El ejército de Mangas Verdes permaneció en una tensa inmovilidad, esperando ver qué iba a hacer su líder.
La archidruida tiró de su capa llena de bordados hasta taparse el pecho con ella, y después tocó un punto donde los hilos dibujaban a un hombre de largos cabellos y expresión extasiada acostado debajo de un árbol. Después alzó la mano hacia el aullante ejército y agitó los dedos.
Y muchos orcos y trasgos se callaron al instante, interrumpiendo sus gritos de guerra tan bruscamente como si se los hubieran tragado. Casi todos los fanáticos de Fabia se detuvieron de repente y miraron a su alrededor con los ojos llenos de perplejidad, tan confusos como si estuvieran viendo el bosque por primera vez. Uno de ellos rozó con los dedos la corteza de un abedul, descubrió una oruga cubierta de pelos y llamó a otros para que la vieran. Otro señaló las nubes e imágenes imaginarias. Varios fanáticos más se unieron a él en ese nuevo pasatiempo, hasta que uno cogió una florecilla y la olisqueó, después de lo cual muchos le imitaron.
El ejército, medio fascinado, se había detenido. Los humanos y los orcos que no habían sucumbido a aquel trance recriminaron furiosamente su extraña conducta a sus aturdidos compañeros, golpeándoles cuando sólo obtenían respuestas amables o que parecían surgidas de un sueño.
—¿Qué hechizo es ése? —preguntó Micka, rompiendo las normas de la disciplina y consiguiendo que Kuni le ordenara secamente que no se distrajese.
—Es un hechizo de serenidad —les dijo la joven druida—. Y aquí viene un segundo conjuro.
Mangas Verdes rozó otro bordado de su capa, y después movió ambas manos en un gesto tan delicado como si intentara tranquilizar a un niño pequeño.
Un zumbido atrajo la atención de los que aún no habían sucumbido al estupor que acababa de adueñarse de la mitad del ejército atacante. El suave tamborilear inicial se fue volviendo más estridente y poderoso a cada momento que pasaba.
Y siluetas negras y amarillas surgieron de los arbustos, brezales y hojas que tenían debajo de los pies.
Eran abejas tan grandes como puños.
Los orcos aullaron y manotearon ante la repentina aparición de las abejas asesinas, y fueron picados. No podían saber que las abejas sólo atacaban si eran atacadas, y la consecuencia de esa ignorancia fue que lograron enfurecer a los insectos.
Los humanos y orcos sumidos en el trance del hechizo de serenidad contemplaron con gran curiosidad cómo sus enfurecidos congéneres sucumbían ante la ofensiva de las enormes abejas. En cuestión de segundos, ya había veintenas de orcos que saltaban y daban manotazos al aire primero y huían después. Los fugitivos arrastraron un torbellino negro y amarillo detrás de ellos.
Immugio, su líder, ignoró a las abejas que hundían sus aguijones en su gruesa piel. Lanzó un chorro de insultos al ejército que se estaba desintegrando ante sus ojos y golpeó, pateó y mató a algunos de sus componentes con sus enormes pies descalzos. Después se agachó cuando otro dardo gigantesco atravesó las hojas por encima de su cabeza. Stiggur había obedecido la orden de no disparar, pero ver atacar a las abejas había hecho que él también decidiera atacar.
Mientras los orcos huían hacia las profundidades del bosque, los soldados más próximos a Mangas Verdes lanzaron jadeos llenos de sorpresa, y después chillaron y acabaron echándose a reír. Cerise soltó una risita y meneó su melena dorado rojiza.
—¡Una forma condenadamente rara de ganar una batalla! Pero ¿qué...?
—¿Qué vamos a hacer con las cuerdas y las estacas? —la interrumpió Mangas Verdes—. Mira.
Se inclinó y cogió una ramita caída a sus pies. La joven druida entrecerró los ojos y alzó la ramita, dirigiéndola hacia un roble muy alto que se alzaba junto al gigante. Después partió la ramita por la mitad.
Un fuerte crujido advirtió a Immugio, quien alzó la mirada en el instante en que la copa del árbol se rompía por encima de su cabeza. Immugio tuvo tiempo de lanzar un alarido antes de que toda la parte superior del roble se derrumbara sobre él, haciéndole caer al suelo bajo el peso de las ramas ya crecidas y el verdor de los brotes nuevos. Las hojas se agitaron cuando el gigante intentó liberarse de aquella trampa que se había precipitado sobre él.
Mangas Verdes volvió la cabeza hacia el otro extremo del campo de batalla para bajarla en una señal, pero los zapadores enanos ya estaban deslizándose por encima del baluarte, gritando y cantando en su extraño lenguaje gutural. Cerise gritó a dos compañías de Osos Blancos que fueran detrás de ellos, y después ordenó al resto de las tropas que permanecieran donde estaban.
—¡Oh, espera!
Pero ya era demasiado tarde. Antes de que Mangas Verdes pudiera detenerles, varios soldados echaron a correr por entre las aturdidas filas de humanos y orcos, que seguían estando sumidos en el trance del hechizo de serenidad, y empezaron a degollarlos. Cuando Mangas Verdes consiguió hacerse oír por Cerise, ya no quedaba ningún enemigo con vida delante de ellas.
Pero los robustos enanos hicieron su trabajo a la perfección. Treparon por encima del alud vegetal y corrieron a su alrededor, lanzando cuerdas sobre el gigante atrapado y tirando de ellas hasta inmovilizarle los brazos y las piernas. Otros manejaron los mazos para clavar en el suelo las estacas recién cortadas, y en cuestión de segundos Immugio quedó encerrado dentro de una sólida prisión de ramas y cuerdas aseguradas con estacas.
Mangas Verdes meneó la cabeza ante aquel derramamiento de sangre innecesario, pero ya no se podía hacer nada al respecto. Pensó en interrogar a Immugio para averiguar quién más formaba parte de aquel ataque, pero acabó decidiendo que, a menos que fuese torturado, el gigante se limitaría a gritarle insultos y burlas.
La joven druida se pasó la mano por la frente y descubrió que se sentía repentinamente exhausta: llevaba mucho rato empleando la magia sin parar ni un solo instante, y el esfuerzo se estaba cobrando un precio muy alto. Pero todavía había batallas librándose por el oeste, y tal vez hubiera más en otros lugares. Alguien le ofreció un odre de vino, pero Mangas Verdes pidió agua en vez de vino y la obtuvo. Tomó un largo trago, y después contó con voz entrecortada la historia de lo que había ocurrido en el este y en el oeste. Cerise inclinó su abundante melena en un asentimiento silencioso, y aguardó nuevas órdenes.
—No hay más órdenes —fue lo único que se le ocurrió decir a Mangas Verdes—. Quiero decir que... Eh... Bueno, limítate a impedir que nadie entre en el bosque. Mantén un flujo de mensajeros en movimiento entre las otras facciones para poder estar informada.
Lirio, la esposa de Gaviota, había venido a reunirse con ellas desde la retaguardia del campamento. Un aya cargaba con su hija, pues el embarazo de Lirio hacía que ya le resultara bastante difícil mover sólo el peso de su cuerpo. Lirio puso una mano sobre el brazo de Mangas Verdes y la archidruida la tapó con sus dedos, alegrándose de aquel contacto humano.
—Lamento molestarte, Verde, pero ha habido un estrépito terrible hacia el oeste. Me temo que las tropas de Gaviota se han encontrado con algo..., y se trata de algo que les está dando bastantes problemas.
La archidruida asintió.
—Haré lo que pueda, hermana. Gracias.
Subió a la grupa de Vara de Oro y descubrió que ya no tenía tres guardias personales, sino cuatro. Una mujer no muy alta y de ojos almendrados y movimientos veloces y ágiles llamada Miko le fue presentada. Kuni la había reclutado de la centuria de los Osos. Miko, hablando con voz suave y nítida, dijo que se sentía muy honrada de unirse a las Guardianas.
—Oh, sí, gracias, pero...
La joven druida contempló la túnica y el faldellín de la guerrera y su coraza de piel de buey blanca. Habían pertenecido a Bly, y todavía estaban mojadas con su sangre. Pero a Miko no parecía importarle en lo más mínimo. Mangas Verdes se limitó a menear la cabeza y rodeó las muñecas de sus nuevas guardias personales con las manos.
—Miko y Micka... Gracias de nuevo. Intentaré haceros ir por el buen camino.
«Y manteneros con vida», pensó. Mangas Verdes intentaría mantenerlas vivas entre toda aquella destrucción y aquel horrible desperdicio de vidas..., de los que era la única culpable.
* * *
Cuando Mangas Verdes cobró existencia a partir del aire entre una ondulación de colores, la batalla que vio que se estaba librando en el oeste resultó ser tan distinta que a duras penas pudo creer que los dos combates sólo estuvieran separados por unos cuantos kilómetros de distancia.
La joven druida siguió sobre la grupa de su montura, y su mirada fue más allá de los troncos de robles y gigantescas hayas doradas que la rodeaban. Al principio Mangas Verdes no consiguió entender qué estaba viendo.
El bosque era muy frondoso en aquella parte, tanto que su hermano habría dicho que la vegetación era demasiado tupida para poder luchar. Tampoco era el campamento adecuado para la Centuria Negra, pues se encontraba a casi un kilómetro y medio más hacia el oeste. El ejército de Gaviota debía de haber retrocedido hasta aquella zona del bosque. Mangas Verdes había intentado llegar lo más cerca posible de su hermano, pero ni siquiera podía verle. La batalla se había convertido en un caos.
Además de los gruesos troncos, grandes peñascos y macizos de laurel de las montañas de tal espesor que resultaba imposible atravesarlos, había humaredas que ondulaban en tres o cuatro lugares, y ni un soplo de viento para llevárselas. Durante un momento Mangas Verdes se sintió un poco preocupada, pues últimamente el bosque estaba bastante seco. Después descifró el lenguaje oculto del cielo y supo que no tardaría en haber brisa, pero no había ni rastro de lluvia. La joven druida tendría que producir un poco de lluvia en cuanto pudiera.
Mientras tanto, Mangas Verdes sólo podía ver las más borrosas siluetas imaginables moviéndose velozmente por entre los troncos. Perros Negros, con sus plumas y sus pantalones negros y sus brazales del mismo color, pasaron trotando en dos direcciones distintas entre un tintineo metálico. Una compañía de arqueras de D'Avenant vestidas de negro surgió de la nada a paso de carga, se volvió hacia el sur y se arrodilló cuando su comandante ladró la orden correspondiente. Un instante después la comandante cambió de parecer y les ordenó que sacaran las flechas de sus arcos y que se levantaran y siguieran su carrera. Una hilera de caballería dorada, centauros y jinetes, serpenteaba por entre los árboles justo en el límite de su campo de visión. Mangas Verdes podía oír gritos procedentes del lugar hacia el que se dirigían. Un trompeteo bestial estremeció el aire e hizo temblar las hojas: el grito de un mamut. Pero Mangas Verdes no pudo ver al animal por ninguna parte. ¿Y dónde estaba su hermano?
Lo más terrible de todo era una silueta inmóvil a unos seis metros de distancia. La guerrera bárbara yacía sobre el suelo hecha un ovillo, como si estuviera dormida, con una gran herida ensangrentada abierta en su costado. Tenía los cabellos blancos y recogidos en una gran coleta sobre la parte superior de su cráneo. Su piel estaba tatuada con un sinfín de curvas y líneas que luego habían sido teñidas de azul con azularía, el extracto de la raíz de una planta. Llevaba una armadura de cuero y sandalias de tiras. Sus armas habían desaparecido. Los colmillos blancos que sobresalían de su mandíbula inferior no impedían que su rostro pareciera estar lleno de paz.
Mangas Verdes la contempló en silencio durante unos momentos. Sólo había visto a aquellos bárbaros azules en una ocasión y ya hacía mucho tiempo de ello, pues había sido cuando empezaron sus aventuras. Eran peones de Liante, el hechicero de las franjas multicolores, los cabellos meticulosamente peinados y el alma traicionera que mentía con tanta facilidad como respiraba.
Liante tenía que estar cerca.
—Allí, mi señora —dijo Kuni, y señaló con un dedo.
Las nubes de humo se disiparon, y pudieron divisar a unos lanceros vestidos de verde moviéndose por entre los árboles: eran los guardias personales de Gaviota. Mangas Verdes presionó los flancos de su yegua con las rodillas y la hizo avanzar en esa dirección, con cuatro Guardianas de los Bosques espaciadas alrededor de su montura.
Pero todavía no habían avanzado una docena de metros cuando Micka, la robusta granjera, hizo que su caballo volviera la cabeza con tanta brusquedad que casi le partió el cuello.
—¡Ah! ¡Por Mangas Verdes!
Surgiendo al galope de la humareda y viniendo hacia ellos a toda velocidad, un trío de feroces guerreros que enarbolaban sables acababa de lanzarse a la carga.
Los atacantes llevaban las camisas harapientas y los pantalones holgados típicos de los marineros, con las prendas de colores ya apagados pero aun así todavía locamente dispares, además de fajines, pendientes y pañuelos en la cabeza. Dos eran de complexión oscura que había sido bronceada casi hasta el negro por los años pasados en alta mar, y el tercero —un hombre del lejano sur— ya había nacido con la piel negra.
Mangas Verdes sabía qué eran: piratas. Estarían a sueldo de sus enemigos o bajo un yugo mágico forjado por Dwen, una hechicera del océano que en tiempos no muy lejanos había empuñado la legendaria Lanza del Mar..., hasta que Gaviota y Mangas Verdes se la quitaron. Los caballos que montaban tenían sangre y líneas amarillas en los flancos. Estaba claro que los piratas habían tendido una emboscada a algunos jinetes de la caballería dorada.
De las cuatro guardias personales que le quedaban a la joven druida, Kuni, que tenía la cabeza vendada, era la que tenía mayores dificultades para moverse y reaccionar con rapidez. Kuni ladró unas secas órdenes a las demás. Micka, Miko y Doris gritaron, bajaron sus lanzas y se lanzaron a la carga. Kuni bajó su lanza, tiró de su escudo y se colocó delante de Mangas Verdes.
Los piratas se separaron, lanzando feroces gritos para asustar a sus enemigos y darse valor a sí mismos, y agitaron frenéticamente sus sables oxidados y manchados de sangre por encima de sus cabezas. Pero robar un caballo y montarlo no era lo mismo que luchar a caballo, como no tardaron en descubrir.
Micka, la corpulenta granjera de ojos azules y rubia cabellera, deslizó el astil de su lanza en su sobaco, se encogió sobre sí misma y enfiló el arma con impecable precisión. La larga punta con forma de hoja hirió a un pirata en el centro de su estómago y salió por su espalda. Al mismo tiempo Micka alzó su escudo, desviando el último mandoble ya carente de fuerzas que el pirata agonizante lanzó con su sable. Después la Guardiana del Bosque bajó la lanza para no ser arrastrada por el peso de su víctima. El pirata agonizante se derrumbó sobre la silla de montar, y el extremo del astil golpeó el suelo. Micka desenvainó su espada y hundió los talones en los flancos de su montura, dirigiéndola hacia otro atacante.