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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

El sacrificio final (20 page)

Y al frente de todos ellos...

Los soldados de Gaviota se apostaron en la barricada y se agruparon detrás de ella, con las lanzas hacia arriba y las flechas colocadas en los arcos, las hachas y las espadas al alcance de la mano y los escudos preparados. Gaviota se había situado en el centro, y sus lanceros se dispusieron a su alrededor. El general escupió en las palmas de sus manos y movió su hacha en un temible vaivén.

—¡Ese hijo de perra que parece una montaña es mío!

Mangas Verdes sintió que se le formaba un nudo en la garganta nada más oír aquella desafiante proclamación..., pues encabezando la carga corría el hombre más enorme que había visto jamás.

Era inmenso, y aterrador.

Todo su cuerpo estaba recubierto por gruesas capas de músculos y era más alto que Gaviota, y probablemente pesaba el doble que él. Llevaba un faldellín rojo y un arnés de cuero, y un horrendo yelmo de hierro con los ojos de rubí y la boca llena de colmillos. Sus manos empuñaban una colosal espada, y no llevaba escudo. Estaba claro que ningún enemigo viviría el tiempo suficiente para devolverle un golpe.

El aullido del señor guerrero se elevó sobre el campo de batalla, y su voz era un rugido tan seco y gutural como el de una roca que se agrieta.

—¡He venido a por ti, Gaviota! ¡Te mataré!

—¡No creas que te será tan fácil! —rugió el leñador en respuesta. Los gritos que brotaban de los dos bandos hubiesen podido ahogar incluso el retumbar del trueno—. ¡Preparados, soldados! ¡Caballería, adelante!

Acurrucada detrás de las hileras de soldados y de la barricada y rodeada por sus cuatro Guardianas del Bosque, Mangas Verdes iba sucumbiendo a la desesperación. Cuatrocientos o quinientos locos se lanzaban a la carga contra ellos, así como media docena de mamuts de guerra y un señor guerrero monstruosamente inmenso, un auténtico mamut entre los humanos. Las fuerzas de Gaviota no ascendían ni a la mitad de esas cifras..., y su hermano estaba al frente de ellas.

El señor guerrero se detuvo a unos quince metros de la barricada y movió una mano para hacer avanzar a los cavernícolas que habían estado corriendo a su alrededor.

—¡Luchad! ¡Luchad! ¡Luchad! —aulló.

Una marea de piel blanca y azul se estrelló sobre las lanzas adornadas con cintas verdes y las espadas de negras empuñaduras blandidas con toda la fuerza de las manos que las sujetaban. Mangas Verdes tuvo que mirar por encima de los hombros de sus protectoras, pero vio el caos que se produjo cuando las dos líneas de combatientes chocaron con tanta violencia como el oleaje y una orilla de granito. La joven druida se encontraba lo bastante cerca para poder oler la sangre y oír el chirriar del acero sobre los huesos y el estrépito de las armas. Los cavernícolas aullaban como lobos mientras se lanzaban hacia la hilera de soldados de Gaviota. Hombres y mujeres se arrojaron sobre la larga fila de lanzas inclinadas para recibir su ataque. Una cavernícola murió entre un chorro de sangre cuando la punta de una lanza le desgarró la garganta. Un hombre que parecía una bestia salvaje esquivó una lanza sólo para acabar hundiendo sus tripas en otra. Una mujer saltó sobre los cuerpos agonizantes y alzó por encima de su cabeza un gran garrote del que sobresalían trozos de obsidiana, blandiéndolo en un frenético ataque, y murió después. Los cavernícolas morían a lo largo de toda la hilera de frío acero. Pero a pesar de que los Perros Negros hacían estragos con las puntas y los astiles de sus lanzas, rajando y golpeando alternativamente, el puro peso de la superioridad numérica hizo que retrocedieran un poco al verse enterrados bajo una avalancha de carne.

Gaviota, que estaba en primera línea de la batalla pero se veía estorbado por la presencia protectora de sus guardias personales, derribaba a cualquier cavernícola que se le aproximase, sin dejar de gritar ni un solo instante a sus fuerzas que siguieran en sus posiciones, vigilaran su espalda y lucharan hombro con hombro.

El señor guerrero no otorgaba ninguna importancia a las vidas de sus combatientes, y sólo tenía una orden que dar.

—¡Luchad!

Aturdida por la ferocidad que se desplegaba ante ella, Mangas Verdes se unió a la contienda. A pesar de las cargas suicidas de la caballería y los centauros, que lanzaban tajos y mandobles y se esforzaban desesperadamente para hacer volver grupas a las bestias, los mamuts seguían avanzando hacia la línea, y ya estaban tan cerca que los arqueros envueltos en pieles instalados sobre sus lomos lanzaban flechas contra los soldados vestidos de negro y de verde que rodeaban a Gaviota. Nadie podía detener a los colosos..., salvo una persona capaz de usar la magia.

Mangas Verdes se llevó una mano a la capa y rozó el lugar en el que había bordada una silueta anaranjada que revoloteaba por encima de la hoguera de un campamento, y después agitó los dedos como si estuviera asustando a unas moscas.

Y al instante unas diminutas criaturas llameantes cobraron existencia alrededor de los rostros de los seis mamuts: eran duendes del fuego, no más grandes que ruiseñores. Como todos los duendes, aquellas criaturas tenían una naturaleza profundamente traviesa y maliciosa. La tentación que suponían unos objetivos tan enormes no podía ser resistida.

Deslizándose velozmente de un lado a otro y dejando regueros de humo detrás de ellos a medida que chamuscaban el aire, los duendes del fuego se introdujeron en el espeso pelaje que brotaba debajo de los ojos de los mamuts. Los pelos resecos y grasientos se inflamaron al instante y empezaron a consumirse y a ennegrecerse, llenando de humo los ojos de los animales.

Y los elefantes gigantes enloquecieron.

Uno hundió sus cuatro patas en el suelo tan bruscamente y con tal violencia que la tira que sostenía la plataforma colocada sobre su espalda se partió. Los arqueros fueron lanzados en todas direcciones desde seis metros de altura. Otro mamut, con el pelaje incendiado en un lado, volvió grupas de repente, pisoteando piratas, y chocó con su vecino. Las dos bestias se quedaron inmóviles, y la colisión hizo que los arqueros salieran despedidos de ellas como si fuesen pulgas. Un tercer mamut cerró los ojos y galopó en línea recta hacia un gigantesco roble rojo, incrustándose en él con un impacto tan terrible que se destrozó los sesos y dejó el árbol medio desenraizado.

La última bestia siguió avanzando. Mangas Verdes chilló cuando cavernícolas, bárbaros azules y soldados vestidos de verde y de negro quedaron aplastados como huevos debajo de aquellas patas descomunales. La barricada fue embestida, y el mamut abrió una enorme brecha en ella. Gaviota gritó a sus Perros Negros que llenaran la abertura con lanzas.

El señor guerrero supo aprovechar el caos y agitó una mano para hacer avanzar a la segunda oleada de su ataque, que estaba formada por bárbaros azules.

—¡Luchad! ¡Luchad!

Más astutos, y adiestrados en las artes de la guerra, los bárbaros rugieron, hirvieron de furia y golpearon el suelo con los pies mientras lanzaban escupitajos y resoplidos, pero no se dejaron dominar por el frenesí de la batalla hasta el extremo de perder la cabeza. Trabajando en parejas, los nuevos atacantes apartaban las puntas de las lanzas con sus espadas de bronce de hoja curva o con largos garrotes reforzados con plomo y escudos de cuero. Pero también estaban impulsados por aquel irresistible deseo de luchar. Los bárbaros treparon sobre los cadáveres de los cavernícolas muertos y lanzaron golpes a derecha e izquierda, abriendo una brecha entre las lanzas. Buscando el combate cuerpo a cuerpo, y atacando salvajemente sin un solo instante de pausa a pesar de que las flechas de las arqueras de D'Avenant caían sobre ellos, los bárbaros obligaron a los Perros Negros y los Lanceros Verdes a emplear su defensa secundaria: las espadas. La línea de Gaviota no tardó en quedar rota por una docena de sitios distintos, y aún había centenares de bárbaros y cavernícolas supervivientes cayendo sobre la barricada, continuando con su feroz ofensiva, aullando y chillando y muriendo.

En sólo unos segundos, o eso pareció, la línea de Gaviota fue apartada a un lado y destrozada con tanta facilidad como si fuese un hormiguero reventado por un oso.

Antes de que Mangas Verdes pudiera hacer ningún conjuro, el bosque se había convertido en una confusión de combatientes que se debatían y se lanzaban golpes unos a otros. Su guardia personal la hizo retroceder y empezó a eliminar a los enemigos que se habían fijado en la joven druida. Pero Mangas Verdes estaba demasiado absorta en la apurada situación de su hermano.

Después de haber causado veintenas de muertes, el señor guerrero por fin había entrado en la batalla. El coloso hacía girar de un lado a otro su enorme espada, y cada nuevo mandoble asestado con dos manos le iba abriendo paso por entre los cuerpos que se debatían, derribándolos sin importar que fueran aliados o enemigos.

Y el señor guerrero iba directamente hacia su hermano.

Por increíble que pudiera parecer, Gaviota se veía severamente estorbado por sus Lanceros Verdes. Sus protectores, que sólo pensaban en defenderle, intentaban mantenerse entre él y el señor guerrero tal como hacían ante cualquier amenaza. Mientras cien pequeñas batallas hervían a su alrededor, los Lanceros Verdes se debatían frenéticamente. Algunos intentaban avanzar, y otros trataban de colocarse alrededor de Gaviota para poder emplear la lanza y la espada. Gaviota intentó ordenarles que retrocediesen pero sólo consiguió verles caer, segados como espigas de trigo bajo la descomunal espada.

Gaviota acabó apartando a los Lanceros Verdes para poder enfrentarse a su enemigo: un combate singular en un campo del honor.

—¡Muere hoy, Gaviota el cobarde! —rugió el señor guerrero.

Movió su espada en un gran arco que la llevó hasta su espalda, lanzando un mandoble a la altura de la cintura que pretendía partir por la mitad a Gaviota y que mató más Lanceros Verdes. Gaviota saltó por encima de sus cuerpos, rugiendo e igualmente dominado por el furor de la batalla.

El robusto leñador alzó su enorme hacha.

—¡Toma esto, bastardo! —gritó, mientras desviaba la terrible hoja con un espantoso
clang
que parecía capaz de atravesar el cráneo de quien lo oyera.

Pero la fuerza del golpe del señor guerrero era tal que el leñador se encontró impulsado hacia un lado. Gaviota apenas tuvo tiempo de recuperar el equilibrio mientras la gigantesca espada se alzaba sobre su cabeza. Un Lancero Verde se estiró por encima de Gaviota para atacar al enemigo desde abajo, y fue apartado de una patada. Los músculos se hincharon en los brazos del señor guerrero, y su espada cayó en un tremendo mandoble.

Gaviota ya no tenía aliento para gritar más amenazas. Esquivó el golpe y vio cómo se hundía en el tronco de un árbol junto a él. Gaviota saltó hacia el señor guerrero y lanzó el pomo de su hacha hacia la garganta del coloso en un golpe letal..., si conseguía asestarlo. Pero su enemigo ya había adivinado cuál iba a ser su próximo movimiento.

El señor guerrero encogió los hombros mientras se inclinaba hacia un lado, y el mango de nogal rebotó en sus músculos duros como el hierro.

Mientras intentaba hacer retroceder su hacha, Gaviota se dio cuenta de que estaba demasiado cerca. Unos Lanceros Verdes, que habían saltado hacia adelante, tuvieron que frenar los golpes que se disponían a asestar.

Un robusto brazo impulsó un codo, haciéndolo caer con la fuerza de un yunque sobre el hombro de Gaviota y rompiéndole la clavícula.

Gaviota soltó un siseo de dolor y se agachó hacia la izquierda para salir de debajo del brazo de su enemigo. Pero el señor guerrero alzó su otra mano, que empuñaba la espada, y la hizo girar en un gesto velocísimo.

El impacto hizo que la cabeza de Gaviota girase con tanta brusquedad que casi le rompió el cuello. El señor guerrero le golpeó en el pecho y la garganta, asestándole salvajes puñetazos que habrían podido derribar un árbol, y pateó a Gaviota con la fuerza suficiente para hacerle añicos una rótula. El leñador se vio arrojado hacia atrás y chocó con sus lanceros, de los que ya sólo quedaba en pie un número lamentablemente reducido.

—¿Te gusta el dolor, Gaviota? —se burló el señor guerrero con voz jadeante, y lanzó un mandoble con su espada para alejar a los guerreros que intentaban acercarse a Gaviota, caído en el suelo—. ¡Pues todavía puedo causar mucho más dolor, y será todo para ti!

El señor guerrero lanzó una patada que rompió varias costillas e hizo rodar a Gaviota por el suelo. Muli, la capitana de los Lanceros Verdes, que ya estaba perdiendo chorros de roja sangre por una herida de la cabeza, avanzó para proteger a Gaviota, pero el señor guerrero la apartó con su espada ensangrentada.

Mangas Verdes dejó escapar un balido de miedo y preocupación. El señor guerrero estaba jugando con Gaviota. Disfrutaba con el castigo que le infligía, y le haría sufrir antes de matarle.

—¿Por qué? —le preguntó al aire—. ¿Por qué odia tanto a mi hermano? ¡Es la primera vez que se encuentran!

Gaviota, tan aturdido que estaba a punto de perder el conocimiento, se arrastró por el suelo hasta que logró ponerse de rodillas. Intentó levantarse, pero estaba tan débil y confuso que ni siquiera podía alzar su hacha. Otro lancero murió intentando agarrarle por las muñecas.

El señor guerrero retrocedió un paso, lanzando aullidos de salvaje alegría, y dejó caer el pomo de su horrenda espada sobre la cabeza de Gaviota.

El leñador cayó de bruces, inconsciente o muerto.

Pero ni siquiera entonces quiso el señor guerrero acabar con su adversario. Protegiendo su trofeo y prolongando su victoria, el demonio con forma humana pateó a Gaviota para que volviera en sí.

—¡Ahora eres mío, Gaviota! Mío para que pueda separar la carne de tus huesos, para sacarte el corazón del pecho y comérmelo, para hacer una copa con tu cráneo de la que beber a grandes tragos hasta haber saciado mi sed de venganza...

«¿Por qué? —gritaba la mente de Mangas Verdes—. ¿Por qué tanto odio en un desconocido? ¿De qué venganza habla?»

Incluso los Lanceros Verdes, que habían quedado reducidos a un puñado de guerreros, se mantuvieron inmóviles, pues creían que su amado líder estaba muerto. Además, casi se habían quedado solos. El ejército de Gaviota se había fragmentado mientras el señor guerrero y el leñador luchaban. Pequeños grupos de Perros Negros, desesperadamente decididos a seguir con vida, no habían tenido más remedio que retirarse ante la superioridad numérica del enemigo y se habían visto obligados a retroceder ante una incontenible ola blanca y azul.

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