»—Todo eso es cierto —respondí—. Nuestra Orden nació para la defensa de los peregrinos y de los Santos Lugares.
»—Ésa —respondió Nasr-Eddin— es la versión oficial. En realidad, la Orden del Temple se construyó alrededor del Templo, para el Templo y por el Templo.
»—¿Qué quieres decir?
»—Las cruzadas no se emprendieron para liberar los Santos Lugares, que nunca han dejado de ser accesibles. Amigo mío, debes saber que fueron los templarios quienes incitaron a emprender las cruzadas con el objetivo de sitiar Bizancio y de tomar Jerusalén para reconstruir el Templo. Y eso no es todo. Voy a revelarte otro secreto. A orillas del mar Muerto existe una encomienda templaria, en un lugar llamado Khirbet Qumrán, fundada en 1142 por tres templarios: Raimbaud de Simiane-Saignon, Balthazar de Blacas y Pons des Baux. Esa encomienda fue construida sobre una fortaleza romana surgida de la restauración de un antiguo convento-fortaleza esenio. El primer Comendador fue el caballero de Blacas. La encomienda tenía como objetivo encontrar y reunir el tesoro del Templo.
»—¿El tesoro del Templo? ¿Por qué?
»—A orillas del mar Muerto encontraron a unos hombres… unos esenios que aún vivían allí, refugiados en las grutas del desierto, sin que nadie lo supiera. ¡Habían consagrado sus vidas a recopilar los pergaminos! Pergaminos que revelan la verdad sobre la historia de Jesús: porque Jesús era el Mesías que esperaban los esenios. Pero cuando los templarios que estudiaron los manuscritos empezaron a revelar lo que habían encontrado, la Iglesia se asustó. Por esa razón ahora ha decidido la muerte de la Orden del Temple.
»—No lo entiendo —dije.
»—Vosotros y nosotros —explicó Nasr-Eddin— somos los continuadores de una misión antigua que empezó hace mucho tiempo, en el año 70, cuando las legiones de Tito tomaron Jerusalén y quemaron el Templo de Salomón después de haberlo saqueado. Un grupo de insurrectos dirigido por el tesorero del Templo, un hombre de la familia de Aqqoç, se había preocupado de esconder el tesoro del Templo antes de que los romanos irrumpieran en ese lugar santo y lo saquearan. Hizo consignar por cinco de sus hombres que sabían escribir los lugares en los que se encontraban los tesoros; para mayor seguridad, hizo grabar ese escrito en un rollo de cobre que confió a unos judíos que vivían en las cuevas del mar Muerto, cerca de Qumrán, antiguos sacerdotes que se habían apartado del Templo porque lo consideraban impuro…
»—Los esenios —murmuré.
»—Sí, y la continuación de esta historia se produjo mil años después, cuando los cruzados descubrieron las cuevas con los manuscritos, que exhumaron… Uno de los manuscritos atrajo su atención, pues era de cobre. Ese rollo contenía todas las indicaciones para encontrar un tesoro fabuloso que no era otro que el tesoro del Templo. Decidieron fundar una orden y asumieron el nombre de templarios. Pero no han dilapidado ese tesoro gigantesco. Excelentes financieros, se contentaron con algunas docenas de barras de oro y plata, que hicieron fructificar para construir catedrales y castillos…
»—Así —dije—, los templarios descubrieron el tesoro del Templo…
»—Los templarios exhumaron el tesoro del Templo excavando en todos los escondites, uno a uno, en el desierto de Judea; lo encontraron todo siguiendo las instrucciones del Pergamino de Cobre, y todo seguía allí, incluso más. ¡Un tesoro fabuloso, Adhemar, de una belleza extraordinaria! ¡Barras de oro y plata, vajilla sagrada incrustada de rubíes y piedras preciosas, candelabros y objetos rituales de oro macizo!
»Al oír aquello, me sentí aturdido. Así, como me había dicho el Comendador y lo confirmaba Nasr-Eddin, la Orden del Temple no se había creado con ánimo de cruzada ni para defender a los peregrinos en Tierra Santa, sino para defender y reconstruir el Templo. Por esa razón los hermanos compraron su casa y construyeron sus castillos, utilizaron un sello que marcaba su secreto, eligieron números y colores, se besaban en lugares simbólicos, ¡todo ello demostraba que los hermanos conocían las doctrinas ocultas de la ciencia esotérica de los judíos!
»—Vosotros, los templarios —dijo Nasr-Eddin—, sois los nuevos esenios, los monjes soldados que esperan el Final de los Tiempos para reconstruir el Templo…
»—Y para ello mantenemos contactos con los representantes de otras tradiciones, para unir nuestras fuerzas en el secreto, para reconstruir el Templo…
»—Y en particular os habéis ligado a nosotros, los Asesinos… El Comendador de Jerusalén, al ver próxima la derrota, firmó una alianza con el Viejo de la Montaña y le confió el tesoro para que lo conservara en su fortaleza, en Alamut; pero cuando Alamut cayó, el Viejo de la Montaña hizo transportar el tesoro a Siria, donde ya no está seguro. Como te he dicho, nosotros mismos nos encontramos bajo la amenaza de los mongoles. Peor aún: el Viejo de la Montaña está dilapidando el tesoro para comprar armas… Adhemar, si quieres salvar tu Orden, o la memoria de tu Orden, tienes que recuperar el tesoro y esconderlo hasta…
»—Hasta el Final de los Tiempos —murmuré.
»—Te llevaré a ver al Viejo de la Montaña. Pero debo advertirte: es tan temido como respetado y siembra el terror a su paso. Su único principio es: nada es seguro, todo está permitido. Si en el seno de su secta goza de una autoridad absoluta, es por el terror que inspira. Sus hombres, que le obedecen ciegamente, atemorizan a todo el mundo, porque no temen nada. Para ellos, está dotado de un poder superior. Nunca se le ve comer, ni beber, ni dormir, ni siquiera escupir. Desde la salida hasta la puesta del sol, está en el pináculo de roca sobre el que se alza su castillo, y ruega por su propio futuro y su gloria. Manda a una legión de asesinos, hombres sin piedad dispuestos a todo, incluso a dar sus vidas.
»A la mañana siguiente partimos después de Primas. Galopamos a lo largo de la costa hacia el norte, en dirección a Siria. Durante tres días y tres noches, avanzamos a través de las colinas desnudas y las montañas del desierto; en algunas ocasiones nos deteníamos en alguna aldea para abrevar a nuestros caballos y avituallarnos. En otras ocasiones, nos uníamos a las caravanas de mercaderes, que hablaban árabe, persa, griego, español o incluso eslavo. Para atravesar los continentes, de Asia a África, pasaban por Palestina, situada en la encrucijada de todos los caminos. Procedentes de Egipto, llegaban a la India o a China y luego volvían por la misma ruta con almizcle, alcanfor, canela y otros productos orientales que habían cambiado por esclavos.
»Al fin, llegamos a una región verde y fértil, una región serena que se parecía a Portugal, y vimos, en la cima de una montaña, una gigantesca fortaleza flanqueada por cuatro torres: el Ribat del Viejo de la Montaña.
»Empezamos a escalar la montaña con nuestros caballos fatigados, en medio de los valles que se extendían alrededor y de las montañas peladas de Siria. Después de cruzar un puente que franqueaba un gran precipicio, vimos las murallas del Ribat, de una altura impresionante, construidas sobre columnas romanas que les servían de cimiento.
»Penetramos en la fortaleza después de haber entregado nuestras armas a los guardias. En el gran patio situado delante de la entrada del castillo, dos refiks
, o compañeros, vinieron a buscarnos. Iban vestidos con un hábito blanco, adornado con bandas de color púrpura, que recordaba nuestro hábito, el hábito de los templarios
.»Los refiks nos condujeron hasta los dars
, los orantes, vestidos de lino blanco, que estaban reunidos en una gran sala octogonal abarrotada de tapices y de almohadones bordados con hilo de oro, en cuyo centro se encontraba una gran bandeja de oro macizo con una tetera y vasos. Los dars nos saludaron y nos invitaron a sentarnos. Luego, nos sirvieron el té. Humedecí los labios en el vaso. El té tenía un sabor extraño y dudé antes de beber
.»—No te fías —dijo Nasr-Eddin tomando mi vaso, del que bebió antes de devolvérmelo—. ¡Ten, ahora puedes beber!
»A nuestro alrededor se habían sentado diez dars en círculo, y todos ellos bebieron en silencio. Algunos se recostaban en los almohadones y parecían adormecidos entre los vapores azucarados del té y del incienso que ardía por toda la sala.
»Al cabo de unos instantes, empecé a sentir una cierta torpeza, mezclada con una extraña sensación de bienestar. Mis labios sonreían sin que yo lo quisiera. Tenía ganas de hablar, de reír y de cantar. Pero los dars se levantaron. Nos escoltaron a través de largos pasillos hasta una gran sala luminosa en la que había sillas y mesas incrustadas de piedras preciosas, donde nos esperaban los fedauis
, los devotos. Los fedauis se inclinaron ante nosotros para saludarnos y desearnos la bienvenida. Abrieron la puerta de la sala, que daba a un jardín
.»Entré en el jardín y, oh milagro de aquella tarde majestuosa, vi todo lo que la mirada puede percibir de hermoso y encantador. El sol lanzaba débiles rayos de un tono dorado, desplegando sus tintes rosados sobre las nubes de encaje. Una ligera brisa traía un hálito de frescor. La vegetación era lujuriante y densa, y había sido organizada en un sabio desorden. Entre matorrales sublimes corría, con un rumor melodioso, un arroyo de agua transparente que adquiría matices de color verde turquesa. Alrededor del arroyo había rosas recién abiertas, tan frescas que me entraron ganas de comerlas.
»Desde la cima de la montaña en la que se encontraba ese jardín, se veía la tierra tan redonda, que tuve la sensación de encontrarme a la vez allí y en otra parte, fuera del tiempo.
»De repente, el mundo dejó de existir, y yo estaba solo ante el agua que fluía, emocionado por su fragilidad; y mis ojos deslumbrados por la belleza sonreían satisfechos, sorprendidos, felices, arrebatados, pues se había abierto para mí la puerta del placer, de la dicha y de la felicidad.
»Vi arbustos verdes y azules, inmóviles bajo la brisa, de contornos tan finos que parecían dibujados por un pintor; eran árboles perfectos. Arboles abrazados, entretejidos, de tacto suave como el de la seda, de tonos verdes recamados sobre el fondo verdeante; árboles velados de oro y de bronce con el sabor del alba, velos de oro y de bronce color verde manzana, velos de fuego y de otoño, sueños del verano profundo, árboles de suaves colores fundidos y entrelazados, velos de fuego y de otoño color verde ciruela, velos de mora y de cereza.
»Aquel paisaje enmarcado en el crepúsculo escarlata parecía haber sido dibujado para mí y por mí, velos de mora y de cereza de color verde malva, velos de nube oscura, velos de cielo verdegrís, verde de horas alargadas en nuevas horas, verdes de taza de té teñidos de bronce, suaves, suaves colores fundidos y enlazados, árboles, don del aliento a la sombra del inmenso cielo murmurado, celebrado, gritado, sobre el terciopelo verde del jardín.
»—¡Mira! —dije a Nasr-Eddin—, ¡mira, el árbol perfecto!
»Entonces llegaron las mujeres, indolentes, cantando y danzando al son de las mandolinas. Traían bandejas cargadas de dulces que comimos, pues teníamos apetito. Jamás había sentido semejantes aromas y perfumes, y jamás un alimento había tenido tanto sabor, y conocí el sentido de la palabra delicia. Luego una de las mujeres se acercó a mí y posó sus labios sobre los míos. ¿Cuánto tiempo duró? ¿Una hora, dos horas, más? Sonriente, imprecisa, indecisa, tenía largos cabellos sedosos y ojos límpidos de arroyo, y me decía:
»—Únete a mí.
»Y yo le decía: ”Amiga, mis ojos te devoran y sin embargo no me atrevo a verte”. Y le decía: “Busco tu mirada y no consigo contemplarte”. Y le decía: “Me cuesta sostener tu visión y me deslumbras”. Y le decía: ”Sólo tengo de ti una vaga percepción". Y le decía: "No conozco el color de tus ojos, pero sé la altura de su expresión". Y le decía: "No conozco el trazo de tu boca, pero sé la profundidad de tu sonrisa”. Y le decía: "Sé que las aletas de tu nariz le dan una expresión noble y orgullosa". Y le decía: "Me fascinan los ademanes amplios de tus manos, pero no sé si son pequeñas o grandes". Y le decía: "De tu cuerpo sólo conozco los movimientos”. Y le decía: "Amiga, conozco el ritmo, los impulsos de esos movimientos". Y le decía: "Te veo en todas partes; en cada mujer, me parece verte a ti". Y le decía: "Tú eres todas las mujeres y sólo te diferencia tu caminar”. Y aún:
»"No conozco tu forma".
»"No sé verte cara a cara".
»"Te conozco por la vida que te mueve”.
»"Te conozco por los ojos del amor”.
»Y sentí que mi cuerpo se elevaba y volaba sobre el agua, como raptado por un aliento supremo, ardiente, que veía, sentía, gritaba, perdía el tiempo y veía el placer, sobre el polvo ardiente y el cántico de la tarde entonado por voces muy dulces, una tonada sin palabras, de intensos fulgores, una tonada de ternura, de alegría y de tristeza, de colores muy vivos, intensos, abigarrados. Respirando profundamente, me dejé aspirar hasta el fondo, hacia la ondulante columna de la libertad. Alzando sus velos, desafiando su poder, busqué el límite de su carne, trastornado por el contacto y su delicia. Me eternicé entre suspiros sobre las rosas de la mujer del dulce surco. Fui bienaventurado en su paraíso. Acababa de penetrar en el otro mundo cuando los refiks vinieron a buscarme, y me arrancaron de los brazos de mi amiga.
De repente interrumpí mi lectura. Acababa de encontrar un punto que evocaba la letra de las letras, la letra del inicio, la letra
,
yod
. La contemplé largo tiempo. Y, de repente, todo cobró sentido; y me sentí estupefacto al comprobarlo. ¿Cuánto tiempo duró? No sabría decirlo, pues había estado demasiado absorto en la comprensión activa del texto…
Yod
, la letra dibujada en la frente de Jane. Tenemos cien mil razones para amar a quienes no amamos, y no tenemos ninguna para amar a un ser en particular, y, sin embargo, a ése amamos. Había mil modos de olvidar el negro resplandor de su mirada, y, sin embargo, no lo olvidaba, pues me había alejado de mí, hacia otro mundo, como una humareda que se eleva, donde todo era sombrío y hermoso, donde yo emprendía el vuelo con el corazón trastornado; y el corazón me había vencido cuando ella alzó los ojos en el desierto, y mi oído prestó atención a la llamada de mi nombre, y la urgencia de responderla y volver a oír su voz había sido como una llamada ante la cual ya nada más existía. A partir de ese momento, había vivido en la espera. Es decir, me armaba de paciencia, como me había armado desde siempre.