—Sí, por favor —dijo Jane, que había sacado su cuaderno y empezaba a dibujar el yacimiento con sus escondrijos.
—Catorce talentos de plata bajo un pilar en el lado norte de la gran cisterna en Kohlin. A unos kilómetros de allí, al lado de un canal, se encuentran cuarenta y cinco talentos de plata. De nuevo en el valle de Achor, dos vasijas llenas de monedas de plata. En lo alto de la gruta de Aslah, doscientos talentos de plata. Setenta y siete talentos de plata en el túnel que hay al norte de Kohlin. Bajo una piedra tumbal del valle de Sekaka, doce talentos de plata. Es inútil que tomes notas.
Jane se detuvo, su mano temblaba ligeramente.
—¿Porqué?
—Bajo un conducto de agua, al norte de Sekaka —prosiguió mi padre—, debajo de una gran piedra en lo alto del conducto, hay siete talentos de plata. Hay vajilla sagrada en la angostura de Sekaka, en el lado este del pozo de Salomón. Hay veintitrés talentos de plata enterrados junto al canal de Salomón, cerca de la gran piedra. Y dos talentos de plata bajo una tumba en el lecho del río seco de Kepah, que se encuentra entre Jericó y Sekaka.
En ese momento, Jane y yo le escuchábamos admirados, tanto por su memoria como por la diversidad de los lugares y el considerable tesoro que parecía extenderse a pocos kilómetros de allí, ante nuestros ojos.
Mi padre se volvió e, indicando la dirección de Qumrán, prosiguió:
—Cuarenta y dos talentos de plata debajo de un rollo en una urna enterrada bajo la entrada de la cueva de los pilares que tiene dos entradas, la que mira hacia el este. Veintiún talentos de plata bajo la entrada de la cueva, debajo de una gran piedra. Diecisiete talentos de plata debajo del costado oeste del Mausoleo de la Reina. Bajo la piedra tumbal del Fuerte del Sumo Sacerdote, veintidós talentos de plata. Cuatrocientos talentos de plata bajo el conducto de agua de Qumrán, hacia el pozo del norte, a los cuatro lados. Bajo la cueva de Beth Qos, seis barras de plata. Bajo el rincón Este de la ciudadela de Doq, veintidós talentos de plata. Bajo la hilera de piedra a la entrada del río de Kozibash, sesenta talentos de plata y dos talentos de oro. Hay una barra de plata, diez piezas de vajilla sagrada y diez libros en el acueducto de la carretera al este de Beth Ashor, al este de Ahzor. Bajo la piedra tumbal situada a la entrada del barranco de Potter, cuatro talentos de plata. Bajo la cámara mortuoria al sudoeste del valle de Ha-Shov, setenta talentos. Bajo los regadíos de Ha-Shov, setenta talentos de plata. He dicho que es inútil que tomes notas.
Esta vez Jane, que había vuelto a escribir, se quedó inmóvil.
—Bajo la pequeña entrada, al borde de Nataf, siete talentos de plata. Bajo la bodega de Chasa, veintitrés talentos y medio de plata. Bajo las cuevas que miran al mar de las cámaras de Horon, veintidós talentos de plata. En el borde del conducto, en el lado este del seno de la cascada, nueve talentos de plata.
Mi padre hizo una pausa. Se volvió, e indicando la dirección de Jerusalén, prosiguió:
—Sesenta y dos talentos de plata, contando siete pasos a partir del pozo de Beth Hakerem. Trescientos talentos de oro en la entrada del estanque del valle de Zok. La entrada en cuestión se encuentra en el lado oeste, cerca de una piedra negra puesta sobre dos soportes. Ocho talentos de plata bajo el costado oeste de la tumba de Absalón. Diecisiete talentos bajo el conducto del agua que corre debajo de las letrinas. Hay oro y vajilla sagrada en las cuatro esquinas de la piscina. Cerca de ahí, en el rincón norte del pórtico de la tumba de Zadok, bajo los pilares del atrio cubierto, diez piezas de vajilla sagrada de resina, así como una ofrenda. Monedas de oro y ofrendas bajo la piedra angular situada junto a los pilares que rodean el trono y hacia lo alto de la roca, al oeste del jardín de Zadok. Hay cuarenta talentos de plata escondidos en la tumba bajo la columnata. Catorce piezas de vajilla sagrada de resina bajo la tumba del pueblo de Jericó. Vajilla de áloe y madera de pino blanco en Beth Esdatáin, en el pozo que se encuentra a la entrada de la pequeña piscina. Más de novecientos talentos de plata cerca del pozo del arroyo, en la entrada oeste de la cámara de la sepultura. Cinco talentos de oro y sesenta talentos más bajo la piedra negra de la entrada. Cuarenta y dos talentos de monedas de plata en las proximidades de la piedra negra de la cámara de la sepultura. Sesenta talentos de plata y vajilla sagrada en un cofre bajo los escalones del túnel superior del monte Garizim. Sesenta talentos de plata y oro cerca del arroyo de Beth-Sham. Un tesoro de setenta talentos bajo el túnel subterráneo de la cámara mortuoria.
Mi padre se detuvo y se sentó sobre una roca.
—Un tesoro considerable, como veis, y un trabajo considerable para esconderlo —dijo—. Lo que pasó…
Se calló para recuperar el aliento. Sus ojos llenos de emoción empezaron a brillar con una intensidad particular. Era la señal de que iba a llevarnos a uno de sus fabulosos viajes a través del tiempo, porque nadie como mi padre sabía contar las historias del pasado como si fueran presentes.
A nuestro alrededor se había formado una pequeña aglomeración formada por turistas e israelíes de excursión, atraídos por ese narrador cuyas palabras revelaban un tesoro que tal vez existía…, o tal vez no tenía realidad sino en sus palabras.
—Sucedió en tiempos antiguos, hacia el año 70 de nuestra era, cuarenta años después de la muerte de Jesús —empezó mi padre—. Jerusalén estaba asediada por los romanos. En medio de la aflicción y las tinieblas sobre la tierra, con gran estrépito y polvo, el fuego prendió en Jerusalén. Tito había llegado a la Ciudad Santa con 60,000 hombres. Había empezado a atacar por el norte y el oeste con sus arietes; luego, abierta una primera brecha en el muro, envió a Flavio Josefo para negociar la rendición, pero los rebeldes se negaron. Entonces los romanos asediaron la ciudad construyendo muros a su alrededor, y empezó la hambruna. Luego lanzaron sus arietes contra la Torre Antonia y los judíos se vieron obligados a replegarse al recinto del Templo, de murallas inviolables. Entonces empezó el verdadero asedio. Los romanos, durante seis días, hicieron trabajar sus arietes, pero no había nada que hacer, la muralla resistía. Construida por Herodes, el infatigable constructor, parecía inexpugnable. Las piedras blancas eran de tal volumen que cada una de ellas pesaba una tonelada.
»El hombre que tenía la responsabilidad del tesoro del Templo, Elías, hijo de Meremoth, pertenecía a la familia Aqqoç, pero era demasiado joven para desempeñar su función, pues era el último superviviente de su familia. Los romanos, que querían saquear el Templo y apoderarse de su tesoro, los habían matado a todos. Elías, cuando vio que la derrota ante los invasores era inevitable, decidió no hacer como su padre y sus tíos, que custodiaron el Templo a cualquier precio, a riesgo de sus vidas. Comprendió que el Templo iba a ser destruido por segunda vez y que nadie podría impedirlo. Lo único que se podía salvar era lo que contenía: en primer lugar los textos, los textos grabados sobre pergamino, y luego todos los objetos rituales, así como el oro y la plata, que constituían un tesoro fabuloso. Entonces Elías reunió a los sacerdotes del Templo, los Cohen y los Levi, en la gran Sala de Reunión:
»—Amigos —dijo—, yo no soy sacerdote como vosotros, porque mi familia decayó en la época del exilio de Babilonia, pero desciendo de una larga dinastía de sacerdotes y por ello tenéis que escucharme, aunque sólo sea el tesorero del Templo. El Templo será destruido, es inevitable. Cada día que pasa, los invasores están más cerca; cada día abren nuevas brechas en nuestras murallas, y llegará el día en que el Templo será incendiado, y todo lo que contiene arderá y será consumido por las llamas. Entonces, amigos, todos seremos deportados como nuestros antepasados a Babilonia, nos dispersarán por todo el mundo, y si el Templo es destruido, y si nosotros ya no tenemos país, y si perdemos Jerusalén, ya nada podrá unirnos de nuevo y será el fin de nuestro pueblo.
»Entonces se hizo el silencio y todos se miraron, asustados.
»—No podemos impedir la destrucción del Templo, pero sí hay algo que podemos salvar, una cosa esencial que nos une. —Todos los ojos convergían en Elías, esperando lo que iba a decir. Recuperó el aliento y dijo—: Son nuestros textos. Por ello, amigos, os lo ruego, confiadme los pergaminos, los rollos santos de la Torá, para que pueda salvarlos y custodiarlos en un lugar que conozco, en el desierto de Judea. Allí estarán seguros durante años, hasta que regresemos y reconstruyamos el Templo. Pero si no me dais los textos, desaparecerán para siempre, serán polvo, y sin los textos, lo que desaparecerá será el judaísmo entero, y con él, ¡nuestra historia y nuestro pueblo!
»Los Levi y los Cohen asintieron con la cabeza y murmuraron palabras de aprobación, porque su discurso les había conmovido; no eran muchos los que le escuchaban, sólo una decena, pero una decena de hombres ya forma una Asamblea. Entonces el Gran Cohen se levantó:
»—Elías, hijo de Meremoth, de la familia Aqqoç —dijo—, tú eres el tesorero del Templo, como has dicho. Desde el exilio, tu genealogía es problemática y no podemos considerarte uno de los nuestros. Por ello llevarás contigo todos los objetos del Templo, así como el tesoro que te ha sido confiado con tu cargo, pero no puedes llevarte los textos. Nosotros custodiaremos aquí los textos, hasta el fin, porque el Eterno, así como salvó a los hebreos de Egipto, ¡nos tenderá la mano y hará un milagro! Hace dos mil años, el pueblo de Abraham se estableció en el país de Canaán, entre el Jordán y el Mediterráneo. Más tarde, parte de los hebreos emigraron a Egipto, pero, bajo la guía de nuestro profeta Moisés, regresaron a Canaán. Hace setecientos años, los reinos nacidos de David y de Salomón fueron destruidos por los asirios y el pueblo hebreo fue llevado cautivo a Babilonia. Una vez más, pudimos volver aquí por gracia de Ciro, rey de los persas. Luego, hace ciento treinta años, nuestra tierra fue conquistada por los romanos y gobernada por un simple procurador. De nuevo nos vemos amenazados por la deportación lejos de nuestra tierra, ¡pero regresaremos, como hemos regresado siempre! Desde Babilonia o desde Egipto, desde la Galia o desde Persia, regresaremos.
»—Cuando regresemos, necesitaremos reunimos y probar al mundo nuestro derecho legítimo sobre esta tierra —dijo Elías con la voz vibrante de emoción—. Y sólo los textos nos permitirán demostrar que esta tierra nos pertenece. Sólo los textos nos permitirán acordarnos siempre de nuestro país y no olvidar jamás a Jerusalén.
»—Elías, hijo de Meremoth, tú eres un zelote, —dijo el Sumo Sacerdote.
»El Sumo Sacerdote sabía que, al acusarlo de ser un zelote, desacreditaba a su interlocutor. A diferencia de los fariseos y de los sumos sacerdotes, los zelotes, extremistas de origen popular, rechazaban los compromisos con el ocupante y querían acelerar la realización de las promesas divinas.
»—No ignoro que los zelotes han organizado una revuelta general y que pretenden apoderarse de Jerusalén —dijo Elías—. Pero ése no es mi objetivo.
»Elías no osaba mirar al Gran Cohen a la cara. Era él quien, el día del Kippur, entraba en el sanctasanctórum y hablaba con Dios. No se podía replicar a lo que decía el Gran Cohen, y aún menos hacer objeciones. De modo que Elías no dijo nada más, pero las lágrimas descendieron por sus mejillas, pues veía aproximarse el fin de su pueblo. Cuando salió del Templo, la pena oprimía su corazón. Dio unos pasos por la explanada. A lo lejos resonaba el estruendo de los arietes romanos, que intentaban perforar las murallas. Entonces se dirigió hacia el Pináculo y miró hacia abajo, hacia el fondo de todo, y tuvo vértigo. Y el vacío lo atraía, lo tentaba, lo llamaba.
»—¡Elías, Elías! —dijo una voz a sus espaldas—, sé por qué tu corazón está triste y pienso que tienes razón. ¡Pero, por favor, no te arrojes al vacío!
»Elías se volvió. Era Tsipora, la hija del Gran Cohen, que siempre se deslizaba al interior del Templo, entre los hombres; y como sólo era una muchachita, se lo permitían.
»—Mi padre —dijo Tsipora— no quiere darte los textos sagrados, pero puedes tomar las copias, que están hechas por buenos escribas de mano experta. ¡Reúne todas las copias que puedas encontrar en casa de los sacerdotes, de sus familias, de tus amigos y de los amigos de tus amigos, y llévatelas lejos del Templo para esconderlas!
»Entonces Elías, al oír estas palabras, se regocijó en su corazón, porque había hallado una respuesta a su pregunta. Hizo tal y como Tsipora le había dicho. Reunió todas las copias de los textos sagrados que encontró, las que se encontraban en la biblioteca del Templo, las que estaban en casa de los sacerdotes y las que poseían los habitantes. Todos le dieron sus textos, que eran buenas copias, hechas por excelentes escribas. Luego reunió todos los objetos del Templo, los vasos, los utensilios, los incensarios, así como todo el oro y la plata del Templo, y se dispuso a partir.
El grupo que rodeaba a mi padre le escuchaba con atención. Unos niños se deslizaron hasta la primera fila, para oír mejor. Mi padre bajó la voz y prosiguió:
—Era de noche. Una larga caravana avanzaba silenciosamente por un túnel situado bajo el Templo y que pasaba por debajo de las murallas de la ciudad. Diez camellos y veinte asnos transportaban un cargamento precioso. Quince hombres les acompañaban; a su frente estaba Elías. Dos de ellos se habían disfrazado de romanos, porque eran espías que hablaban perfectamente su lengua. Salieron de la ciudad y se adentraron en el desierto, en el que permanecieron durante varios días. Cuando llegaba la noche, se escondían en ciertos lugares. Elías poseía el mapa en el que se encontraba la lista de los objetos, con cada uno de los escondites donde ocultarlos. Carecía de pergamino, porque, con el asedio, los animales que quedaban en la ciudad habían sido sacrificados para ser comidos. Entonces se le ocurrió la idea de utilizar un rollo que nunca sería destruido por el tiempo, que no sería comido por las ratas, que no sería reescrito o borrado. Un rollo de cobre.
Mi padre se detuvo un instante, Jane lo miraba con la boca abierta.
—Tampoco había escribas, todos estaban muertos, los romanos los habían matado; entonces eligió a cinco hombres que conocían la escritura y les dictó la lista.
—¿Por qué? —preguntó una voz entre la concurrencia.
—¿Por qué? —repitió mi padre—. Para reconstruir el Templo, por supuesto, con todos sus objetos, para reconstruirlo en tiempos futuros, próximos o lejanos. Porque con el estudio se perpetúa un pueblo, pero con el Templo la historia se hace real y se encarna.