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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

El sacrificio final (15 page)

¿Tres pentáculos? Por la Maldición de Chatzuk, ¿qué oscura conspiración era aquélla?

—¡Oh, olvídate de eso! —gritó Mangas Verdes de repente—. ¡Ya resolverás ese misterio más tarde!

—¡Cuidado, mi señora!

Petalia alzó su escudo para protegerlas a las dos, e hizo girar a su montura para colocarla delante de Mangas Verdes. La capitana gruñó cuando algo se estrelló contra su escudo entre un cegador fogonazo. Mangas Verdes olió a pintura y madera quemadas.

En lo alto del promontorio, Haakón había disparado un cohete desde las puntas de sus dedos. El hechicero lanzó más cohetes contra Mangas Verdes, y los pequeños cometas trazaron veloces arcos, casi invisibles en el cielo veraniego, estallando para crear surtidores de tierra, hierba, rocas y flores silvestres muy cerca de ella. Petalia alzó la voz para hacerse oír por encima del estrépito de la batalla y ordenó a las Guardianas del Bosque que formaran un anillo alrededor de Mangas Verdes, y en cuestión de segundos la joven druida sólo pudo ver espaldas de mujeres cubiertas por armadura blanca acolchada y sus cabelleras chasqueando bajo la brisa.

Mangas Verdes maldijo la eficiencia de sus guardias personales e intentó ver al enemigo. Ludoc conjuró a una familia de osos de las cavernas, pero los gigantescos animales no soportaron el ruido y los extraños olores de los gatos alados y los centauros enfurecidos, y huyeron en una veloz carrera a través de la pradera. No muy lejos de la Centuria Roja, un toro de pelaje rojizo pateaba el suelo con las pezuñas y agitaba iracundamente los cuernos de un lado a otro. Una cortina de neblina azulada que surgió repentinamente de la nada y que despedía una pestilencia que provocó náuseas entre los soldados hizo que el toro se quedara inmóvil y la contemplara parpadeando.

Había tantos hechizos y las apariciones de las distintas criaturas se sucedían a tal velocidad que Mangas Verdes no estaba muy segura de quién conjuraba qué. No es que le importase, desde luego. Desmontó de un salto y quitó de en medio a su montura de una palmada, como habían hecho sus guardias personales. La joven druida no podía conjurar desde la grupa de un caballo: Mangas Verdes necesitaba tener la tierra debajo de sus pies.

Mangas Verdes tiró del borde de su capa, miró hacia abajo y localizó uno de los bordados que la adornaban, un puente sobre el que avanzaba una carroza de la que tiraban cuatro caballos blancos. Lo que había debajo del puente no era agua azul, sino barro negro. Mangas Verdes rozó el bordado con la yema de un dedo y se imaginó el lugar que representaba, unas marismas pantanosas situadas muy al oeste del Bosque de los Susurros. Después usó su mano libre para trazar un círculo imaginario alrededor del distante grupo de hechiceros.

Apenas lo hubo hecho, la pesada silueta acorazada de Haakón y la encorvada y canosa figura de Ludoc temblaron y se tambalearon como si les fallasen las rodillas. El promontorio sobre el que se encontraban se abrió por su parte central y se volvió repentinamente líquido, como si se hubiera convertido en un tazón lleno de té oscuro. Haakón se hundió, hasta las rodillas primero y las caderas después, en cuestión de segundos. Ludoc, comprendiendo el peligro, lanzó su águila al cielo, donde se inflamó, y después se arrojó al suelo. Un mar de barro negro de amenazadora apariencia hirvió y chapoteó alrededor de los dos hechiceros.

Y de repente los dos hombres aullaron de dolor, pues Mangas Verdes no sólo había conjurado un barrizal de arenas movedizas, sino uno en el que manantiales calientes hervían dentro del barro negro. Ludoc maldijo e intentó salir nadando de aquel puré abrasador que se adhería a sus ropas. Haakón no consiguió reaccionar y se limitó a debatirse entre el barro, hundiéndose más y más. Si no quería que se ahogase, Mangas Verdes tendría que trasladarle a algún otro sitio pronto.

Entonces la joven druida se acordó de que no podía desplazar a Haakón a través del éter tal como había hecho en el pasado, pues su pentáculo nova lo anclaba al sitio en el que estuviera tan firmemente como las arenas movedizas tiraban de él hacia las profundidades.

Pero Mangas Verdes no necesitaba grandes magias. La joven druida dejó que su mente revoloteara por encima del bosque, y se imaginó una rama recién caída: una fabricante de viudas, la habría llamado su hermana. Mangas Verdes rozó la rama dentro de la imagen de su mente, y la arrancó de allí para dejarla caer... ahí. Haakón, que estaba manoteando frenéticamente, de repente se encontró con una enorme rama delante de su mentón. Se agarró desesperadamente a ella, aferrándose con todas sus fuerzas, y logró erguirse. Ludoc había seguido nadando y ya casi había conseguido salir de las arenas movedizas, y Sanguijuelo había huido.

Después de haber evitado que se hicieran nuevos conjuros, Mangas Verdes concentró su atención en las amenazas existentes. Los demonios seguían haciendo estragos entre sus soldados, y los gatos negros daban rienda suelta a su furia entre la caballería. La mano de Mangas Verdes bajó para rozar un árbol bordado a lo largo del borde izquierdo de su capa hasta encontrar una hormiga marrón rojiza que se deslizaba sobre su corteza. La joven druida murmuró un hechizo.

Surgiendo del suelo, con el estallido de colores yendo del marrón al verde para finalizar esta vez en el marrón, primero cinco y luego diez, cincuenta y finalmente cien de los soldados más extraños imaginables aparecieron entre las hordas de demonios que sembraban el caos y la muerte.

Medían un metro cincuenta de altura. Eran de color marrón rojizo puntuado por rígidos mechones de pelos, y sus cuerpos estaban recubiertos por lo que parecía una armadura pero que, de hecho, era su caparazón. Cuellos tan delgados como un dedo sostenían cabezas formadas por placas con redondos ojos segmentados. Adheridas a la parte superior de la cabeza mediante una sustancia de color amarronado había hojas de plantas tropicales que imitaban plumas. Cada soldado yotiano empuñaba un arma de mango corto y hoja triangular, mitad pala y mitad lanza.

Sin necesitar órdenes ni estímulo, todos volvieron sus extrañas y aparentemente nada manejables armas contra los demonios. Eran soldados yotianos, soldados hormiga, trabajadores sin sexo creados, según las leyendas, por Urza o Mishra como una milicia, una guardia ciudadana para que protegieran las ciudades de sus aliados mientras los verdaderos soldados estaban lejos de ellas. Nadie sabía si los yotianos habían sido obtenidos a partir de una mutación de las hormigas o de los humanos, o de ambos. Pero los yotianos eran unos combatientes temibles, pues sólo existían para atacar a los enemigos..., especialmente a los enemigos no humanos que estuvieran atacando a unos seres humanos.

Todos los hombres-hormiga luchaban de la misma manera, con un curioso empujón seguido de un giro, como si estuvieran abriendo agujeros con palas en un muro de tierra. Idénticos, operaban como engranajes de una gigantesca máquina, o como pájaros que se alimentaran del mismo plato. Sus palas-lanza de punta roma golpeaban a los demonios en la garganta, desgarrando la piel coriácea y astillando el hueso. Y los yotianos no sufrían daño alguno, pues los demonios eran tan incapaces de atravesar sus duras pieles a mordiscos como lo habrían sido de atravesar el caparazón de una tortuga. Poco a poco, pero en una progresión incesante, un agujero se fue abriendo alrededor de cada yotiano, con un dique de demonios muertos rodeando a cada soldado-hormiga.

Mangas Verdes lanzó una rápida mirada a los hechiceros malévolos. Haakón había logrado llegar a tierra firme, con la armadura recubierta de negro barro caliente hasta los dos visores de su casco. Ludoc se había esfumado. ¿Dónde...?

—¡Cuidado!

Doris, una de sus guardias personales, bajó su lanza. A su derecha acababan de aparecer tres robustas cabras de las montañas, criaturas de blanco e hirsuto pelaje provistas de cuernos tan largos como las púas de una horca de granjero. Una cuarta cabra cobró existencia entre un parpadeo luminoso, todavía con nieve de alguna sierra distante reluciendo sobre su pelaje. Aquella nieve era la marca de Ludoc de las montañas.

La primera cabra bajó la cabeza y se lanzó a la carga. Doris se interpuso de un salto en su camino, hundiendo la punta de su lanza en el suelo y aferrando el astil con todas sus fuerzas. La cabra, que había cargado con la cabeza gacha, estrelló su hocico y sus cuernos contra el astil de la lanza y se desvió. Doris chilló cuando la segunda cabra inició su carrera.

—¡Ocupaos de ellas, por favor! —Mangas Verdes no podía perder el tiempo con criaturas normales. Tenía que detener a aquellos gatos diabólicos—. No les hagáis daño si...

Mangas Verdes chilló cuando alguien la hizo caer al suelo con el impacto de un musculoso trasero. Petalia acababa de apartar a su señora para hundir su lanza bajo las costillas de una cabra montes, atravesando su corazón cuando el robusto animal pasaba galopando junto a ella. El rojo de la sangre manchó la blancura del pelaje mientras la cabra recorría otros treinta pasos en su veloz carga, para acabar bajando repentinamente la cabeza y dar un salto mortal entre sus propios cuernos.

Mangas Verdes intentó limpiarse las manos despellejadas mientras se levantaba y trataba de mirar en todas direcciones a la vez. El fuego de los cohetes crujía y chisporroteaba entre los tallos de hierba, la maleza y las flores silvestres. Las llamas encantadas se deslizaron hacia el grupo de Mangas Verdes en una agitación de muchos dedos saltarines, pero la hechicera se limitó a mover los dedos y tomó agua del río y la dejó caer en un siseante abanico delante de ella. «Esto no tiene ningún sentido», pensó. Si tres hechiceros no eran capaces de conjurar nada más peligroso que cabras de las montañas y fuego...

Pero entonces Mangas Verdes recordó que aquél sólo era uno entre dos ataques, pues los mamuts de guerra y los bárbaros azules habían surgido del oeste para caer sobre las centurias de Gaviota.

No había tenido tiempo para pensar en ello antes, pero de repente el pensamiento la dejó tan aturdida como si acabara de chocar con un muro de piedra.

¿Cuántos hechiceros había desplegados delante de ellos?

Y había algo todavía más inquietante, pues Mangas Verdes también acababa de recordar cuándo había visto «bárbaros pintados de azul» por última vez. Esos guerreros habían sido invocados por el hechicero Liante, que había destruido su aldea y había traicionado a los hermanos. La archidruida se preguntó si su hermano ya se habría acordado de ello. Durante los tres últimos años, Gaviota había deseado en más de una ocasión poder poner las manos sobre la garganta de Liante.

¿Estaría Liante cerca de allí? ¿Formaba parte de aquel pacto diabólico que conspiraba contra ellos? ¿Habría creado esa multiplicidad de pentáculos nova?

Mangas Verdes movió las manos sin darse cuenta de lo que hacía, como si quisiera echar de allí todas aquellas preocupaciones. Había mucho que hacer..., demasiado. Tenía que vencer a tres hechiceros y sus esbirros, y luego tenía que viajar a otro sitio y tratar de proteger al resto del ejército.

Sus Guardianas del Bosque habían hecho huir a las cabras de las montañas y habían conseguido alejar al toro. Los soldados-hormiga yotianos habían reducido el contingente de demonios en un tercio. Los demonios habían reaccionado a su presencia de una manera igualmente mecánica e irracional, y se habían vuelto contra los soldados-hormiga hasta que la batalla principal consistió en una confusión de diminutos cuerpos negros que se agitaban sobre las siluetas rojo amarronadas de los hombres-hormiga. Los soldados humanos de Mangas Verdes, que por fin disponían de un momento para reagruparse, cogieron las lanzas y jabalinas caídas en el suelo y convergieron sobre los gatos alados. Amenazados por docenas de largas puntas de acero tanto si volaban bajo como si se remontaban a las alturas, los gatos retrocedieron entre gruñidos y rugidos. Muchos soldados lanzaron flechas contra Haakón, pero sólo consiguieron ver cómo rebotaban en su escudo invisible. Helki, la capitana centauro, empezó a dar órdenes a gritos para formar un pelotón que debería atacar la colina sobre la que reinaba Haakón.

Pero los soldados volvieron a ser detenidos.

Lo que parecía un torbellino de cenizas surgidas de la hoguera de un campamento apareció de repente entre ellos y Haakón. Las cenizas se endurecieron y se quedaron inmóviles, y acabaron formando un muro irregular que recordaba una larga hilera de dientes mellados. Muchos soldados se detuvieron nada más verlo y retrocedieron involuntariamente, e incluso Helki palideció y empezó a retroceder.

Mangas Verdes vio que aquellos objetos eran lápidas: pizarra gris, granito blanco, caliza roja... Docenas de ellas habían sido cinceladas con calaveras aladas, ángeles, monstruos, jeroglíficos, runas y maldiciones. Las lápidas se inclinaban erráticamente en todas direcciones, como si el cementerio del que habían sido robadas estuviera abandonado y medio en ruinas. Muchas piedras todavía estaban envueltas por zarcillos de yedra. El ejército retrocedió, no queriendo atravesar aquella precaria línea de piedras y temiendo que las almas de los muertos despojados pudieran aparecer de repente para acosarles.

Los capitanes gritaron y los sargentos aullaron y chillaron, y los soldados siguieron retrocediendo ante el muro de lápidas y los gatos alados en retirada. Pasaron cautelosamente sobre sus muertos y los montones de demonios y volvieron a formar sus líneas, donde se secaron el sudor, bebieron de las cantimploras, limpiaron las hojas de sus armas, consolaron a los agonizantes y se prepararon para el próximo ataque.

Pero Haakón se había retirado detrás del promontorio que seguía marcado por el cenagal de arenas movedizas, y Ludoc y Sanguijuelo no eran visibles por parte alguna. Algunos demonios luchaban con los yotianos, pero los humanos y los centauros dispusieron de un pequeño respiro. Mangas Verdes se preguntó qué debían hacer a continuación. ¿Debían permanecer en terreno elevado, o retroceder hacia el bosque? La joven druida deseó que su hermano estuviera allí para decírselo. Tenía que consultar con Dionne o Neith. ¿Y debían tratar de capturar a los hechiceros fugitivos..., otra vez? Quizá debería...

—¡Por el Cuidador del Infierno! —gritó Petalia.

Mangas Verdes se volvió para encontrarse rodeada por un muro de carne femenina. Sus guardias personales habían formado una doble hilera para defenderla. ¿De qué?

Y entonces lo vio: era un ataque por sorpresa.

Viniendo velozmente hacia ellos se aproximaba un coloso, una criatura de aspecto tan increíble que Mangas Verdes nunca había visto nada igual ni en sus más locas fantasías.

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