin—. Permíteme entonces que os ofrezca mi hospitalidad, a ti y a tu compañero; yo soy el hombre al que debías encontrar. Yo mismo me veo perseguido por la hermana del califa de El Cairo, pues maté a su hermano. Me han dicho que se ha puesto en camino con cien hombres y que ha prometido una fuerte recompensa a quien le entregue a Nasr-Eddin, ¡vivo o muerto!
»—En ese caso te encuentras en un grave apuro. ¿Por qué mataste al califa?
»—No quería que me viera con su hermana, la hermosa Leila, porque yo no pertenecía a su dinastía. Una noche en que fui a verla, él me tendió una emboscada y, para defenderme, me vi obligado a matarle… Nunca más he podido ver a la princesa. Ella exige venganza por su hermano, aunque sé que su corazón llora por mí. ¡Hoy, prefiere verme muerto antes que lejos de ella! Al oír mi historia, los templarios me ofrecieron hospitalidad a cambio de…
»—¿De qué?
»—De un servicio que debo hacerles.
»—¿Cuál? —pregunté.
»—Lo sabrás, pero más tarde; no nos queda mucho tiempo y tenemos un largo camino que recorrer.
»Vestí las ropas azules del desierto y me acomodé en la caravana de Nasr-Eddin, que iba a buen paso.
»En la caravana, al cabo de unos días, nadie habría podido reconocerme. Mi piel estaba curtida por el sol y había adquirido el color ocre del desierto, mis ojos se habían rodeado de arrugas de tanto estar entrecerrados, como los de los hombres del desierto, y mi boca estaba seca como la suya, pues había aprendido a ahorrar el agua.
»Pasamos por los conventos del Temple en Chastel-Pélerin, Cesárea y Jaffa. Luego tomamos la gran ruta de peregrinación sobre la que se elevaba la fortaleza teutónica de Beaufort. Llegamos a las tres grandes fortalezas del Temple: La Fève, Les Plains y Caco. En cada etapa, constaté con desesperación que aquellas fortalezas, consideradas inexpugnables, estaban abandonadas o habían sido tomadas por los turcos.
»Al cabo de un largo y peligroso camino, la caravana llegó a su destino final: la ciudad portuaria de San Juan de Acre, en la que desembarcaban los peregrinos antes de tomar la ruta de Jerusalén.
»La casa de los templarios se encontraba entre la calle de los Pisanos y la de santa Ana, contigua a la iglesia parroquial de san Andrés, que dominaba el magnífico golfo de San Juan de Acre, con su gran torre del homenaje cuadrada y sus muros tan gruesos como el espacio de una habitación. En sus esquinas había atalayas con veletas en forma de leones rampantes de latón dorado. La fortaleza era segura: tenía una planta cuadrada y estaba defendida en los cuatro costados por torres redondas o cuadradas, como los Ribats musulmanes, a la vez fortalezas y conventos. Allí nos refugiamos, en sus salas subterráneas, espaciosas y silenciosas, acogidos y alimentados por mis hermanos templarios.
»Nasr-Eddin era un hombre joven de una belleza llamativa. Sus ojos claros en su rostro sombrío y sus cabellos negros le daban el aspecto de un príncipe. Su encanto e inteligencia eran tales que los templarios se alegraron de acogerlo y de instruirlo en los dogmas principales de la religión cristiana, así como en la lengua franca.
»Una tarde, a la hora del crepúsculo, Nasr-Eddin y yo salimos al puerto de San Juan de Acre, rodeado de murallas construidas por los caballeros para asegurar la protección de sus tierras. Desde allí se veía el mar, y detrás la ciudad, en la que se mezclaban los alminares y las arquerías de las iglesias de los cruzados. El mar embravecido parecía querer romper las barreras e invadir las tierras, pero el ruido del oleaje y la vista del horizonte tras el que se encontraba mi tierra natal, me fueron tan dulces que respiré a pleno pulmón el aire marino, pensando con nostalgia en la dulce tierra de Francia.
»—Tu corazón está triste —dijo Nasr-Eddin.
»—Pienso en mi país —dije—. No sé cuándo ni cómo lo volveré a ver, si es que vuelvo a verlo algún día.
»—Eres mi amigo y querría consolarte —dijo Nasr-Eddin—. Me has salvado la vida del mismo modo que yo he salvado la tuya. Me has enseñado tu religión y ahora estamos ligados. Ha llegado la hora de que sepas quién soy.
»—Te escucho —dije.
»Bajo el cielo iluminado por la luz de mil estrellas alrededor de la delgada luna en cuarto creciente, ante el mar desencadenado que venía a golpear la muralla con sus olas, Nasr-Eddin me reveló quién era y cuál era su papel en mi misión.
»—Formo parte de una cofradía secreta cuyo jefe se llama "el Viejo de la Montaña". Como vosotros, combatimos contra los sarracenos. Y como vosotros, debemos obediencia total y ciega a nuestro jefe. Descendemos de la rama menor de Mahoma, por Ismael, hijo de Agar. Pero nos hemos separado de los musulmanes para conservar los verdaderos preceptos del islam. Somos famosos como guerreros temibles, pero no atacamos ni a los templarios ni a los hospitalarios, pues nos hacemos la siguiente reflexión: ¿Para qué matar al maestre si se limitarán a poner a otro en su lugar? ¿Quieres escuchar nuestra historia?
»—Te escucho —dije.
»—Adhemar, lo que voy a decirte es muy complicado, pero esencial para comprender nuestro mundo. Después de la muerte de nuestro profeta Mahoma, la comunidad islámica fue gobernada por cuatro de sus compañeros, elegidos por el pueblo, que recibieron el título de califas. Uno de los cuatro era Alí, el yerno del profeta. Alí tenía a sus propios discípulos, ardientes y fieles, que se llamaban shi'a o «adherentes». Los chiitas pensaban que sólo Alí habría debido asumir la sucesión de Mahoma, según el derecho de familia. Los chiitas afirmaban que, al contrario de los sunnitas de Bagdad, descendían del profeta. El sexto imam chiita tenía dos hijos. El mayor, Ismaíl, habría debido suceder normalmente a su padre, pero murió antes que él. Entonces, éste designó a su hijo menor, Musa, como su nuevo sucesor. Pero Ismaíl, el mayor, ya había tenido un hijo, Mohammed-ibn-Ismaíl, y antes de morir lo había declarado imam. Los discípulos de Ismaíl se separaron de Musa y siguieron a su hijo. Les llamaron ismailitas. Pero los imams ismailitas tuvieron que ocultarse, pues eran los jefes de un movimiento que atrajo a los místicos y a los revolucionarios del chiismo. Se hicieron tan numerosos que crearon un ejército y conquistaron Egipto, donde establecieron la dinastía de los fatimíes, de la que desciendo. ¿Me sigues?
»—Eso creo —dije—. Desciendes de los fatimíes, que descienden de los ismailitas, que descienden de los chiitas, que descienden de Alí, yerno del profeta.
»—Los fatimíes —prosiguió Nasr-Eddin sonriendo, satisfecho al ver que había comprendido su explicación— eran gente abierta y culta, y gracias a ellos El Cairo se convirtió en la capital más brillante de nuestro pueblo. Pero nunca consiguieron convertir al resto del islam, pues la mayor parte de los egipcios no abrazaron el ismailismo. Un día, hace de ello doscientos años, un persa converso llegó a El Cairo y alcanzó los más altos rangos iniciáticos y políticos del ismailismo: se llamaba Hassan-ibn-Sabbah. Pero no pudo alcanzar el poder, porque el califa Mutansir había designado a su hijo mayor, Nizar, que fue encarcelado y matado por su hermano menor Al-Mustali.
»Hassan-ibn-Sabbah, que había conspirado a favor de Nizar, se vio obligado a abandonar Egipto. Al llegar a Persia, se convirtió en el jefe del movimiento revolucionario nizarí. Tomó posesión de una montaña en el norte de Irán en la que construyó una fortaleza en un nido de águilas: Alamut. La visión de Hassan-ibn-Sabbah se hizo legendaria en el mundo islámico. Con sus discípulos, hizo revivir en la cima de su roca el esplendor de El Cairo. Pero era preciso encontrar un medio de proteger Alamut… Entonces, Hassan-ibn-Sabbah tuvo una idea que iba a revelarse de una temible eficacia, una idea monstruosa y sencilla a la vez, una idea inaudita que, sin embargo, consiguió llevar a la práctica… La idea, Adhemar, era el asesinato.
»Si un gobernador o un político amenazaba a los nizaríes, inmediatamente corría el riesgo de ser asesinado. Pero no simplemente asesinado, sino asesinado de manera pública. Tal era la terrorífica idea de Hassan-ibn-Sabbah: matar públicamente a personajes públicos. Su mayor crimen fue el asesinato del primer ministro persa, el hombre más poderoso de su época. Para llegar a ese resultado, es evidente que necesitaba de seguidores devotos hasta el punto de morir, pues esas hazañas casi siempre implicaban la muerte de quien las ejecutaba.
»—¿Cómo conseguía convencer a sus discípulos? —pregunté.
»—Gracias al qiyamat
—murmuró Nasr-Eddin. Pero eso lo sabrás más tarde, es nuestro secreto…»Se produjo un silencio en el que Nasr-Eddin miró a lo lejos, con una extraña sonrisa en los labios.
»—El caso es —prosiguió Nasr-Eddin— que la reputación de Hassan-ibn-Sabbah se afianzó, y pronto la amenaza bastó para que la mayor parte de la gente renunciara a hacer nada contra él. A menudo, los hombres de Hassan se contentaban con poner un cuchillo sobre la almohada de aquellos a los que querían llegar, y eso bastaba…
»Al oír esas palabras, no pude evitar un estremecimiento.
Un sudor frío me resbaló por la espalda. Un cuchillo colocado sobre una almohada, como el cuchillo encontrado sobre la almohada de Jane. ¿Qué podía significar? Proseguí la lectura con el corazón encogido.
»—Cuando Hassan murió —prosiguió Nasr-Eddin—, designó a un sucesor, que fue llamado "el Viejo de la Montaña". Actualmente reina el quinto sucesor de Hassan. El Viejo de la Montaña es un hombre culto, místico, entusiasta de las más profundas enseñanzas del ismailismo y el sufismo. Pero ahora ya no consigue disipar la amenaza que pesa sobre nuestra secta. Nos vemos perseguidos por los mongoles, que capturan nuestros castillos uno a uno. Alamut ya ha caído… El Viejo de la Montaña se ha visto obligado a retirarse a Siria. Por ello tuve que ir a Egipto, para encontrar apoyos entre los fatimíes, pero fracasé, por las razones que ya conoces…
»—¿Cómo se llama vuestra Orden?
»—Nos llaman los Asesinos… Vosotros y nosotros tenemos el mismo origen.
»—¿Cómo? —dije—. ¿De qué origen hablas?
»—Sé —dijo Nasr-Eddin—, sé lo que te han contado. Te han dicho que en 1120, un hidalgo llamado Hugues de Payns, un caballero de la Champaña establecido en Tierra Santa, decidió fundar una milicia para proteger y guiar a los peregrinos por los caminos que llevan a los Santos Lugares; que su objetivo era combatir, pero al mismo tiempo llevar una vida religiosa según la Regla; que el rey Balduino II os aprobó, os instaló en Jerusalén y os puso bajo la autoridad del patriarca de Jerusalén y de los canónigos del Santo Sepulcro.