Read El tesoro del templo Online

Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

El tesoro del templo (27 page)

BOOK: El tesoro del templo
3.57Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Un pesado silencio reinaba en la asamblea.

Había un centenar de personas, todas vestidas con elmanto blanco de la cruz roja, cuando el Maestro de ceremonias, un hombre de unos cincuenta años, delgado, de barba gris y cabellos negros, repitió su pregunta a la Asamblea:

—¿Deseáis que lo hagamos venir ante Dios?

De repente, uno de los hombres se adelantó. Cerré los ojos: reconocí al hostelero que nos había comentado su menú con tanta verborrea.

—Comendador —dijo—, os informo que esta ceremonia no es conforme. Por ello nuestro hermano no puede ser ordenado.

—Explicaos.


Beau Sire
, hay un traidor entre nosotros. Un extraño está aquí presente.

Se oyeron murmullos de aprensión. El Comendador hizo callar a los presentes con un signo. El silencio volvió inmediatamente.

—Explícate, Intendente y Maestre de la Carne —dijo al templario-hostelero.

Entonces, el hostelero alzó el dedo y señaló en mi dirección. Yo estaba de pie junto a la puerta, detrás de todos. Toda la concurrencia se volvió. Inmediatamente, dos hombres se deslizaron entre la puerta y yo, bloqueando la salida.

Todos callaron, como si retuvieran el aliento, sin apartar sus miradas de mí. Koskka, a mi lado, no hacía un solo movimiento. El Comendador me hizo un gesto para que me acercara.

Me adelanté hacia él, que me observaba de arriba abajo. Entonces me indicó que me pusiera de rodillas, cosa que hice.

—Querido hermano, ésta es la reunión de los templarios, reservada sólo a los templarios. En todas las cosas que os vamos a preguntar, decid la verdad, pues si mentís, seréis severamente sancionado.

Asentí.

—¿Estáis casado o prometido, corréis el riesgo de ser reclamado por una mujer a la que se os devolvería después de haberle causado gran vergüenza?

—No.

—¿Tenéis deudas que no podéis pagar?

—No.

—¿Sois sano de cuerpo y de espíritu?

—Sí.

—¿Estáis en el Temple por simonía?

—No.

—¿Sois sacerdote, diácono o subdiácono?

—No.

—¿Estáis afectado por una sentencia de excomunión?

—No.

—Os vuelvo a poner en guardia contra la mentira, por benigna que sea.

—No —repetí con una voz que temblaba ligeramente, pues, en realidad, no me hallaba lejos de estarlo, entre los esenios.

—¿Y juráis que veneráis a Nuestro Señor Jesucristo?

A esta pregunta no pude responder, pues me estaba prohibido por la Regla, por mi Regla. Detrás de mí se oían extraños ruidos metálicos. Alcé la cabeza y vi que todos habían sacado escudos de bronce pulidos como espejos. Los escudos estaban orlados por una trenza en forma de lazo de oro, plata y bronce entrelazados, y adornados con piedras preciosas de blockquoteersos colores. Todos ellos alzaron sus escudos, como si quisieran protegerse del mal.

Delante de mí, el Comendador sostenía con las dos manos un sable con el que me rozó la mejilla.

—Entonces el Comendador me hizo acercarme a él para someterme al ritual de los besos. Acercó su rostro al mío y me besó en la boca, centro del aliento de la palabra. Luego me besó entre los hombros, que son el centro del soplo celestial. Luego se inclinó y me besó en el hueco de los ríñones, en el lugar en que se lleva el cinturón, que es el nervio de la vida terrena.

»Así me dio a entender que por esas dimensiones yo quedaba consagrado al Temple y nada más que al Temple. Luego me condujeron a una pequeña sala y me dejaron solo hasta la noche. Luego, tres hermanos vinieron a buscarme y me preguntaron tres veces si persistía en aceptar la terrible carga que me incumbía. Como persistí en aceptar, me condujeron de nuevo ante el Capítulo, donde me esperaba el Comendador.

»—Este es el manto blanco del Gran Maestre —dijo—. Simboliza la relación con la blockquoteinidad y la inmortalidad para aquel que lo lleva. Y éste es el escudo o la égida, marcado con la cruz roja de la Orden.

»Puso la pesada espada incrustada de oro y piedras preciosas en mi mano derecha y declaró:

»—Recibe este acero en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y sírvete del mismo en tu propia defensa y en la de la Orden, y no hieras a nadie que no te haya hecho daño.

»Volvió a enfundar la espada en su vaina.

»—Lleva contigo este acero, pero recuerda que los santos no conducen los reinos con el acero.

»Saqué el arma de su vaina, la blandí tres veces en cada mano y volví a envainarla mientras el capellán declaraba, abrazándome:

»—Así seas un Gran Maestre pacífico, fiel y sometido a Dios.

Me mantuve inmóvil ante el Comendador, que esperaba mi respuesta a su pregunta. Estaba atrapado: podía decir que era soltero, que no tenía riquezas ni deudas, pero no podía jurar por Jesús. A mi alrededor empezaron a sonar terribles chirridos, silbidos y crujidos.

Entonces el Comendador deslizó su sable sobre mi garganta. Me era imposible escapar: conocía esta regla, su Regla, que también era la mía:
Y practicarán obediencia mutua, el inferior hacia el superior, por el trabajo y por los bienes
.

Cada cual debía estricta obediencia a aquel cuyo número de orden designaba como más veterano y su superior, como ese mismo superior debía obediencia a los que habían sido citados antes que él. Quienquiera que opusiera una negativa a la orden de su hermano jerárquicamente superior, recibía una sanción severa. Dicho de otro modo, cada una de las personas presentes en la reunión estaba a las órdenes de otra, que estaba a las órdenes del Comendador, que a su vez estaba a las órdenes… del Gran Maestre. Sólo él podía salvarme. Busqué a Koskka entre la concurrencia con desesperación. Pero Josef Koskka se había quedado en el fondo de la sala, silencioso, con el rostro impasible.

¿Era una trampa? ¿Me había hecho acudir a la sesión de los Numerosos para ejecutarme?

En mi interior sopló un viento de vértigo hasta las puertas de la Muerte. Porque había sido atrapado por Belial, y por su plan maléfico, arrastrado a mi pesar en la locura de la borrasca.

Entonces, de repente, y como no podía hacer otra cosa ante ese sable que tenía sobre la garganta, a punto de morir como un animal sacrificado, creé el vacío y busqué una letra:
,
he
.

He
, larga inspiración, soplo de vida, ventana sobre el mundo, pensamiento, palabra y acción de las que está hecha el alma, se me presentó.
He
, como el soplo de Dios que, con diez palabras, creó un mundo. Respiré profundamente.
He
, y fue como al principio, cuando Dios creó el cielo y la tierra, y la tierra era el caos y las tinieblas cubrían la superficie del mundo.

Pero ¿cómo pudo haber una creación del mundo si ya había cielo y tierra? No podemos elucidar el misterio de la creación, pero podemos dejarnos llevar por el soplo, cuyo origen está en el corazón.
Ruah
, vientos y materiales sutiles, vapores y nieblas. Cólera, cólera, abrazo del soplo vital, palabra de la profunda respiración.
Reah
, perfume del aire que entra en el cuerpo por el olfato. Cuando un hombre se encuentra en una situación difícil y eso le angustia, tiene la respiración entrecortada, pero cuando está tranquilo, puede inspirar el aire que entra en él para refrescarlo; por ello se dice que respira.

Intenté inspirar, respirar profundamente el aliento material y sensible para calmar los latidos de mi pulso y la terrible pregunta que soplaba en el fondo de mi corazón: ¿qué iban a hacer conmigo? ¿Qué querían y qué hacía yo, cogido en esa emboscada? ¿Y qué podía hacer para salir de ella?

Entonces recordé el soplo de Dios planeando sobre la superficie de las aguas, ese viento que Dios nos había enviado para separar el cielo y las aguas, y efectué una inspiración.

De súbito, una impresión se formó en mi alma, a partir de sí misma, limpia en su unidad; de súbito, una experiencia íntima se formó en mi corazón, partiendo de la Voluntad suprema para llegar a las veintidós chispas que se mueven por una acción espontánea como la ley del amor. Y se hizo la luz: la luz del fuego.

—A la luz de las antorchas finalizó la ceremonia y los hermanos se dispersaron. Entonces, el Comendador me hizo sentar delante de él, en la gran sala de la Casa del Temple. Estábamos allí, frente a frente, y nuestras sombras parecían inmensas proyectadas sobre el suelo. Nos miramos, yo, joven y vigoroso, aún sorprendido por lo que acababa de acontecer, pero con el cuerpo inclinado hacia delante, listo para el combate, y el viejo Comendador, de mirada penetrante, escrutando el alma hasta profundidades abismales, con el cuerpo delgado, seco, de los caballeros que han guerreado demasiado.

»—Gran Maestre —dijo el Comendador—, nuestros hermanos te han llamado a gobernar, a servir a nuestra bella compañía de la caballería del Temple. Ahora debes saber ciertas cosas que nos conciernen.

»Enumeró las faltas que podían privarme de mi función, precisó las obligaciones que me incumbían y terminó de este modo:

»—Te he dicho lo que debes hacer y lo que no debes hacer. Si he omitido decirte algo, si hay algo que desees saber, puedes preguntármelo y te responderé.

»—Recibo tu proposición con agradecimiento —respondí—. Dime por qué me has hecho venir, por qué me has hecho elegir y qué misión deseas confiarme. Pues soy joven, pero no ingenuo: sé que soy un instrumento en tus manos.

»El Comendador no pudo evitar una sonrisa.

»—Has comprendido la suerte que reservamos a los nuestros, pero lo que no sabes es que existe un medio de conservar nuestro secreto, de propagarlo para perpetuar los sublimes conocimientos y los principios fundamentales de nuestra Orden.

»—Te escucho.

»—Conozco tu inteligencia y sagacidad, por ello sabrás tanto como yo de los misterios que conservamos en secreto. Pero, antes que nada, debes jurar que perpetuaras la Orden hasta el Día del Juicio final, en que tendrás que rendir cuentas ante el Gran Arquitecto del universo.

»—Lo juro —repetí—. Ahora habla, te escucho. Hace un rato me has contado que existe una conspiración contra nosotros, por el hecho de que poseemos un tercio de París y la maciza silueta de nuestra iglesia oscurece el cielo como un desafío, ¡tan cerca del palacio del Louvre, donde vive el rey! Como has dicho, a él le asusta nuestra riqueza; pues el Temple es poderoso y rico. Pero ¿acaso la riqueza de la independencia de nuestra Orden no nos hace intocables? Nadie osará robar al Temple del modo que han despojado a los lombardos y a los judíos.

»—No lo creas. Según mis informadores, ya han empezado a confiscar los bienes del Temple.

»—El rey nos ama. Los templarios no pueden estar sometidos a la arbitrariedad. Estamos protegidos por la inmunidad eclesiástica.

»—Si te hablo de este modo, si hemos decidido apelar a ti y si te hemos elegido, es porque estamos en peligro, en grave peligro. Se está montando una terrible maquinación contra nosotros.

»—¿Quién? —exclamé— ¿Quién nos odia?

»—El papa Clemente, representante de Dios en la tierra.

»—El papa Clemente —repetí, incrédulo.

»—Debes saber, Adhemar, que el papa Clemente ha convencido al rey, y que el fuego arde. En toda Francia los emisarios del rey han encendido hogueras. Los inquisidores ya han obtenido confesiones de Jacques de Molay, Gran Maestre del Temple; de Geoffroy de Gonaville, Comendador de Poitou y de Aquitania; de Geoffroy de Charney, Comendador de Normandía, y de Hugo de Payrando, Gran Visitador de la Orden. Después de dedicar toda una noche a la cuestión, la comisión cardenalicia hizo elevar un patíbulo en la plaza de Notre Dame antes de pronunciar la sentencia pública. Los inquisidores hicieron subir a los templarios al patíbulo. Les obligaron a arrodillarse. Luego, uno de los cardenales dio lectura a las confesiones hechas por los templarios, después de lo cual proclamó la sentencia final: se les concedía el favor de no hacerles morir en la hoguera gracias a la confesión que habían hecho de sus faltas y de sus fechorías durante la noche. En consecuencia, se les condenaba a prisión de por vida.

»—¡Dios mío! —exclamé acongojado—, ¿cuándo ha sucedido todo esto?

»—Lo hemos sabido por nuestros emisarios regresados de tierra de Francia. Todo sucedió poco después de tu partida hacia Tierra Santa.

»—Contadme qué ocurrió después. ¿Qué le ha sucedido a nuestro Gran Maestre, Jacques de Molay?

»—El Gran Maestre y el Comendador de Normandía se alzaron contra sus jueces. Interrumpieron la lectura de la sentencia. Revelaron ante todos que habían sido interrogados y que les habían obligado bajo tortura a confesiones que no eran verdaderas. El rey les había prometido que serían libres si aceptaban hacer esas confesiones. Pidieron a los inquisidores que anularan la terrible sentencia. Ellos respondieron que habían cometido el pecado de la mentira ante Dios, el rey y los cardenales. En realidad, esa mentira no era nada comparada con la promesa de libertad que les había hecho el rey. Pues la libertad habría significado la prosecución de nuestro proyecto. En vez de ello, les impusieron el peor de los castigos: el calabozo de por vida, la fosa, los muros húmedos, la soledad, las tinieblas y el silencio. Y al fin: la muerte. Por ello prefirieron el reconocimiento de la mentira ante la Inquisición, es decir: la muerte por el fuego.

»Entonces el Gran Maestre Jacques de Molay tomó la palabra ante todos y dijo:

»—Declaramos que nuestras confesiones obtenidas de este modo, tanto por la tortura como por la astucia y el engaño, son nulas y no sucedidas, y no las reconocemos como verídicas.

»Inmediatamente los inquisidores hicieron venir al preboste de París. Este condujo a los prisioneros a los calabozos del Temple. Felipe el Hermoso reunió con urgencia al Consejo. Esa misma noche, se proclamó que el Gran Maestre del Temple y el Comendador de Normandía serían quemados en la isla del Palacio, entre el jardín del rey y los agustinos. Murieron ante el rey Felipe el Hermoso y el papa Clemente, maldiciéndolos y convocándolos ante el Tribunal de Dios antes de que concluyera el año.

»Yo estaba anonadado, sufría por lo que acababa de oír, por mis hermanos víctimas de tamaña injusticia, sin saber que más tarde yo mismo había de sufrir la misma suerte…

»—Por eso te hemos elegido, Adhemar —dijo el Comendador—. Te confiamos la misión de mantener secretamente el Temple con vida después de que hayamos desaparecido.

»—¿Qué debo hacer?

»—Sabes que en Jerusalén, en el curso de estos últimos siglos, se desalojó en varias ocasiones a sus habitantes judíos, y que incluso fue rebautizada como Aelia Capitolina para ser consagrada a Júpiter Capitolino. Después de estos sucesos, la supervivencia del pueblo judío se basó en la diáspora. Los judíos de las comunidades dispersas por el mundo depositaron sus esperanzas en el estudio de los libros sagrados. Nosotros descendemos de los judíos. Nuestra Orden está fundada sobre la verdadera palabra de Jesucristo, que fue, como sabes, discípulo de los esenios. Pero lo que ignoras es que nuestra Orden se creó cuando un manuscrito, un rollo de la secta de los esenios, fue descubierto por unos cruzados en la fortaleza de Khirbet Qumrán, cerca del mar Muerto.

»—¿Qué dice ese pergamino?

»—Ese pergamino, curiosamente, es de cobre… Indica las localizaciones de un tesoro inmenso. El rollo fue descifrado por nuestros hermanos templarios ayudados por los monjes, que sabían leer y escribir. Visitaron todos los lugares en los que estaba escondido el tesoro. Lo desenterraron según las indicaciones precisas del manuscrito. Utilizaron una parte, la que consistía en barras de oro y plata, y conservaron la otra, pues se trataba de objetos rituales del Templo. Ese es el secreto de nuestra inmensa riqueza, que no hemos revelado a nadie. Y ese tesoro es el que debes recuperar, ahora, para esconderlo. Por ello irás mañana al castillo de Gaza, donde un hombre vendrá a buscarte.

»—¿Quién? —dije.

»—Un sarraceno. Aprenderás que no todos son nuestros enemigos. Ese hombre te llevará al lugar al que debes ir. Parte esta misma noche; piensa en tus compañeros cautivos, en los que fueron golpeados por el mal de la lepra y en los que combatieron y murieron por la espada, y piensa en el difunto Gran Maestre del Temple y en el Comendador de Normandía, y prométeme que todo ello no habrá sucedido en vano.

»Me levanté.

»—Yo, Adhemar de Aquitania —dije—, caballero y recién nombrado Gran Maestre, prometo a Jesucristo obediencia y fidelidad eternas, y prometo que defenderé, no sólo de palabra, sino también por la fuerza de las armas, los Libros, tanto el Nuevo Testamento como el Antiguo, y prometo ser sumiso y obediente a las reglas generales de la Orden según los estatutos que nos fueron prescritos por nuestro padre san Bernardo.

»Prometo que cuantas veces sea preciso surcaré los mares para ir al combate. Que me alzaré contra los reyes y los príncipes infieles. Que jamás seré sorprendido sin caballo y sin armas, y que en presencia de tres enemigos no huiré, sino que lucharé. Que no utilizaré los bienes de la Orden, que no poseeré nada y que mantendré perpetuamente la castidad. Que jamás revelaré los secretos de nuestra Orden, y que no negaré a los religiosos, en especial a los religiosos de Cîteaux, ningún servicio de armas, de ayuda material o de palabra.

»Ante Dios, por mi propia voluntad, juro que mantendré todas estas cosas.

»—Que Dios te ayude, hermano Adhemar, así como los Santos Evangelios.

En la gran sala del castillo, el fuego prendió de repente y se extendió a una velocidad increíble, como si viniera de todas partes al mismo tiempo. Las paredes, el suelo, los muebles, todas las cosas de madera ardían, se consumían rápidamente y producían una humareda sofocante. Todos echaron a correr para escapar del incendio y de su humo tóxico, dominados por un violento pánico. Algunos gemían a causa del ahogo, otros caían desvanecidos.

BOOK: El tesoro del templo
3.57Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Deathless by Belinda Burke
Crusader's Cross by James Lee Burke
The Syndrome by John Case
Being Neighborly by Carey Heywood
Too Big To Miss by Jaffarian, Sue Ann
Titan Six by Christopher Forrest
Little Disquietude by C. E. Case
Texas Hold 'Em by Patrick Kampman


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024