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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

El sacrificio final (36 page)

Y aquélla no era la única batalla. Más allá del bosque de maleza, Mangas Verdes pudo oír los trompeteos triunfantes de los mamuts y los relinchos aterrorizados de las monturas. La caballería debía de estar luchando por esa zona.

Rodeado por sólo seis Lanceros Verdes —los demás estaban taponando brechas en los muros—, Gaviota gritaba órdenes y palabras de ánimo que nadie oía. Sólo llevaba su faldellín, y blandía su enorme hacha. Su piel, cubierta de sudor y manchada por la sangre de otros, relucía bajo la parpadeante claridad amarilla de las hogueras.

El leñador dejó de aullar órdenes a un zapador para volverse hacia su hermana.

—¿Dónde infiernos has estado?

—En el fondo del mar. ¿De dónde han salido?

—¡Como si alguien lo supiera! —gritó Gaviota, tratando de hacerse oír por encima del estrépito de la batalla y aquel ulular colectivo que parecía un vendaval—. ¿Puedes hacerlos retroceder?

Por toda respuesta, Mangas Verdes se limitó a rozar un punto de su capa repleta de bordados, hizo girar su mano en el aire y entonó un estridente hechizo que subió hacia las copas de los árboles con la velocidad del viento.

Un torbellino de humo y cenizas surgió instantáneamente de la nada y se agitó a su alrededor, y la cabellera de la archidruida onduló y chasqueó bajo su impacto. El vendaval recorrió todo el campamento con la velocidad del rayo, un muro de viento sólido que aullaba como las almas de los condenados.

Arrancado de un mar sacudido por las tormentas, el huracán olía a aire quemado, lluvia fresca y sal marina. Mangas Verdes vio un albatros y peces voladores atrapados entre sus pliegues. La caprichosa tormenta respiraba con ráfagas y ventarrones impredecibles y tan potentes que podían arrastrar a un marinero por encima de la borda o partir por la mitad los mástiles más sólidos.

Cuando la tormenta cayó sobre los invasores, hizo que salieran despedidos en todas direcciones y chocaran unos con otros, cegándolos, aspirando el aire de sus pulmones y embistiéndoles con una furia tan grande que no permitía ni pensar.

Pero a pesar de que castigaba al enemigo, la tormenta evitó a los seguidores de Mangas Verdes, pues un hechizo de protección se desplegó hacia el exterior surgiendo del perímetro de los baluartes. La archidruida era el ojo del huracán. Soldados vestidos de verde, rojo y blanco se tambalearon mientras el telón de viento y lluvia se agitaba a sólo un brazo de ellos. Con sus capitanes gritándoles que retrocedieran, hombres, mujeres y enanos bajaron con paso vacilante de los baluartes y contemplaron con los ojos llenos de asombro aquel muro circular que parecía el interior de un gigantesco pozo.

—¡No extiendas demasiado la tormenta! —le advirtió Gaviota—. ¡Nuestra caballería y otras fuerzas están ahí fuera!

Su hermana no le prestó ninguna atención. Mangas Verdes, las manos apretadas en dos tensos puños, mantuvo la esfera de protección mientras aumentaba la intensidad de la tormenta. El viento aullaba y chillaba, pero aun así todos pudieron oír la agitación de las ramas que se rompían en el bosque, y los gritos de los enemigos heridos que eran aplastados y golpeados por los restos que giraban en el aire.

La tormenta aumentó todavía más su furia, hasta que llegó un momento en el que la lluvia y las ondulaciones de la tempestad empezaron a abrirse paso a través de la cortina de protección y derramaron cataratas de agua fangosa por encima de los baluartes. Los seguidores de Mangas Verdes curvaron las manos encima de la boca, pues cada vez resultaba más difícil respirar. Muchos lanzaron miradas llenas de inquietud a la archidruida, temerosos de su poder y de que pudiera perder el control de él.

Pero Mangas Verdes mantuvo intacta la tormenta, aprisionándola por dos lados hasta que sus puños empezaron a temblar y sintió que le dolían los brazos y se le estremecía el cuerpo. Mangas Verdes se mordió los labios para seguir resistiendo, pero era como si estuviese siendo despedazada por un tiro de caballos salvajes.

Cuando se dio cuenta de que corría el peligro de perder el control de la tormenta, Mangas Verdes se apresuró a murmurar un hechizo de disipación.

Y un instante después la tormenta se había esfumado.

Y Mangas Verdes se derrumbó como una vela rasgada por la mitad.

_____ 17 _____

Los combatientes parpadearon, aturdidos e incapaces de hablar.

En un momento dado la tormenta rugía y hacía estragos junto a ellos como un tembloroso acantilado de granito, y al siguiente el cielo estaba despejado y la nebulosa luz del amanecer les permitía ver el bosque. Las ramas se inclinaban hacia el suelo, las hojas mojadas colgaban flácidamente y charcos de agua salada desprendían vapor al sentir el calor de la tierra. Esparcidos entre el barro y las hojas había docenas de invasores derribados por la furia de la tempestad: bárbaros de largos colmillos con su pintura de guerra azul borrada por la lluvia, piratas de ropas empapadas, cavernícolas que se tapaban las cabezas con las manos para protegerse de los dioses del cielo... La fuerza enemiga se fue levantando lentamente, quedando hundida hasta las rodillas en el barro y las hojas. Los atacantes, perplejos y confusos, miraron a su alrededor y después empezaron a desaparecer en el bosque. Muchos nunca llegaron a levantarse, pues habían sido dejados inconscientes por los embates de la tempestad o se habían ahogado en los charcos de agua fangosa.

Mangas Verdes también estaba inconsciente, derrumbada sobre las losetas del mosaico y rodeada por seis guardias personales de rostros enrojecidos y llenos de preocupación. La archidruida abrió los ojos, y sintió que la cabeza le daba vueltas.

—La batalla acaba de empezar, y ya tengo más bajas que ayuda...

—Habéis vivido una noche muy larga, mi señora.

Micka, la robusta hija de una granja, llevó a la pequeña druida hasta su tienda y la acostó con cariñosa delicadeza en su cama.

Fuera de ella, los capitanes y los sargentos fueron imponiendo el orden entre sus fuerzas mientras el sol naciente iba convirtiendo el agua de mar en vapor y repartieron órdenes, asegurándose de que los heridos eran llevados al hospital, de que se nombraban nuevos centinelas y de que las armas eran afiladas y se traían más suministros. Dionne de los Escorpiones y Neith de las Focas pidieron permiso para matar a los rezagados que pudieran encontrar, pero Gaviota se lo negó, diciendo que abrirse paso a través del barro y de un bosque hostil no iba a serles de mucho provecho.

—Además, esas tropas no son el verdadero enemigo —añadió—. Queremos acabar con los hechiceros y con ese condenado señor guerrero, no con sus esclavos... Más vale que os aseguréis de que el ejército coma algo de desayuno y de que todo el mundo está preparado para combatir. Tenemos un día de lucha muy largo por delante.

El leñador dio unas cuantas órdenes más, y después se dio cuenta de que su hermana no estaba allí.

—¡Eres realmente útil, Verde! —observó cuando la encontró dentro de la tienda que olía a moho.

Mangas Verdes se irguió en su catre y tomó un sorbo de té endulzado con miel. La archidruida decidió pasar por alto la contradicción que encerraban las palabras de su hermano: Gaviota odiaba la magia y a los hechiceros, pero alababa la hechicería de su hermana.

Un par de lanceros habían traído las ropas de Gaviota. El leñador se puso su túnica de cuero y su casco de acero, y se calzó las botas. Después le trajeron pan y unas tiras de carne seca, y Gaviota fue engullendo vorazmente la comida mientras contemplaba el campamento y el bosque que se extendía a su alrededor.

—Deberíamos haber cortado unos cuantos árboles más para que ese maldito bosque estuviera más lejos de nosotros... Podrían esconder a todo un rebaño de mamuts ahí dentro. Pero ya es un poco tarde para pensar en eso, claro.

Mangas Verdes meneó la cabeza. La falta de sueño, el encuentro con un dios, la visita al fondo del mar y el esfuerzo de mantener a raya a un huracán la habían dejado tan agotada que apenas si podía recordar su nombre. Pero la curiosidad acabó venciendo.

—Me pregunto cómo se las habrán arreglado Liante y los hechiceros sometidos para dar con nosotros.

—Supongo que te referirás a los hechiceros que estaban sometidos y que ahora son libres, ¿no? Esa magia también falló.

El agotamiento hizo que Mangas Verdes no pudiera contener su ira por más tiempo.

—¡Ya te dije que soy una druida, no una carcelera! ¡No quiero ser responsable de ellos!

Gaviota la contempló con los ojos entrecerrados, masticó y tomó un sorbo de cerveza caliente de un vaso de cuero.

—No te estoy echando la culpa de nada, Verde. Esos bastardos son un problema de todos, y se trata de un problema que nunca hemos llegado a resolver adecuadamente... Yo me habría limitado a cortarles la cabeza y ahí se habría acabado todo, pero ésa es la eterna discusión. —Gaviota se olvidó de ella con un encogimiento de hombros—. Y no sé cómo nos han seguido el rastro. Puede que hayan captado el olor a magia de alguno de esos artefactos relucientes con los que juegan tus estudiantes, o puede que entre nuestras filas haya un espía que los informó. Quizá los minotauros les dijeron dónde estábamos, o los pájaros... No lo sé. Están aquí, y debemos enfrentarnos a ellos porque así lo quieren los dioses. Pero... ¡Oh, por las pelotas de Boris, cómo odio la magia!

Mangas Verdes reprimió un suspiro.

—A veces yo también la odio. Pero esto no nos lleva a ninguna parte. ¿Qué hacemos ahora?

Esta vez le tocó el turno de suspirar a Gaviota.

—La otra vieja discusión... —murmuró—. Luchamos. Algunos de nosotros mueren.

Mangas Verdes oyó un leve ruido de pies fuera de la tienda. Morir era algo que no tenía secretos para sus Guardianas del Bosque: la guardia personal de Mangas Verdes había perdido a seis guerreras en tres meses. El único miembro original que seguía con vida era Caltha, que había acabado con la clavícula aplastada en un combate.

Pensar en más luchas y más muertes hizo que Mangas Verdes se encorvara. Las discusiones y los argumentos siguieron sucediéndose unos a otros con sólo una constante: la gran meta del ejército era detener a los hechiceros, normalmente luchando.

—Podríamos irnos a otro sitio —sugirió Mangas Verdes a pesar de ello—. Podríamos viajar por el éter hasta cualquier lugar de los Dominios.

Había hablado en un tono quejumbroso y no le gustaba nada hacerlo, pero no quería ver a nadie más herido o muerto..., y sus problemas parecían imposibles de resolver.

Su hermano mayor meneó la cabeza. Gaviota alzó su hacha y, sin darse cuenta de lo que hacía, sacó una piedra de amolar de su faltriquera y empezó a deslizaría por el filo.

—No. Ése es otro tema que ya hemos discutido demasiadas veces. Volverían a dar con nosotros, y no voy a seguir huyendo. Los dioses nos han impuesto el destino de luchar a muerte con los esclavos de Liante. Que así sea.

Mangas Verdes se levantó del catre y fue a apoyarse en el poste de la tienda. El campamento iba recobrando su apariencia habitual, y los cadáveres estaban siendo transportados a sus fosas y pasaban por delante de la tienda: hombres y mujeres degollados por espadas, atravesados por lanzas, cegados por garrotes y látigos... Mangas Verdes sintió un repentino y casi incontenible deseo de llorar.

—Ojalá no tuviéramos que luchar —murmuró.

—Ojalá siguiera siendo un leñador —añadió Gaviota—. Lirio desearía poder volar. Los hombres desean oro, las mujeres amor y los niños caramelos. Los deseos no significan nada... ¿Qué era eso que dijiste hace un rato de que habías estado en el fondo del mar?

—Sí, estuve allí. —Mangas Verdes movió la mano en un gesto despectivo, como indicando que aquello no tenía ninguna importancia—. Descubrí el secreto del casco, pero no se trata de algo que pueda ayudarnos ahora. He de reflexionar en lo que significa. No sé qué hacer...

—Pues cuando lo averigües, háznoslo saber —gruñó Gaviota. Contempló el bosque recién lavado por la lluvia que brillaba bajo los rayos del sol, y golpeó las losetas del mosaico con el mango de su hacha—. Una cosa está clara: tenemos que reunir información. Debemos saber quién está acechando ahí fuera, y luego debemos encontrar alguna estrategia para evitar que nos corten en rebanadas... ¿Eh?

Alguien gritó y señaló el cielo. Varias personas se hicieron sombra en tos ojos con una mano para escrutar el cielo. Hacia el este, y a una gran altura, había docenas de siluetas que revoloteaban y aleteaban, descendiendo en picado y trazando círculos como gorriones que jugaran en las corrientes de aire caliente. La luz del sol arrancaba destellos a cascos pulimentados y largas agujas de acero resplandeciente.

—Los ángeles van armados con espadas, pero no llevan cascos —dijo Gaviota con voz pensativa—. ¿A quién están combatiendo? ¿Quién más vuela?

Mangas Verdes alzó la mirada hacia el cielo. Los ángeles se movían por entre otras criaturas aladas vestidas con túnicas azules y corazas doradas. Los mandobles de los ángeles no conseguían frenar el vuelo de las criaturas doradas, pero los golpes con que éstas devolvían los ataques herían a los ángeles. Mientras todo el mundo mantenía clavados los ojos en el cielo, un ángel se precipitó hacia el desierto dejando tras de sí una estela de plumas ensangrentadas.

—Fantasmas —murmuró Mangas Verdes—. Creo que están luchando con fantasmas, sombras espectrales a las que no puedes tocar pero que sí pueden tocarte. Y también pueden matarte.

Gaviota masculló una maldición.

—Otro sucio y rastrero truco mágico... ¿Dónde infiernos están mis exploradores y mi caballería? ¡Ya tendrían que habernos informado!

Gaviota pidió a gritos que le trajeran su caballo, y se fue hecho una furia.

Mangas Verdes se quedó con sus Guardianas del Bosque, pero su presencia no impidió que se sintiera sola.

—A veces desearía no haber oído hablar jamás de la magia...

* * *

Rodeado por treinta Lanceros Verdes, Gaviota galopó a través del bosque por el sendero del oeste para averiguar qué destino había sufrido su caballería, que se encontraba acampada en la sabana. Pequeñas bolsas de tropas enemigas intentaron lanzarse a la carga contra ellos, pero el contingente de Gaviota las rechazó y se alejó al galope. Los árboles de troncos nudosos y deformes no tardaron en ir escaseando, y el bosque se convirtió en pequeños macizos de troncos separados por grandes extensiones de hierba que llegaba hasta la rodilla de un hombre adulto.

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