—Creía que me olvidarías, que te consolarías.
Esbozó una sonrisa triste.
—No lo creas. Sólo he conseguido aceptar tu vocación.
—Jane, tengo que decirte algo…
—Te escucho.
—Anteayer…
—La noche del crimen.
—La noche de Pascua y el segundo aniversario de mi ingreso en la comunidad esenia. Con un gesto lento, el sacerdote alargó el brazo y me dio el pan ácimo y el vino para que yo los consagrara según los ritos de la fiesta. Y lo hice. Acepté el pan y el vino y los bendije. Cumplí el ritual y dije: «Esta es mi sangre y éste es mi cuerpo.»
—La frase de Jesús…
—La frase ritual de los esenios, la que designa al Mesías.
Hubo un largo silencio.
—¿Te han elegido?
—Soy su Mesías.
Ahora Jane me miraba con una especie de incredulidad mezclada con temor.
—Te han elegido —repitió como si no pudiera creerlo—. Y te eligieron en el mismo momento en que Ericson era asesinado… ¿Crees que se trata de una coincidencia?
No tuvimos tiempo de terminar nuestra conversación porque Koskka entró en la tienda. Vestía un pantalón de tela beige y una camisa de algodón blanco que acentuaba la palidez de su rostro demacrado. Su cuerpo, como los de todos los arqueólogos que pasan la vida realizando excavaciones, era flaco, pero el apretón de manos que me dio demostraba su vigor.
—¡Ary el escriba! —dijo—. ¿Cómo está usted?
—Bien —dije mientras lo observaba: sus ojos brillaban de curiosidad.
—Vaya —dijo Jane—, ¿entonces se ha quedado?
—Me voy enseguida.
—Me gustaría enseñarle algo —dije, mostrándole la fotografía que me había dado Jane—. ¿Reconoce este pergamino?
—Dígame —respondió Koskka lanzándome una mirada oblicua—. ¿Está usted seguro de ser escriba o es un detective?
—He sido yo quien ha llamado a Ary —dijo Jane—, porque él conoce perfectamente la región y los pergaminos del mar Muerto.
—Sí, sí, claro, necesitamos ayuda, y aún más ahora que todo el mundo se va. Pero usted que es tan perspicaz —añadió mirando la fotografía de cerca—…, ¿no sabe que éste es el Pergamino de Plata que el profesor Ericson se había traído de su estancia con los samaritanos?
—Ah —dijo Jane—. No lo sabía.
—¿Es de la misma época que el Pergamino de Cobre?
Koskka alzó las cejas como para demostrar su ignorancia.
—¿Por qué el profesor no habló de ello con los demás miembros del equipo?
—Porque contenía informaciones sobre…
De repente pareció vacilar antes de proseguir.
—¿Sobre?
—Sobre la sociedad secreta. ¿Sabe? —añadió en un tono más grave—, el profesor Ericson era masón.
—Jane me lo ha dicho.
—Son una orden muy poderosa en Europa y en Estados Unidos. Se dice que la independencia de Estados Unidos, e incluso la Revolución francesa, se debió en último término a ellos. La mayor parte de los padres fundadores, como George Washington, eran masones, así como Churchill y muchas otras figuras políticas. Y todo ello porque la orden está fundada en un conocimiento ancestral relativo a…
—¿Relativo a?
—Al Templo. Los masones quieren proseguir el trabajo de Hiram, el arquitecto del Templo de Salomón. Ésa es la razón por la que Ericson vino a realizar sus investigaciones en Tierra Santa. Creía necesario reunir a todas las fuerzas religiosas guiadas por el intelecto y sumisas a la justicia y al derecho. Creía en el Gran Arquitecto, el que edificó el Universo… Quería reconstruir el Templo. Sí, el Templo de Salomón, el alma de Dios en la piedra, en cuyo corazón se hallaba el sanctasanctórum, ¡donde vivía el mismo Dios!
—¿Es cierto? —pregunté.
—Por Dios, no lo sé —murmuró Jane—. Pero sí es cierto que muchos progresos en este mundo proceden de la influencia masónica, y por ello indirectamente del Templo.
—¿Dónde está ahora? —dije.
—¿El qué?
—El Pergamino de Plata.
—Ayer lo estuve buscando entre sus cosas —respondió Koskka—, pero no lo encontré.
Seguimos interrogando al arqueólogo, pero no obtuvimos nada más. Mirándolo, me pregunté a qué estaría jugando y si debía dar crédito a sus informaciones. Respecto a la verdadera naturaleza de sus relaciones con Ericson, no sabía qué pensar.
Unas horas más tarde íbamos en el
jeep
de Jane para encontrarnos con los samaritanos, esa pequeña comunidad que vive como en los tiempos de Jesús a los pies del monte Garizim, en Nablus, la antigua Siquem, a unos cuarenta kilómetros de Qumrán.
—¿Por qué haces esto? —me preguntó Jane mientras conducía con los ojos fijos en la carretera sinuosa que descendía del campamento.
—Por ellos —dije—. Por los esenios. Y por ti.
—Ericson no te conocía —respondió con una débil sonrisa—, pero creía en ti… Tú, Ary. El Mesías de los esenios… No me lo puedo creer.
Pisó el acelerador después de pasar el puesto de control israelí que nos permitió acceder a la tierra de nadie situada entre el territorio palestino y el israelí.
—Aún nos queda un control —dijo ella—. A diez metros. Si ven tu pasaporte, ahora, es posible que no nos dejen entrar en la zona palestina. Con toda la tensión que hay…
—He salido sin pasaporte —dije.
—¿Porqué?
—No sabía que hubiera una «zona palestina».
—Ah, claro, lo olvidaba… Dos años en las grutas.
Jane frenó ante el segundo puesto de control, sobre el que ondeaba la bandera palestina. Un guardia vestido con uniforme caqui, parecido al uniforme israelí, se acercó a nosotros. Jane bajó el cristal y sonrió mientras yo intentaba ofrecer un aspecto lo más anodino posible. Ella habló en árabe.
El guardia —un hombre joven de tez tostada— pareció tan sorprendido como yo de su conocimiento del idioma. Intercambiaron unas palabras. El hombre parecía dudar y le preguntó algo mientras me señalaba. Jane terminó por engatusarlo con una sonrisa zalamera. Él nos dio vía libre, y ella aceleró.
—Jane —dije—, le has hablado de mí a Ericson, ¿no es verdad?
Sonrió sin mirarme.
—Nunca revelé nada, ni dónde vivías ni dónde estabas… Simplemente necesitaba hablar de ti. ¿Puedes comprenderlo?
Sonreí en mi interior. Si podía comprenderlo… ¿Cuántas veces había pensado en ella durante esos dos años, cuántas veces habría querido confesar, a cualquiera y en cualquier momento, que la había amado y seguía amándola? Cuando los sentimientos son demasiado fuertes es preciso hablar, es preciso hablar cuando la hierba se quema y se corre el riesgo de quedar consumido, claro que es preciso hablar…
Tomamos la dirección de Jericó a toda velocidad, por la carretera que sigue la antigua vía romana y que serpentea por el desierto, habitado solamente por algunos pastores y beduinos. Aquí es donde, antaño, los salteadores de caminos robaban y mataban a los peregrinos en ruta hacia Jerusalén. La carretera descendía ininterrumpidamente y nos sumergimos entre hendiduras y anfractuosidades antes de ascender al suave paisaje de las colinas del Moab, dejando detrás de nosotros el mar Muerto y dirigiéndonos al palmeral en el que subsiste el verde incluso en la estación seca gracias a los manantiales naturales cuyas aguas amargas descienden hacia el mar: allí vivían los samaritanos, el pueblo de los Evangelios. En su Pentateuco está escrito que Adán fue modelado con el polvo de esa misma montaña donde, más tarde, Abel construyó el primer altar. Según ellos, Dios había elegido ese lugar para enunciar un undécimo Mandamiento: había que elevar sobre el monte Garizim un altar de piedras dedicado al Señor, y sobre el altar era preciso grabar cada uno de sus Mandamientos. Los samaritanos actuales, unas seiscientas almas herederas de las diez tribus perdidas, cumplían ese mandamiento como siempre se había hecho.
Aparcamos el
jeep
a pocos metros del lugar y llegamos a pie hasta el campamento: unas treinta tiendas de lona color de arena; unos niños jugaban en las cercanías.
Una columna de humo se elevaba en las inmediaciones del campamento. El olor penetró en mis pulmones y en todas las fibras de mi cuerpo, sofocándome. ¿Por qué ese olor era tan fuerte? No era relajante como el olor de un plato delicado, no era bienhechor como el olor de la hierba verde, no era picante y profundo como el de las especias, no era embriagador como el olor de un perfume suave, no era pesado como el olor del azufre. Ese olor se insinuó en mí como un misterio, de manera insidiosa, haciendo estremecer todos los poros de mi piel y provocándome incluso vértigo de existir.
—¿Qué pasa, Ary? —me preguntó Jane.
—Vamos —dije, sin saber lo que nos esperaba.
Nos dirigimos a la tienda principal del campamento, que se encontraba en el centro del mismo. Allí nos recibió una mujer muy vieja y desdentada, vestida con ropas oscuras, y nos preguntó qué deseábamos.
—Queremos ver al jefe de los samaritanos —dije.
—¿Y tú quién eres? —preguntó.
—Soy Ary Cohen, hijo de David Cohen.
Mientras esperábamos, no fui capaz de pronunciar una palabra. Seguía sintiendo ese extraño olor y tenía ganas de salir corriendo mientras aún fuera posible. Pero ya oía unos murmullos. La vieja reapareció y nos hizo pasar con un gesto.
Bajo la lona, en aquel lugar en sombras iluminado por una simple antorcha, había un jergón y una pesada silla de madera con incrustaciones de pedrería. En ella, majestuoso, estaba sentado un anciano. Vestía una túnica blanca ceñida por un rico cinturón y decorada con doce piedras preciosas, y tenía el aspecto de un patriarca, con los cabellos y la barba de una blancura sorprendente que contrastaba con el tono moreno de su piel curtida por el sol. Sus arrugas eran tan profundas y numerosas que me fue imposible leer en su rostro: habría sido como descifrar un pergamino. A su lado se encontraba la vieja que nos había recibido. Sus ojos bañados en lágrimas estaban fijos en mí.
—Eres tú —dijo él con voz grave.
Jane me miró sorprendida. No respondí. Se produjo un silencio denso que terminé por romper.
—Buscamos información sobre un hombre —dije—. Un arqueólogo, un profesor llamado Peter Ericson.
Me miró sin decir una palabra.
—Intentamos saber algo más de él —añadí—, porque ha muerto.
Otro silencio.
—Ese hombre ¿había venido a veros? —insistí.
El hombre no respondía y empecé a preguntarme si oía mis palabras. Miré de reojo a Jane, y ella me devolvió una mirada llena de inquietud.
—¿Quién es esta mujer? —preguntó por fin el jefe de los samaritanos.
—Una amiga que me ha traído hasta vosotros.
De nuevo, mis palabras fueron acogidas por un silencio que duró varios minutos, durante los cuales observé ese rostro de arrugas tan numerosas: entonces comprendí que era anciano, muy anciano, y que no vivía en el mismo tiempo que nosotros. Cuando se es viejo se entra en otro tiempo, y la velocidad, tan esencial para la juventud, se vuelve irrisoria.
—El asesino —dijo lentamente el jefe de los samaritanos— es el sacerdote adversario que será entregado por Dios a sus enemigos para que lo humillen y torturen hasta la muerte. ¡El fin del impío que ha actuado de manera inicua será ignominioso, y la amargura del alma y el dolor lo abrumarán hasta la muerte! ¡Porque ese hombre se ha vuelto contra los Mandamientos de Dios y por ello será entregado a sus enemigos para que viertan sobre él los males terribles que llevarán a cabo la venganza sobre su cuerpo de carne!
—¿De quién hablas? —pregunté.
El jefe de los samaritanos se levantó y me observó apoyándose en su bastón, con los labios entreabiertos y los ojos semicerrados, antes de apuntarme con la mano temblorosa.
—¡Hablo del personaje designado a veces como el perjuro y a veces como el sacerdote impío, que ha extraviado a una multitud de hombres para construir sobre la sangre una ciudad de vanidad en honor a su propia gloria! ¡Hablo del impío, del criminal, del que hace temblar la tierra sobre su base, hablo del guerrero de la cólera, del devastador y de su nación pecadora, de su pueblo cargado de crímenes, hablo de aquel que ha abandonado al Señor y despreciado al Santo de Israel, aquel de mente tan enferma que aún tiene que seguir golpeando, hablo del hijo del Dolor, del espíritu extraviado, del tirano clarividente, del burlón, hablo del que tiende las trampas y atrae al inocente al abismo, hablo del manipulador que se sirve del bien para satisfacer su deseo de venganza, y hablo de sus adeptos embriagados por sus supercherías, que se consagran eternamente a hacer el mal y a extender la nada! Hablo del que dedica su vida a tomar las de los demás. ¡Hablo del Asesino!
El jefe de los samaritanos volvió a sentarse y, con voz más débil, prosiguió:
—Ahora escuchadme, porque abriré vuestros ojos para haceros conocer y comprender las voluntades de Dios y elegir a aquel que más le ha complacido para que camine por sus vías y no yerre según los designios de los malos instintos y los excesos de la lujuria. ¡Los veladores celestes, los gigantes, los hijos de Noé han transgredido los Mandamientos y han provocado la cólera de Dios! En cambio, la Torá es ley, revelación y promesa, y tú, tú eres el Hijo de la Gracia, el Enviado de Dios, ¡y yo te he reconocido! Llegará el día en que sus crímenes serán vengados. Serán azotados por el terror, serán afligidos por calambres y dolores y se retorcerán como mujeres en el parto.
Miré a Jane, que permanecía inmóvil y petrificada ante ese hombre de otro tiempo.
—De modo que el profesor Ericson vino a visitarte —respondí.
—Tú también —dijo el anciano—, tú también quieres saber…
—Sí, quiero saber. Si me has reconocido, tienes que decírmelo todo.
El anciano me observó con rostro inexpresivo. Luego su voz se dulcificó.
—Ese hombre vino a vivir entre nosotros para estudiar nuestros textos. Le abrimos nuestro scriptorium y nuestro armario sagrado. Así fue como descubrió el Pergamino de Plata y volvió para pedirnos que se lo diéramos.
—¿Qué contiene el Pergamino de Plata? —pregunté.
—Un texto que estaba custodiado en un lugar conocido sólo por nosotros. Teníamos prohibido leerlo antes de la llegada del Mesías. ¡El profesor Ericson volvió trayéndonos la noticia!
Calló un momento y prosiguió:
—Nosotros tenemos cuatro principios de fe. Un Dios: el Dios de Israel. Un profeta: Moisés. Una creencia: la Torá. Un lugar sagrado: el monte Garizim. Pero a ellos hay que añadir el Día de la Venganza y de la Devolución: el Fin de los Tiempos, cuando el Thaeb, el hijo de José, el profeta, será revelado. ¡Y el profesor nos dijo que el Thaeb había llegado!