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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

El tesoro del templo (16 page)

BOOK: El tesoro del templo
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—Las cenizas de la Vaca Roja.

Lo dijimos al mismo tiempo. Jane nos interrogó con la mirada.

—Una vaca de una especie muy rara —expliqué— cuyas cenizas permitían la purificación ritual del pueblo. La vaca, sin taras ni defectos, tenía que ser un animal que nunca hubiera llevado el yugo. Se tomaba su sangre y se rociaba siete veces sobre el altar. Luego se quemaba la vaca y el Sumo Sacerdote tomaba madera de cedro, hisopo y carmesí y los echaba en el centro del brasero en el que se consumía la vaca. Por fin, se tomaban las cenizas de la vaca y se las depositaba en un lugar puro. Las cenizas habían de utilizarse para dar el agua lustral, destinada a la absolución de los pecados. La Vaca Roja, sin defectos, era extremadamente rara; a veces pasaban años antes de que se encontrara una. Pero es el único animal, según la Biblia, que permite la purificación necesaria para la realización del ritual del Templo.

—¿Cree que fue el mismo Elías quien dejó esas cenizas en Qumrán con vistas a la reconstrucción del Templo?

—Ciertamente —dijo mi padre.

—¿Qué pasó luego? —preguntó Jane.

—Luego —murmuró mi padre.

Marcó una pausa. Pareció reflexionar un instante antes de proseguir.

—Por medio de los manuscritos del mar Muerto descubrimos, gracias a unas cartas depositadas en Qumrán, lo que pasó luego. El Templo fue destruido. El país fue invadido por los romanos, pero el grupo de los zelotes organizó una resistencia feroz contra el invasor. En el año 132, el emperador Adriano declaró que Jerusalén era una ciudad romana y construyó un templo en el lugar en el que se había encontrado el Templo de Jerusalén. Un hombre llamado Simón Bar Kochba encabezó la revuelta contra los romanos en el año 132, sesenta años después de la destrucción del Templo. Ese hombre contaba con el respaldo de varios rabinos eminentes, entre los que se encontraba el rabí Aquiba, el más grande rabí de Israel, que proclamó que Bar Kochba era el Mesías. Bar Kochba consiguió liberar Jerusalén y proclamó la Judea libre. Pero Adriano mandó a su general Severo para que terminara con la revuelta, cosa que hizo, asediando las plazas judías fortificadas para provocar la hambruna. Más de 580,000 judíos perecieron en esa revuelta. Por lo que respecta a Qumrán, el lugar sirvió de refugio a los insurrectos y a su jefe, Bar Kochba. Éste, mientras estaba allí, tuvo conocimiento de los textos y, en particular, del Pergamino de Cobre. Así fue como Bar Kochba concibió la idea, insensata, de liberar Jerusalén y reconstruir el Templo. Todo ello sucedía setenta años después de que Elías entregara el Pergamino de Cobre a los esenios tras esconder el tesoro del Templo. También por esa razón creyeron que él era el Mesías. De todos modos, cuando supo que su residencia, el Herodium, antiguo palacio de Herodes el Grande, había caído, comprendió que su misión había fracasado. Dejó el Pergamino de Cobre en el mismo lugar en que lo había encontrado y partió hacia Bittir, donde murió esperando que, más tarde, alguien lograría reconstruir el Templo.

Mi padre había murmurado estas últimas palabras mirándome fijamente.

—… Además de devolver el Pergamino de Cobre a los esenios, Bar Kochba enriqueció el tesoro del Templo con los dones de los ricos judíos de la Diáspora que apoyaban su rebelión y habían creído en él, a lo que hay que añadir el dinero procedente de los pagos en especies, así como las ofrendas… Una suma considerable que Bar Kochba tenía en su poder y que depositó en algunos de los escondites de Elías.

—¿Por qué cree que los romanos se ensañaron tanto con el Templo? —preguntó Jane.

—Los romanos sabían que Jerusalén iba a tener una importancia fundamental para ellos. Sentían que, en su voluntad de existir a través del Templo, la ciudad seguía llevando al mundo pagano el mensaje de que el Final de los Tiempos había de llegar, y que un día la dominación romana cesaría.

—¿Y luego?

Jane y yo lo dijimos al mismo tiempo. Una vez más, mi padre sonrió con la sonrisa de serenidad, de dominio de sí mismo, que yo conocía tan bien, una sonrisa feliz y auténtica.

—Luego —dijo—, pasaron dos mil años, los pergaminos fueron redescubiertos y analizados por los investigadores del equipo internacional. Por lo que respecta al Pergamino de Cobre, el profesor Ericson se ocupaba de él desde hacía varios años.

Jane palideció cuando se pronunció ese nombre. Sorprendí su mirada, que se endureció de pronto al cruzarse con la mía.

—El profesor Ericson estaba tan obsesionado por el rollo que decidió buscar el tesoro del Templo. Pensaba, esperaba, que el tesoro existía realmente. Al principio no fue nada fácil. El Pergamino de Cobre, hallado en Qumrán, había sido transportado a Ammán, en Jordania, durante las guerras árabe-israelíes. El profesor Ericson convenció al director de los bienes arqueológicos jordanos de que el tesoro mencionado en el Pergamino de Cobre podía ser desenterrado, algo que para los demás miembros del equipo internacional era inadmisible. Se negaban a ver que uno de los pergaminos, y no el menos importante, se les escapaba. Pero era imposible detener al profesor Ericson, que emprendió expediciones arqueológicas en lo que entonces era Jordania con el fin de buscar el oro y la plata mencionados en el Pergamino de Cobre. Pero la historia arqueológica, una vez más, fue a estrellarse contra la Historia a secas. En 1967, después de un mes de amenazas militares y retóricas por parte de Egipto y Siria, Israel emprendió una ofensiva masiva contra Egipto. Al día siguiente, se produjeron combates esporádicos en la frontera entre Israel y Jordania. Y después tuvo lugar la batalla de Jerusalén. La apuesta estratégica de la batalla se centraba en dos lugares: el muro occidental y el Museo Rockefeller, en las cercanías de la antigua ciudad árabe, ¡donde se encontraban… los manuscritos del mar Muerto! El 7 de junio, a última hora de la mañana, un destacamento de paracaidistas israelíes avanzó lentamente hacia el muro de la ciudad vieja y, después de un tiroteo con las tropas jordanas, consiguió rodear el Museo. Al mismo tiempo, las columnas israelíes avanzaban en dirección al valle para atraer a las fuerzas jordanas lejos de Jericó y de la costa noroccidental del mar Muerto. Fue entonces cuando el yacimiento de Khirbet Qumrán y los cientos de fragmentos de Qumrán cayeron bajo control israelí.

»La mañana del 7 de junio de 1967, la batalla de Jerusalén se encontraba en su momento culminante. Al amanecer me despertó Yadin, el jefe del ejército, y entré en el Museo Rockefeller escoltado por paracaidistas israelíes. Atravesé las galerías y de repente, al fondo de un pasillo, vi una gran sala en la que había una mesa larga, inmensa: la Scrollery. Allí se encontraban los manuscritos del mar Muerto. Era hacia el fin de la mañana. Los paracaidistas fatigados descansaban en el claustro del museo, alrededor de la piscina. Al cabo de unas horas, vi aparecer a Yadin y a tres arqueólogos atónitos, como tocados por la gracia divina. Nunca habían visto tantos fragmentos, dispuestos de ese modo en centenares de placas, frágiles, a punto de convertirse en polvo o bien de ser descifrados: procedían del sanctasanctórum de los manuscritos. Pero yo me sentí decepcionado, porque entre todos esos textos buscaba uno que seguía faltando. Los jordanos lo habían conservado apartado de los demás, a sesenta kilómetros de allí, perfectamente protegido en la ciudadela de Ammán, donde se encuentra el Museo Arqueológico de Jordania, que se eleva como una colina puntiaguda en el centro de la ciudad moderna. Entre los fragmentos y objetos de cerámica, un cofrecillo de madera y terciopelo contenía algo distinto e infinitamente precioso. Los siglos pasados en las grutas no habían dañado el documento, pero la manipulación con máquinas modernas había terminado por dañarlo. Los bordes superior e inferior se estaban desmenuzando, y algunos fragmentos se habían desprendido y esparcido en la vitrina. El Pergamino de Cobre estaba desapareciendo, se marchitaba. El profesor Ericson intervino de nuevo: ¡era el único que podía hacerlo! Con la ayuda de la red masónica, lo transportó a Francia, donde aún se encuentra, para que lo restauraran.

—¿Y el tesoro? —dijo Jane—. El tesoro del Templo. ¿Dónde está ahora? ¿Es posible que aún se encuentre en los lugares que nos ha indicado?

—Estuvo, pero eso no quiere decir que aún esté. Creo que en la actualidad todos los escondites están vacíos.

—¿Vacíos? —preguntó Jane—. Pero ¿por qué cree que están vacíos?

—Porque visité algunos de ellos, Jane, hace cuarenta años.

—¿Cómo? —exclamó Jane, más pálida que nunca—. ¿Los ha visitado?

Lo miró pasmada, como si años de su vida acabaran de desmoronarse con una sola palabra, como si todo el trabajo del profesor Ericson, el ideal de una vida, no hubiera sido más que un espejismo.

—Y puedo afirmar que no había nada en su interior.

—Entonces, ¿dónde está el tesoro?

Jane se había sentado sobre una roca, agotada de repente. Palpó su herida, simplemente porque sentía que le dolía. Miró hacia todos los lados, como buscando una ayuda o que alguien la liberara de esa pesadilla.

—Para robar el tesoro —dijo mi padre con dulzura—, antes era necesario encontrarlo. Y para localizarlo, como os he dicho, hacía falta ser un erudito.

—Quizás el profesor Ericson había hallado la respuesta a esa pregunta —murmuré—. Y sin duda eso le supuso morir del modo que lo ha hecho.

—En cualquier caso —dijo Jane poniéndose bruscamente en pie—, ya no hay nada que buscar aquí. —Y, dando un paso hacia mi padre—: Pero usted —dijo—, ¿no está negando ahora la existencia del tesoro del Templo tal y como hacen los investigadores de la Escuela Bíblica?

—No —dijo mi padre con calma—. Estoy seguro de que el tesoro del Templo existió o existe todavía. Estoy seguro de que fue escondido en estos lugares…, pero también sé que hoy ya no está ahí.

Mi padre había bajado la voz. Eran las seis. A nuestro alrededor, la tarde caía lentamente. A lo lejos, las montañas del Moab, veladas por un halo de polvo, dibujaban formas vaporosas por encima del lago de asfalto que brillaba a la luz del crepúsculo con reflejos grises y turquesas. No había un solo pliegue, un solo movimiento. El mar bajo el sol poniente se ennegrecía, el sol inscribía en él sus últimas letras.

—Creo —dijo lentamente mi padre— que todas las búsquedas relativas al Pergamino de Cobre se han revelado infructuosas porque el tesoro del Templo fue trasladado.

—¿Trasladado? —dijo Jane—. ¿Adónde?

—A lo mejor la respuesta se encuentra en el Pergamino de Plata —dije.

—¿El Pergamino de Plata? —dijo mi padre.

—Sí —dijo Jane—. Hay otro pergamino, un Pergamino de Plata que poseían los samaritanos. Se lo dieron al profesor Ericson poco antes de su muerte.

—Un Pergamino de Plata —repitió mi padre—. Eso significa que entre la época de la segunda revuelta de Bar Kochba y hoy, habría un eslabón perdido…

—Que se encontraría en el Pergamino de Plata.

—¿Qué contiene ese rollo? —preguntó mi padre.

—Nadie lo sabe, salvo… el profesor Ericson —dije.

—Y Josef Koskka —añadió Jane.

Ya era tarde cuando volvimos a Jerusalén. Mi padre nos dejó en el hotel. Pedí a Jane que consultara su ordenador, al que yo llamaba «el Oráculo». Subió a su habitación y volvió a bajar enseguida pertrechada con su portátil. Después de una ojeada a nuestro alrededor para asegurarnos de que nadie nos espiaba, nos instalamos. Sin embargo, yo sentía una especie de presencia difusa, una presencia no enemiga, y empecé a preguntarme si el Shin Beth no nos estaría siguiendo constantemente.

Jane se sentó en un sillón y colocó su ordenador delante de ella, sobre la mesita baja prevista para ese uso. Al cabo de unos minutos, me hizo una señal para que me acercara.

—Creo que ha llegado el momento de saber algo más acerca de uno de los miembros del equipo —dijo.

En la pantalla se desenrolló un texto:

Josef Koskka
, investigador polaco, especializado en las civilizaciones orientales, arqueólogo en el Próximo Oriente, autor de 23 obras científicas sobre su especialidad. Inició sus estudios en París, en la Universidad Católica, y más tarde en el seminario de Varsovia; estudió teología y literatura polaca en la Universidad Católica de Lublin, así como en el Instituto Bíblico Pontificio de Roma.

—¿Eso es todo? —pregunté— ¿No hay nada más?

Jane tecleó unos instantes más en su ordenador y vimos aparecer:

Josef Koskka
. Nacido el 24 de diciembre de 1950 en Lublin, Polonia. Tres años en la Universidad Católica de París. En octubre de 1973 solicita ser admitido en la Universidad Católica de Lublin. Allí estudia teología y obtiene la licenciatura en paleografía. Sólidos conocimientos de las lenguas antiguas, griego, latín, hebreo, arameo y sirio. En octubre de 1976 marcha a Roma y se inscribe en la Facultad de Ciencias Bíblicas, así como en el Instituto Oriental. Aprende siete idiomas más: árabe, georgiano, ugarítico, acadio, sumerio, egipcio e hitita. Al concluir sus estudios en el Instituto Bíblico conoce trece lenguas antiguas, sin contar las lenguas modernas: polaco, ruso, italiano, francés, inglés y alemán.

Prosigue sus investigaciones en Israel con los equipos arqueológicos del Servicio de Antigüedades de Jordania, de la Escuela Bíblica y Arqueológica francesa de Jerusalén y del Palestine Archaeological Museum.

Colabora en el estudio de centenares de fragmentos procedentes de la gruta 3 de Qumrán. Participa en numerosos hallazgos epigráficos en los acantilados de Qumrán y en la región: excavación de grutas y exploración de los acantilados. Vuelve a París, donde reside actualmente, como investigador en el Centro Polaco de Arqueología y Paleografía.

—¿Qué te parece, se llevó deliberadamente el Pergamino de Plata sin hablar con los demás miembros del equipo? —preguntó Jane.

—Es posible. Pero eso quiere decir que conocía su contenido.

—¿Crees que aceptaría colaborar con nosotros?

—Creo que hay que hacer todo lo posible para saber más sobre él y sobre ese misterioso Pergamino de Plata.

Era tarde cuando me despedí de Jane. Decidí volver a Qumrán para ver a los míos y darles cuenta de los nuevos acontecimientos, los tristes acontecimientos sobrevenidos en los últimos días.

Tomé prestadas las llaves del
jeep
de Jane, entré en el coche y me senté al volante. Llevaba conmigo el revólver que me había dado mi padre, pero mi túnica de lino no tenía bolsillos. Sólo me quedaba una solución: colgarlo de los hilos de lana blanca, las filacterias que pendían del pequeño chal de oración que no me quitaba nunca.

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