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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

El tesoro del templo (9 page)

—Dicho de otro modo, gracias al Templo, y más exactamente al sanctasanctórum, es posible encontrar a Dios.

En ese momento Jane me observaba de una manera extraña.

—Creo que era ésa la razón —dijo— por la que el profesor Ericson buscaba esos tesoros.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que su objetivo no era del todo científico, como decía, sino más… espiritual, si se lo puede llamar así.

—¿Y bien?

—Eso es lo que quería. Encontrar a Dios. Por ese motivo buscaba todos los objetos del Templo. Para reconstruirlo y para encontrar a Dios… Ello explicaría… su afán de perseverar. Su afán de consagrarle toda su vida. Como si… Como si estuviera librando una batalla, una guerra.

—¿Y tú, Jane, qué buscabas tú?

Se produjo un silencio. Ella bajó la mirada, pareció reflexionar un instante.

—Tengo que decirte la verdad —dijo—. Yo no creo. No creo en Dios. Ya no tengo fe. Pienso que la religión, las religiones, todas las religiones se equivocan y sólo engendran terror y violencia.

—Ah —dije—, así que era eso.

—¿Qué? ¿Qué quieres decir?

—Ayer, cuando te vi, supe que algo había cambiado en ti. Pero ¿por qué?

—¿Por qué? —repitió Jane.

Se levantó, dio unos pasos y me mostró el paisaje.

—Por Qumrán, Ary. Demasiada violencia, demasiados asesinatos desde Jesús, demasiada injusticia para quienes le buscan. Cuando vi a Ericson ante el altar, comprendí que no era justo, que no era verdad, ¿comprendes? Comprendí que todo eso no era más que una historia de hombres y de guerras en la que Dios no entra.

—No interviene —respondí—, pero eso no significa que no exista. Él está presente incluso, y sobre todo, en tu rebelión. ¿Puedes entender eso?

La miré. Sus ojos se sumergieron en los míos. Como cegado, me quité las gafas.
Y entonces en mí mi corazón experimentó un gran cambio
.

Bajé los ojos y miré el ordenador. Sin gafas, me parecía un halo luminoso en cuyo centro bailaban unos signos negros. Entre ellos, unos espacios blancos dibujaban la forma de una letra:
bet
. La segunda letra del alfabeto que gráficamente representa una casa, de ahí la palabra
bait
, casa, residencia, hogar. Con la
bet
Dios creó el mundo, con la palabra
berechit
, al principio. Si inviertes los términos, obtienes «rechit bet», es decir: primero la casa. Antes no existía nada, todo era el vacío, la tierra estaba desierta y yerma, y la tiniebla ocupaba la superficie del abismo. Después, existía todo.

Estaba tan hermosa en ese momento, que no pude retener un gesto hacia ella, como para atraerla hacia mí.

Ella me detuvo con una mirada.

—¿Qué quieres de mí? —dijo.

Su voz se había endurecido, como cuando la vi la víspera.

—Dices que has pronunciado los votos, que te han ungido, me dices que eres el Mesías y que tu Dios está entre nosotros, entonces ¿qué se nos permite esperar?

—Quiero ayudarte.

—¡Cállate! Cállate, por favor… —dijo mientras se levantaba—. Tú no quieres ayudarme. Lo que quieres es encontrar a Dios.

—¿Y tú? —dije—. ¿Qué quieres tú?

—Yo te he amado, me he quemado, me he consolado y ahora ya no quiero amor.

Todos los fundamentos de mi cuerpo se estremecieron, y mis huesos se quebraron; y todos mis miembros fueron como un barco en el furor de la tempestad.

TERCER PERGAMINO
El pergamino del Padre

Entonces supe que hay esperanza

para aquel a quien has sacado del polvo

por un misterio eterno.

Tú has purificado la esperanza perversa de sus pecados

para que se mantenga en el ejército de los Santos,

para que entre en la comunidad de los hijos de los cielos.

Tú has dotado al hombre del espíritu de la sabiduría

para que alabe tu nombre en la alegría

y cuente los prodigios de tus obras.

Pero yo, criatura de arcilla, ¿quién soy?

Amasado con agua ¿quién soy?

¿Cuál es mi fuerza?

Pergaminos de Qumrán,

Himnos.

Cuando escribo, todo mi cuerpo participa en la acción, y mi cuerpo tiene que estar en perfecta armonía con mi espíritu. Así puedo recordar cada palabra, cada sonido, cada voz. Así puedo esperar. Esperar, tal es mi actividad, sólo esperar, esperar y rezar, tal es mi destino. Su reclamo es tan fuerte que muero por desearlo, y sin duda hoy estaría muerto si una señal no me hubiera sacado de esta gruta en la que me había refugiado sin saber que estaba siguiendo mi destino, y que la Historia, más grande que yo, me había llamado allí, al desierto de Judea, en el corazón de la tierra de Israel, para atribuirme un papel único, misterioso y sagrado.

Jane y yo repasábamos los datos en un intento de avanzar en la investigación. Ahora ya sabíamos que el profesor Ericson estaba buscando el tesoro del Templo a partir del Pergamino de Cobre hallado en las grutas de Qumrán, y que, con él fin de obtener un segundo pergamino, había hecho saber a los samaritanos que un Mesías había nacido en la tierra de Judea y que el Fin de los Tiempos se avecinaba. Por otro lado, para que Ericson estuviera al corriente del advenimiento del Mesías entre los esenios, forzosamente tenía que haber entrado en contacto con ellos, pero ¿cómo? ¿Y qué papel jugaban los masones en su búsqueda? Y sobre todo: ¿quién había matado a Ericson? ¿Los samaritanos, que se habían sentido engañados al ver que el Fin de los Tiempos no llegaba? ¿Un investigador del equipo, tentado por la fortuna que representaba el tesoro del Templo? ¿O Koskka, que parecía conocer tan bien a los masones? En cualquier caso, la llave del enigma se encontraba en un pergamino, en una escritura, en uno de los manuscritos incisos dos mil años antes. Era nuestra única certeza.

Aquella noche, un temor suplementario se añadió a mis dudas. Solo en la habitación del hotel, mientras entonaba el salmo de la noche, empecé a dar golpes en el suelo con el pie, y el ritmo entró en mi corazón, lento, tan sólo una voz murmurando una tonada sin palabras, una tonada dulce y voluptuosa; pero la tristeza se apoderaba de mí. Esa tonada hablaba de verdad y de sed no apagada, esa tonada hablaba del Dios que se aleja, del Dios escondido que desaparece y huye después de haberse dejado entrever. Sí, esa tonada era la tonada de la tentación.

La esperaba, oh cuánto la esperaba, mi oído se sobresaltaba al menor ruido, mi cuerpo se estremecía con su espera. Porque yo había conocido la alegría más intensa, sí, había conocido la delicia, y ahora me llegaba el momento de la desesperación más profunda y misteriosa, la de la espera decepcionada, del ardor quebrantado, de la locura atemperada. Y la voz se lamentaba, la voz humillada se desesperaba, y mis ojos lloraban sin fin, porque me sentía separado, separado y solo, mi corazón sangraba por su delito, y yo el orgullo, yo la arrogancia, yo la incomprensión, yo era la llaga que se abría sola.

Trance. Danza, danza en mi alma y canta, aún más aprisa, más y más aprisa, no pierdas el ritmo, pero no sigas el ritmo, y de repente una cabriola, que aumente el júbilo, así es la dicha, siempre detrás del júbilo que es su amante, así es la dicha, así sea, sobre la felicidad de mi corazón, de mi alma que se reencuentra a sí misma, en los acentos graves, los acentos tristes, los hermosos inciensos de los violines de mi alma, que chirría, llora y resopla, mi alma tan violentamente triste, mi alma nostálgica como un violín, acompasada por el ritmo de las palabras, sobre mi corazón danzante que se eleva y reposa, y álzate, álzate, alma mía, sobre el ritmo infinito, danza con mis pies, danza y álzate, álzate, más arriba, aún más arriba, más aprisa, cada vez más aprisa, álzate, elévate, elévate hacia la belleza que te transporta, estremécete desde lo más profundo de ti, todos los trinos se revuelven, flecos ligeros entre el cielo y la tierra, aún más arriba, más lejos, y toma, y retoma, y deja suspendida la frase que se repite, que recuerda, porque mi alma larga languidece y palidece, y mi alma sueña en su tregua, y mi alma coge y se recoge, y mi alma rima, se arrima, mi alma se posa, reposa, se dispone a recibir su paz, y mi alma habita y quita, y mi alma alegre, y mi alma móvil, y mi alma gozosa, fútil, recupera la postura y sigue el ritmo, reitera, mi alma saturada y amplificada, y mi alma sumisa suspira y se agudiza, y mi alma cortante se eleva y mi alma pugnaz se agita, y alza, iza las velas y se deshace de sus cadenas, y mi alma atormentada y mi alma pura y mi alma dichosa, y mi alma triste, posa, se reposa, y otra vez alma mía, aún leve levanta y encuentra, pon y dispon, porque te quiero, infinitamente, te quiero muy fuerte, quiero verte y ver tu rostro infinito contra mi rostro y en tu murmullo insuflarme el aliento de la tristeza, desde el fondo de mi alma, olas sumergen mi corazón, te quiero, te veo, ven, ven a mí, te llamo, te espero, yo que te amo, te sueño, te deseo, te prendo, te sorprendo, te reprendo, seduciéndote, amando, amándote con el amor de los amantes, te amo, oh tú a quien amo, te amo con amor, te amo con la estancia de las almas en el tiempo, olvidado de presagios, deja planear tus alas sobre mi alma, deja que mi corazón siga soñando contigo, y sabe, oh, cuánto me aproximo a ti, y sabe, oh, cuánto te amo, mediante la danza de mi cuerpo que arrastra mi cuerpo, porque mi cuerpo es mi alma.

Desde el fondo de mi memoria, apareció mi bella amiga. Apareció Jane, bajo un sol deslumbrador. Con un esfuerzo de voluntad, remonté la pendiente de los recuerdos. Unos minutos antes yo me encontraba allí, en el lugar del crimen, observando… Volví a ver el cementerio profanado, volví a ver el altar y los trazos de sangre en número de siete, y de súbito, con los ojos cerrados, me transporté a ese lugar unos segundos antes del encuentro y, prolongando la meditación, profundizándola mediante una tensión aún más grande, vi su sombra: la sombra de Jane, porque era ella lo que buscaba en los arcanos de mi memoria. Quería recuperar precisamente el instante transcurrido entre la visión del altar y la de la sombra. Sabía, sin saber por qué, que en ese instante escondido había algo precioso, inaudito, que la importancia del reencuentro, de su reencuentro, había borrado. Entonces, una vez más, cerré los ojos y de repente vi.

Cerca de los precintos policiales, casi enterrada, una crucecita roja, una cruz gótica con los extremos más anchos pintada sobre una especie de placa de metal parecido al cobre. En el preciso momento en que aquella cruz llegaba a mi conciencia, con la idea de alargar la mano y recogerla, Jane apareció detrás de mí y vi su sombra. Luego ella se situó delante, y colocó un pie encima de la cruz. ¿Intencionadamente? Esa era la cuestión. Aquella a quien yo amaba siempre se encontraba en lugares peligrosos.

Salí bruscamente del trance, en el momento en que una voz interior me sugería:
en lugares peligrosos, esconde pruebas
.

Me desperté con un sentimiento de terror. No sabía dónde estaba. Creí despertar en mi pequeña gruta de Qumrán, sobre mi jergón, como había hecho durante dos años, y no reconocía nada de lo que me rodeaba. Necesité un largo momento para recuperar la conciencia y recordar los acontecimientos de la víspera… y los de la noche. ¿Tenía que hablar con Jane, tenía que pedirle explicaciones?

Le había sugerido que hablara con mi padre, y en ese momento tuve la convicción de que era necesario hacerlo: no sólo porque él era un especialista capaz de aclararnos el misterio del Pergamino de Cobre, sino porque me era preciso verle, hablar con alguien en quien tenía total confianza. Mi padre había consagrado su vida al Texto y siempre decía que la herejía judía es la ignorancia, pero ¿acaso el conocimiento no es peligroso, acaso llamar a mi padre no era ponerle en peligro?

Tomé el teléfono y marqué su número, dudando aún. La señal sonó varias veces y cuando oí su voz firme, tranquilizadora, todas mis dudas se desvanecieron y le pedí que viniera al hotel.

También fui a ver a Jane a su habitación.

—Jane.

—¿Sí? —respondió con voz tensa.

—He citado a mi padre dentro de media hora en el hotel.

—De acuerdo —dijo Jane—. Me uniré a vosotros. Si no tienes inconveniente.

—Puede ayudarnos, de eso estoy seguro. Pero… él no tiene que correr ningún peligro.

—Comprendo. Sé lo que sientes. Yo también…, yo también tengo miedo.

Cuando bajé a los salones del hotel, en los que se daba cita todo un mundo de jóvenes turistas de todas las nacionalidades, mi padre ya estaba allí. Se levantó al verme, y me sonrió.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Hay novedades?

—Sí —dije—. Para empezar, Jane formaba parte del equipo de arqueólogos del profesor Ericson.

Mi padre pareció sorprendido.

—De modo que, una vez más, vuestros caminos se cruzan.

—Es una coincidencia sorprendente.

—Tal vez no, Ary —dijo mi padre.

—¿Qué quieres decir?

—No creo en las coincidencias. Pienso que Jane no estaba allí por casualidad, como tampoco hace dos años, cuando nos cruzamos con ella en París.

—¿Entonces, qué estaba haciendo?

—No lo sé —dijo mi padre.

—La víctima, el profesor Ericson…, dirigía el equipo que realizaba las investigaciones…

—Sobre el Pergamino de Cobre, ya lo sé.

—¿Qué sabes de ese texto?

—¿Quieres saber si contiene realmente la descripción de un tesoro, o si se trata de una lista simbólica?

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