Me incliné hacia mi vecina, una mujer con un sombrero de ala ancha que le disimulaba el rostro. Le pregunté si la peregrinación se debía a alguna celebración especial. Alzó la cabeza: en su rostro largo de rasgos finos, con una boca resaltada por un carmín muy vivo, reconocí a alguien a quien ya había visto, pero no pude precisar dónde. Ella no pareció reconocerme.
—Yo —respondió la mujer a la pregunta que le había hecho— soy una periodista polaca, pero ellos van a Tierra Santa, en peregrinación ¿sabe?, para seguir los pasos de Cristo en la santa y gloriosa Sión, madre de todas las Iglesias. Seguro que harán turismo por el país, pero mañana, ¡apuesto que están todos en Jerusalén!
—¿Porqué? —pregunté.
—Porque hay una gran reunión organizada por una Hermana.
—¿Cómo se llama? —pregunté.
—Se llama sor Rosalía. Pero si quiere saber más, debería preguntar a su guía.
El monje seguía paseando entre las hileras de viajeros, dedicado a su monólogo.
—El lugar de la vida, de la pasión y de la resurrección del Señor —prosiguió— es el mismo lugar donde nació la Iglesia. Nadie puede olvidar que cuando Dios eligió una patria, una familia y una lengua en este mundo, fue en Tierra Santa donde los apóstoles establecieron su fe en Cristo y donde también establecieron una misma doctrina y una misma fe.
—¿Quiere ver mi talismán? —preguntó mi vecina.
Lo descolgó de su cuello y lo abrió. Contenía un pedazo de pergamino. Lo tomé y lo examiné. Cuál no sería mi sorpresa al descubrir que se trataba de un fragmento de los manuscritos del mar Muerto…
—¿De dónde lo ha sacado? —pregunté.
—Una historia muy extraña —dijo la mujer—. Estaba en casa de un tal… ¡Josef Koskka!
—¿Cómo?
—Murió ayer, en circunstancias muy extrañas… asesinado en su domicilio, apuñalado. Por esa razón voy a Israel, quiero investigar, porque no me sorprendería que el asesinato esté ligado al descubrimiento de un misterioso Pergamino de Cobre, que indica la localización de un tesoro fabuloso… ¿Conoce usted Qumrán?
Nos acercábamos a Tierra Santa, como decían, nos acercábamos a Israel, y lo sentía.
Que si conocía Qumrán… ¿Podría volver allí alguna vez?
De repente, la mujer dejó caer un montón de papeles colocados sobre su mesilla. Me incliné para ayudarla a recogerlos. Sobre uno de ellos había una cruz roja. La misma cruz que se encontraba cerca del altar.
La cruz del profesor Ericson, la que Jane había recogido
.
La falsa periodista polaca miró a derecha e izquierda. Sólo entonces la reconocí: era Madame Zlotoska, la mujer que nos había conducido al despacho de Josef Koskka.
—No diga una palabra —murmuró, amenazadora.
—¿Quién es usted?
No respondió.
—¿Es cierto lo que me ha dicho de Koskka?
—Es cierto, sí. Y si usted desea volver a ver a su pequeña americana, es mejor que haga exactamente lo que yo le diga.
—No podía hacer nada más, A pesar de mi dolor, no podía volver a casa sin cumplir mi misión. Era preciso actuar como me había dicho el Comendador de los templarios. El desierto se extendía ante mí, vasto y solitario; sus colores cambiaban y las sombras se alargaban, la arena brillaba como mil estrellas en el cielo, como una alfombra de oro extendida bajo mis pasos. Cuando el cielo se transformó en una bóveda oscura y diamantina, saludé a la noche y me acosté hasta que las nubes luminosas flotaron de nuevo por encima del mar desértico. Por fin disponía de un pequeño descanso.
Después de estas palabras, Adhemar cerró los ojos y apoyó la frente contra la pared de la prisión. Su voz se debilitaba cada vez más. La luz oscura de sus ojos era como una llama que se apaga. Tomé su mano, que temblaba, para animarle a proseguir su historia, pues el alba se acercaba.
Prisionero, raptado por aquel extraño personaje: así llegué a la tierra de Israel. En el aeropuerto, fui introducido en un automóvil que nos esperaba en el aparcamiento. Miré a derecha e izquierda. Había policías y soldados. Pero no podía hacer nada contra ella, porque ella tenía a Jane. No podía hacer nada más que seguirla.
—Por fin —prosiguió Adhemar con más lentitud, como si su relato tuviera el poder de retener la noche—, después de varios días de viaje, llegué a Qumrán, bajo un sol ardiente. Las grandes palmeras arrojaban sus sombras sobre la colina, las piedras relucían bajo su aura. Al frente de la larga caravana, yo no podía avanzar con rapidez, y me hizo falta cierto tiempo antes de encontrar Khirbet Qumrán siguiendo las precisas indicaciones que me había dado Nasr-Eddin.
»Por fin llegué a la terraza en la que se encontraba el campo. No lejos de allí podía ver las tumbas de un vasto cementerio. El mismo campo formaba un triángulo, uno de cuyos lados era un largo muro, y el vértice una gran explanada suspendida sobre el mar Muerto. Una torre dominaba el conjunto formado por una sala rectangular y muchas otras más pequeñas, así como por numerosas cisternas. Todo parecía desierto. El sol calentaba las piedras y las rocas. Detrás de mí, las montañas de Moab se despertaban bajo un halo de polvo color malva. A esa hora no había ni un soplo, ni una arruga, ni una sombra en ese paisaje pálido, sofocado de luz.
»Dejé la caravana a la entrada del campo, y até a los caballos. Luego entré en aquel lugar silencioso. Pasé ante las cisternas llenas de agua y ante otras numerosas cisternas rectangulares, alimentadas por un canal que debía traer el agua de los ued que descienden de las rocas del desierto. Al fin, llegué ante la gran construcción de piedra, en la que entré. Encontré allí un patio y un recinto. En torno al patio se sucedían numerosas habitaciones: una sala de reunión con una gran mesa de piedra, un scriptórium en el que había mesas bajas con tinteros, y un taller de cerámica con hornos.
»Al fondo del patio se encontraba la torre que dominaba el campo; me acerqué a ella. Entré en la sala de abajo, iluminada por dos saeteras muy estrechas practicadas en el muro de piedra y que dejaban pasar un fino rayo de luz. Una escalera de caracol conducía a un piso en el que había tres salas. Una de ellas era mayor que las demás. Allí, oí una voz.
—No tenga miedo, pronto sabrá por qué está aquí y qué queremos de usted.
Avanzábamos en el
jeep
que conducía la falsa periodista.
Miedo, sí, tenía miedo. Miedo de los Asesinos que querían mi muerte, miedo de los que se habían apoderado de Jane. Y tenía miedo de volver a ver a los esenios, porque conocía la Regla de la Comunidad y las sanciones aplicadas en función de la gravedad de las faltas. Tenía miedo de que no accedieran al espíritu de misericordia y de que se vengaran como se habían vengado dos años antes, con la crucifixión.
—Hemos llegado —dijo la mujer.
Detuvo el
jeep
ante la meseta de Khirbet Qumrán. Justo delante de nosotros estaba estacionado un automóvil. Se abrió la portezuela y vi descender al hostelero de París, alias Maestro Intendente. Disimulaba su gran corpulencia bajo una túnica blanca, una especie de chilaba. Llevaba la cabeza cubierta por un
keffieh
rojo.
—Ary Cohen —dijo—, cuánto me alegro de volver a verle…
—¿Qué quiere usted de mí? —dije—. ¿Dónde está Jane?
—Cuántas preguntas, cuántas preguntas —respondió con calma—. No sé por dónde empezar. Tal vez por las presentaciones. Me llamo Omar —dijo.
—¿Qué quiere de mí? —repetí—. ¿Qué hace usted aquí?
—¿Lo ignora?
—No, sé quién es. Usted es el Viejo de la Montaña, descendiente de los Asesinos. Usted ha matado al profesor Ericson, así como a los esposos Rothberg y a Josef Koskka.
—Le felicito. Veo que su pequeña lectura le ha sido de provecho.
—Dígame dónde está Jane.
—Jane está en un lugar seguro, no se preocupe por ella.
—¿Dónde está? —repetí.
—Ahora no es usted quien hace las preguntas —dijo Omar—, sino yo. ¿Dónde están las cuevas? Tiene que llevarnos allí.
—¿Allí, dónde?
—Lo sabe usted muy bien.
—¿Y si me niego?
—Ary —murmuró Omar—, ¿usted conoce la Regla de los templarios en caso de combate?
Se acercó a mí y murmuró:
—La milicia se agrupa en escuadrones bajo las órdenes del Mariscal. Cada caballero tiene asignado un puesto preciso, y no debe apartarse de él. El Mariscal da la señal de ataque agitando la bandera blanca y negra de la Orden, Baucéant. En la confusión de la batalla hay que seguirla siempre, y no abandonar la lucha mientras ondee en el aire. El grito de batalla es: ¡A mí,
Beau Sire!
¡Baucéant al rescate! ¿Y conoce nuestra Regla en caso de combate?
No me dejó tiempo para responder.
—No tenemos ninguna Regla —dijo.
Emprendimos el camino que se hunde en la gran caldera y se adentra en el desierto de Judea. Cuando entramos, silenciosos, en el yacimiento de Khirbet Qumrán, era tarde, todo estaba tranquilo y desolado, pero aún se percibía el calor de la jornada, asfixiante, en ese mundo de piedras y de estratos, ese valle con su lago dormido y sus rocas ardientes. Detrás de nosotros, las montañas de Moab, ya adormecidas bajo un halo de polvo color malva, se reclinaban lentamente hacia un mar en perfecta calma, sembrado de luces estrelladas. A esa hora no había ni un soplo, ni una arruga, ni una sombra en ese paisaje pálido acariciado por la luz dorada del crepúsculo.
«Éste —me dije—, es el atardecer tras el día, pero ¿qué nos reserva el mañana?»
Al llegar a la necrópolis, al suelo de ladrillo colocado sobre un saliente formado por el mismo suelo, me asaltó una sensación extraña. Era como si nos siguiera un vapor de veneno, una nube nefasta. Allí me había estado esperando, dos semanas antes, el espectáculo, la escena de un horror sin igual, en ese desierto blanco y helado, ante el mismo mar impávido de un azul transparente, las rocas inmóviles y los cielos sin nubes. Abrí los ojos y me detuve, como una estatua de piedra. Quedé petrificado, como cuando las vi por primera vez, ante aquellas tumbas abiertas, aquellos huesos desecados, con la cabeza hacia el sur y los pies hacia el norte.
En la gran meseta, las tumbas abiertas seguían clamando al cielo.
»—Antes de mover mis manos y mis pies, bendeciré su Nombre —dijo la voz—. Rezaré ante Él antes de salir y antes de entrar, de sentarme o de levantarme, y en el momento de tenderme en mi lecho. Le bendeciré con la ofrenda que procede de mis labios, entre los hombres.
»Entré en la gran sala, de donde venía la voz. Allí había un grupo de cien personas vestidas de lino blanco, que miraban hacia levante. En el centro del círculo, un hombre se volvió en mi dirección.
»Era el Comendador de los templarios de Jerusalén.
»Entonces comprendí que los templarios me esperaban: sabían que había visto al Viejo de la Montaña, pues ése era el plan que habían trazado para mí, y para ello había encontrado a Nasr-Eddin, que tenía que llevarme hasta el tesoro a cambio de la protección de los templarios. ¡Ay! No había sido capaz de asegurarle esa protección.
»—Bienvenido, Adhemar—dijo el hombre—. Bienvenido a la encomienda de Khirbet Qumrán. Aquí se encuentran los últimos combatientes de nuestra Orden, los guerreros enviados por los esenios para reconstruir el Templo, una misión que podremos cumplir, más tarde, gracias a ti.
»Ante nosotros, los cien hombres permanecían inmóviles. Todos callaban, en una atmósfera solemne, todos estaban en pie, en orden jerárquico, en ese Capítulo sin igual.
»—Ahora —dijo el Comendador—, debes tomar el tesoro y esconderlo en un lugar que sólo tú conocerás. Nadie más tendrá acceso a él, ni siquiera nosotros —añadió, designando a los hombres vestidos de lino blanco—. Nadie, para que más tarde los que lo encuentren puedan llevar a cabo lo que nosotros no hemos podido cumplir.
»Al día siguiente, salí del campo para esconder el tesoro. Allí, delante de la larga caravana que me esperaba, encontré a un chiquillo. Su piel estaba cincelada por el sol. Sus ojos oscuros y sus cabellos negros contrastaban con el blanco de su túnica de lino, resplandeciente bajo el sol. Se acercó a mí.
»—¿Qué quieres? —le pregunté mientras ensillaba mi caballo.
»El chiquillo no respondió.
»—¿Cómo te llamas?
»—Me llaman Muppim.
»Me agaché y lo miré con atención. No debía de tener más de diez años. Sus ojos estaban húmedos: había llorado.
»—¿De dónde vienes, Muppim?
»Extendió su brazo para señalar las cuevas situadas al norte del acantilado rocoso.
»—Te has perdido, ¿verdad?
»El chiquillo me hizo un gesto para indicar que no me había equivocado.
»—Ven —dije—, intentaremos encontrar tu camino juntos.
»Le hice montar en mi caballo, y la larga caravana se puso en marcha, juntos avanzamos en el desierto, y Muppim me habló, me contó la historia de su pueblo. En ese desierto, decía, había empezado todo. La palabra de Dios a su antepasado Abraham.
»—"Vete de tu tierra y de tu patria, y de la casa de tu padre”.
»—¿Para ir adónde? —preguntó Abraham.
»—A la tierra que yo te mostraré. Vete de tu país y yo haré de ti una nación grande y engrandeceré tu nombre. Vete de tu país, ésa será tu bendición.
»Y Muppim evocó el fatigoso viaje de los hijos de Israel, que en su existencia nómada, en una tierra árida y durante cuarenta años, habían recorrido el desierto. El camino desde el Nilo hasta las montañas del Sinaí había sido terrible.
»Fue en el Sinaí donde Dios selló su Alianza con su pueblo en el desierto, convirtiéndolo en su propiedad entre todas las naciones; allí fue donde dio la Torá, escrita por su propia mano; allí pidió que fuera construido un Tabernáculo para que el hombre pudiera encontrarle.
—¿Y bien? —dijo Omar—. ¿Adónde vamos ahora? Espero que la memoria no te falle.
—¿Por qué habéis hecho algo tan abominable? —respondí, señalando las tumbas.
—¿No está escrito en vuestros textos? ¿Acaso el valle de las osamentas no es la señal del Final de los Tiempos? Vamos, debemos seguir adelante. Pero tú no —dijo a Madame Zlotoska, que nos había acompañado hasta allí.
Sacó una pistola, apuntó a la mujer y, delante de mí, disparó una, dos veces.
La mujer cayó, un hilo de sangre brotó de su boca.
Imperturbable, Omar prosiguió su marcha. Si le dejaba hacer lo que él pretendía, si le enseñaba el camino que lleva a los esenios, iría hacia mi muerte. Yo era un desertor. Un desertor, para los esenios, significa un traidor. Pero si no obedecía, perdía cualquier posibilidad de encontrar a Jane, y de sobrevivir.