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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

El sacrificio final (17 page)

Estaba llorando. La joven druida no quería que nadie más sufriera ningún daño por su culpa.

Pero las Guardianas del Bosque eran una fuerza más poderosa que la misma Mangas Verdes. Kuni inclinó la cabeza para ordenar a Micka, una robusta granjera, que saliese de la Centuria Roja y se pusiera las vestimentas y la armadura de Alina. Doris cogió las ropas de Bly, que había sido menos alta y corpulenta.

—Escogeremos a otra...

Un repiquetear de cascos las interrumpió. Un mensajero de la Centuria Blanca manchado de sangre acababa de llegar al galope.

—¡Mi señora, os rogamos que nos ayudéis! ¡Estamos siendo atacados con magia desde el sur!

—Se me había olvidado —dijo la archidruida—. Las batallas todavía no han terminado. Apenas acaban de empezar.

El mensajero estaba bastante maltrecho, pero las fuerzas del sur no lo habían pasado tan mal como sus hermanas del este.

Mangas Verdes y sus cuatro protectoras surgieron de la nada entre un centelleo de colores detrás de unos abedules que se alzaban hacia el sur del Bosque de los Susurros. El suelo de aquel lugar era reseco y arenoso, y eso hacía que los árboles creciesen más separados unos de otros y no llegaran a ser tan altos. Robles solitarios desplegaban sus ramas en todas direcciones, y los abedules creaban manchas de una blancura tan brillante como si fuesen cohetes de fuegos de artificio en pleno despegue. La hierba era dura y correosa, pero un arroyo proporcionaba agua antes de hundirse en una cañada y desaparecer.

Sólo había una centuria acampada en aquel sitio: los Osos Blancos, capitaneados por una mujer alta como una torre y de abundante cabellera amarilla llamada Cerise. Al estar dentro del bosque, Cerise había establecido su campamento siguiendo un orden distinto. Las tiendas de los oficiales estaban agrupadas en un macizo de hayas situado cerca del centro. Los escasos árboles de aquella zona habían sido levemente podados y la maleza había sido limpiada siguiendo una irradiación hacia el exterior, y se habían erigido tiendas formando círculos concéntricos. En el perímetro del campamento había un baluarte de tierra rodeado por una zanja, pues los zapadores enanos de Uxmal residían allí. Todos los árboles que se alzaban al otro lado de la zanja habían sido cortados hasta dejar una franja despejada de casi cien metros, una decisión que Mangas Verdes había permitido con un cierto dolor. De esa forma los soldados y zapadores disponían de una agradable extensión sombreada en la que descansar, y además tenían una excelente visibilidad fuera de ella.

Aquella pequeña fuerza estaba apostada a menos de un kilómetro y medio del Bosque de Mangas Verdes yendo en dirección sur, el sitio donde los oficiales se reunían y trazaban sus planes. Eran el contingente de emergencia, una especie de «puerta trasera» que ayudaría a defender el bosque si eran atacados. Un ancho sendero avanzaba serpenteando desde la parte de atrás del campamento hacia el bosque, y a lo largo de él se podía encontrar a una gran parte de los «ociosos» del campamento: artesanos, cocineros, enfermeras, el hospital de los curanderos, el cuerpo de intendencia de Lirio, y demás restos y componentes extraños y abigarrados del ejército. Stiggur y Dela, la «infantería pesada» del ejército, estaban acampados cerca de allí con la bestia mecánica. Liko, el gigante de dos cabezas —que había pasado a tener dos brazos gracias a los hechizos de regeneración de Mangas Verdes—, también estaba acampado allí. Los hombres que se hacían llamar Mártires de Korlys se habían instalado en aquel lugar, donde mantenían despiertos a los demás con sus extraños cánticos, al igual que hacían los enanos de piel cobriza que llevaban sombreros puntiagudos y prendas surcadas por franjas multicolores, y que solían pasarse la noche entera cantando. Todos aquellos trabajadores y soldados se habían refugiado en el interior del baluarte, y muchos vigilaban con las armas en la mano mientras que otros seguían con sus labores normales.

Mangas Verdes guió a su montura por un sendero y hacia la parte de atrás del campamento, y mientras lo hacía vio un montón de cuerpos apilados junto al baluarte: casi todos eran orcos de cabeza calva y piel verdosa vestidos con harapos y también había trasgos verdigrises con mechones de pelos grisáceos, y todos ellos estaban repletos de flechas. Avanzando un poco más lejos por el terreno de la campaña, yendo hacia la hilera de árboles, se veía un amasijo de cuerpos humanos, algunos de ellos vestidos con cortas túnicas rojas que Mangas Verdes reconoció enseguida, y unos cuantos totalmente desnudos.

El único ser vivo visible fuera del baluarte era Liko, que estaba junto a la bestia mecánica. Conducida por Dela, la «ayudante de ingeniería» de Stiggur, la bestia mecánica iba y venía por delante de la hilera de árboles con un rítmico
clump clump clump clump
. Stiggur, tan flaco como siempre, se había instalado sobre la espalda de la bestia mecánica y observaba el bosque. Con su ruidoso andar contoneante acompañado por crujidos, chirridos y chasquidos, la bestia mecánica hacía pensar en cuatro árboles capaces de caminar que sostuvieran una herrería.

El artefacto, que parecía muy antiguo, había sido construido con gruesos tablones de roble oscuro y planchas de hierro. Sus entrañas recordaban a un molino, pues eran un laberinto de engranajes de madera con grandes dientes, poleas de cuero y palancas que eran movidas a un lado y a otro por sus contrapesos, y que supieran no contaba con ninguna fuente de energía aparte de la magia. Stiggur, el muchacho que había adoptado a la bestia mecánica, había ido haciendo añadidos a su estructura a lo largo de los tres últimos años hasta que ésta acabó pareciendo un fuerte móvil. Unos muretes colocados a lo largo de su columna vertebral habían sido recubiertos con láminas de cobre y techados. Instalada sobre el trasero de la bestia mecánica había una ballesta gigante con una provisión de dardos sujetos a los flancos de hierro de la bestia. Una pequeña grúa había sido erigida sobre su parte delantera para subir cargas hasta ella, y toda la bestia mecánica estaba rodeada de barandillas y sogas para agarrarse, con escalerillas de cuerda que permitían trepar por sus costados. El asiento del conductor, protegido por unas pequeñas paredes que podían ser desmontadas, estaba colocado en un arnés, y había otros compartimentos y artilugios instalados aquí y allá. Después también estaban los adornos, naturalmente. Las planchas de hierro que formaban los costados habían sido rascadas y pintadas con grandes manchas marrones y blancas, como si fuesen los flancos de un caballo de verdad, y la cabeza había sido adornada con una crin artificial hecha de sogas destrenzadas. A pesar de todo ello, la bestia mecánica seguía siendo un artefacto muy feo y de apariencia torpe y desgastada..., pero resultaba útil. Cuando entraba en un campo de batalla con un gigante de dos cabezas caminando pesadamente junto a ella, la bestia mecánica podía hacer huir a escuadrones enteros de caballería o infantería, que temían ser pisoteados por aquellas gigantescas patas. Además, la ballesta gigante disparaba dardos de casi dos metros de longitud que podían atravesar de parte a parte un granero a casi un kilómetro de distancia..., si daban en el blanco.

Cuando Stiggur vio a Mangas Verdes y su séquito, se agarró al extremo de la cuerda y saltó al vacío: un ruidoso cabrestante lo fue bajando hasta el suelo con un rápido balanceo.

El puesto de guardia anunció la llegada de Mangas Verdes con un grito, y la capitana Cense bajó de una plataforma de observación de madera que se alzaba en el centro del campamento. Cerise fue trotando hacia ellos para informar, dejando atrás a sus oficiales. Stiggur se apresuró a añadir sus observaciones.

—¡Los hemos hecho retroceder, Mangas Verdes! —gritó el muchacho—. ¡No tuvieron ni una posibilidad! ¡Hicimos una auténtica carnicería con ellos!

La archidruida movió una mano para hacer callar al muchacho. Stiggur ya debía de tener dieciséis años y vestía pieles de cuero, igual que su héroe, Gaviota el leñador. Mangas Verdes se volvió hacia Cerise, permaneciendo sobre la silla de montar para poder ver por encima del baluarte, y escuchó su informe.

—Los sabuesos de guerra empezaron a ladrar, mi señora —empezó diciendo la capitana. Algún tiempo atrás alguien se había dirigido a Mangas Verdes llamándola «mi señora», y la druida ya no conseguía quitarle esa costumbre al ejército—. Los Cuervos vinieron corriendo e informaron de que había un gigante rondando por ahí. Era Immugio, ese bastardo colosal al que conocíamos de la batalla de Myrion... Conjuró orcos, y tantos trasgos que parecían una plaga de pulgas, y todos surgieron del bosque y cayeron sobre nosotros. No vinieron al trote, eso puedo asegurároslo... Sus capitanes empuñaban látigos, y los iban empujando desde el cobijo de los árboles. Al final Immugio debió de hacer algo que los asustó de veras, porque entonces echaron a correr y se lanzaron a la carga. Pero les dimos una buena paliza y se retiraron. Tenemos dos heridos, ninguno de ellos de gravedad. Stiggur disparó un dardo de su ballesta gigante contra Immugio, y partió en dos el abedul que tenía al lado...

—¡Ese bastardo se agachó, pues de lo contrario le habría metido el dardo en el gaznate! —exclamó el muchacho, complementando la información de Cerise.

—Después, aullando como furias, aparecieron esos idiotas de las túnicas rojas...

—El Culto de lo Invisible de Fabia. —Mangas Verdes reprimió un suspiro—. Todavía no estabas con nosotras cuando les conocimos, Cerise.

—Ah... Sí, mi señora, gracias. Bueno, entonces la reserva de idiotas de nuestro ejército, los Mártires de Korlys, se lo tomó como un desafío personal. Antes de que pudiéramos detenerlos, ya se habían quitado las túnicas tan deprisa como si estuvieran en una luna de miel y estaban lanzándose a la carga por encima del baluarte. Podéis ver que todavía siguen ahí fuera.

—Desde luego —dijo Mangas Verdes, echando un vistazo desde la silla de montar.

Los mártires se habían ido a la gloria y a los brazos de Korlys, fuera quien fuese.

Mangas Verdes se hizo sombra en los ojos con una mano.

—Oh, cielos... Immugio y Fabia de la Garganta Dorada.

Otros dos hechiceros que habían vivido a medio continente de distancia el uno del otro. No se conocían, y sin embargo algo había llegado a relacionarlos.

Y Mangas Verdes sabía muy bien que la conexión no era otra que ella misma.

—Los trasgos... ¿Los trajo el gigante? —preguntó, meneando la cabeza—. Sé que Fabia no lo hizo: desprecia a todas las criaturas salvo los humanos «perfectos».

Cerise meneó la cabeza: estaba tan orgullosa de su melena de leona que nunca llevaba casco.

—No, mi señora. Había un trasgo al frente de ellos. Era una hembra que llevaba una corona muy rara, una especie de anillo hecho con clavos de herradura. Esa...

Mangas Verdes se frotó la frente. Tal como había temido, se trataba de Atronadora, la Reina de los Trasgos. Otro de sus prisioneros «en libertad condicional» se había librado de sus ataduras.

—Qué locura —murmuró para sí misma—. Oh, sí, pensar que podríamos mantener cautivos a esos hechiceros y su consumada maldad fue una locura imperdonable...

—¿Tenéis alguna orden que dar, mi señora? —preguntó Cerise—. ¿Debemos mantener las posiciones aquí, o retrocedemos hacia el bosque y...?

—¡Helos que vienen por acullá! —gritó Uxmal el enano.

Al instante todo el mundo aferró sus armas con más fuerza o puso una flecha en su arco. Mangas Verdes pensó que ni uno solo de sus soldados o de los seguidores del campamento tenía miedo o, si lo tenía, por lo menos no lo demostraba.

Pero ella estaba aterrada. Lo que la asustaba no era la amenaza a la que se enfrentaban en aquel momento, sino el horror total que implicaba. Al parecer todos los hechiceros a los que habían vencido acababan de unirse para atacar en masa. Mangas Verdes no estaba muy segura de que ni siquiera su ejército, aun estando tan dedicado a su cruzada y siendo todo lo poderoso que era, pudiese resistir a una fuerza semejante.

Un griterío gutural resonó entre los árboles. Los orcos surgieron de ellos, golpeando escudos de cuero con espadas de hierro y lanzando alaridos, haciendo mucho ruido pero avanzando muy poco. Esparcidos entre ellos había trasgos más bajos armados con lanzas cortas o garrotes en los que había incrustados trozos de pedernal. Unos cuantos fanáticos vestidos con las túnicas rojizas de los seguidores de Fabia formaban los flancos. Detrás, alzándose como una montaña, caminaba Immugio. El mestizo de ogro y gigante aullaba y gritaba, pero mantuvo gruesos troncos de árboles interponiéndose entre su cuerpo y la bestia mecánica.

Stiggur lanzó un potente «¡Hyah!» desde el flanco izquierdo del ejército de los defensores. Una soga hizo
tung
y una flecha tan larga como una canoa se abrió paso por entre los abedules, rebotó en un árbol y mató a tres orcos que cayeron entre convulsiones. Al lado de Stiggur se alzó una flaca silueta: Sorbehuevos. El trasgo se metió los pulgares en las orejas y se burló de sus congéneres dispersos entre los árboles, y después se dio la vuelta y levantó las maltrechas pieles que vestía para exhibir su huesudo trasero.

Mangas Verdes vio que había un pentáculo nova colgando encima de la reseca máscara de muerte que cubría el pecho de Immugio. Estiró el cuello hacia un lado y hacia otro, e incluso se irguió sobre su silla de montar, pero no vio ni a Fabia ni a Atronadora, la Reina de los Trasgos. La joven druida intentó decidir qué debía hacer.

Cerise gritó a sus arqueros que tensaran las cuerdas y estuvieran preparados para lanzar una devastadora lluvia de flechas, pero Mangas Verdes le pidió que se callara y se concentró. El ejército ardía en deseos de luchar y podría derrotar sin ninguna dificultad a aquella horda de orcos y trasgos, pero la archidruida quería salvar el mayor número de vidas posible. Habría muchas batallas más antes de que el día hubiera terminado.

—No, Cerise, por favor... Que tus arqueros no disparen todavía. Haz que los zapadores estén preparados con mazos y cuerdas, y que corten estacas. Han de ser largas, de un brazo o más.

La capitana, siempre disciplinada, obedeció sin rechistar, aunque mientras iba corriendo hacia Uxmal y transmitía aquellas extrañas órdenes no pudo evitar preguntarse qué pretendía hacer Mangas Verdes.

La archidruida bajó de su montura y se abrió paso por entre sus guardias personales, que no habían retrocedido ni un centímetro. La falta de oposición había hecho que el ejército de orcos produjese todavía más ruido que antes y se fuera acercando un poco más, aunque aún se encontraba fuera del alcance de los arqueros. Los orcos les lanzaron un diluvio de maldiciones y gestos obscenos. Los trasgos saltaban como niños. Los fanáticos de Fabia se mantenían en los flancos de la turba, con sus espadas de bronce destellando sobre sus cabezas. Immugio, el coloso de dientes mellados y cuello de toro, alzó sus manos nudosas y peludas y rugió un desafío de batalla que fue coreado por su ejército.

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