Gaviota dejó apoyada su hacha en un poste de la tienda, cogió al bebé e intentó tranquilizarlo. Pero la niña no se dejó calmar por sus caricias y murmullos, y Gaviota acabó pidiendo a uno de sus guardias que trajese a un aya. La mujer se llevó a la niña, que seguía chillando y llorando.
Lirio se limpió las lágrimas con el canto de la mano.
—Lo siento, Gaviota. Soy una mala madre.
—Oh, calla. —Gaviota se sentó junto a ella y la atrajo suavemente hacia su pecho hasta que Lirio apoyó la cabeza en él—. Eso no es verdad —añadió mientras la acariciaba—. Eres una madre magnífica, Lirio. Mira qué bien se porta Jacinta, y lo guapa que se está poniendo.
Y así era, pues su hija mayor estaba dormida sobre un pequeño catre, con la boca abierta y los cabellos esparcidos alrededor de su cabecita como una aureola.
—¡Oh, Gaviota, estoy tan cansada! —Lirio le abrazó, pero no tenía muchas fuerzas para hacerlo—. La niña no para de llorar, todavía no me he recuperado del parto, tú nunca estás aquí...
—Ya lo sé, ya lo sé —murmuró Gaviota con dulzura, intentando calmarla.
—Ojalá fuera un ángel —murmuró Lirio.
Gaviota se echó hacia atrás y entrecerró los ojos, intentando ver su rostro en la penumbra.
—¿Un qué?
—Oh, Gaviota... —jadeó Lirio con voz entrecortada—. ¿Te has fijado en ellos? ¿Los has observado alguna vez con auténtica atención? Son tan hermosos... Vuelan por el cielo y planean sobre los vientos, y no pueden ser más hermosos. Cómo los envidio... No tienen responsabilidades, y pueden hacer lo que quieran.
—Tienen muchas responsabilidades. Se les encomendó la misión de proteger esta tierra, o lo que queda de ella. —Gaviota acostó a su esposa encima del catre con cariñosa delicadeza y la tapó con una manta—. Y ahora no digas nada más, Lirio. Estás cansada, eso es todo... No sabes lo que dices.
—Sí que lo sé. —Lirio suspiró, medio dormida—. Volar como ellos sería tan hermoso... Hubo un tiempo en el que podía volar, ¿te acuerdas? Y también hacía volar a otros. ¡Oh, era una sensación maravillosa! He olvidado cómo lo hacía, pero quizá podría volver a aprender. Pero no puedo dejar a las niñas, ni a mis responsabilidades...
Lirio acabó quedándose profundamente dormida.
Gaviota se pasó una mano por la frente y se fue desnudando lentamente.
—Mi esposa quiere volar, mi hermana quiere secretos que nadie conoce, mi ejército ha vuelto a quedarse sin una meta, y yo no sé qué he de hacer ahora. Quizá todos deberíamos irnos volando y dejar atrás nuestras responsabilidades...
Se dejó caer encima de su catre, y se incorporó de un salto cuando algo chilló debajo de él.
Gaviota apartó una colcha de un manotazo y descubrió a Sorbehuevos aferrando la esquina de una manta entre sus dedos.
—¡Casi me aplastas! ¡Devuélveme eso! ¡Hace frío!
—Hace frío, ¿eh? —gruñó Gaviota—. ¡Yo haré que tengas frío de verdad, condenado ladronzuelo rastrero!
Gaviota agarró al trasgo por una pierna y salió de la tienda a paso de carga. Lanceros sobresaltados retrocedieron cuando Gaviota echó a correr con el trasgo firmemente agarrado por una pierna..., y lo lanzó al aire como si fuese un haz de ramas para el fuego.
El trasgo giró por los aires, y pasó limpiamente por encima del muro de la empalizada más próximo sin dejar de chillar ni un solo instante.
Mangas Verdes, que estaba durmiendo en una cama de campaña doble al lado de Kwam, fue despertada por unos ruidos sigilosos fuera de su tienda: un suave golpeteo de pies, unos gruñidos ahogados, una maldición casi inaudible... Alguien tropezó con el poste de la tienda e hizo temblar la lona. La archidruida se levantó y deslizó una túnica por encima de su cabeza.
En el exterior reinaba la negrura salvo por alguna que otra antorcha y las hogueras de los puestos de guardia que arrancaban destellos a los mosaicos. Dos Guardianas del Bosque se agitaban entre media docena de tritones de pieles resbaladizas, desnudas y goteantes. Las gentes del mar intentaban abrirse paso por entre las protectoras de Mangas Verdes, y las Guardianas del Bosque les impedían el paso con sus lanzas. Las gentes del mar no hablaban, y las Guardianas del Bosque discutían en susurros enronquecidos para no despertar a su señora.
—¿Tendríais la bondad de decirme a qué viene todo esto? —preguntó Mangas Verdes, consiguiendo sobresaltar a todo el mundo.
Micka, la nueva capitana, respondió sin apartar un ojo de las lustrosas siluetas de los hombres-peces.
—Insisten en veros, mi señora, y no quieren irse. Me temo que tendremos que usar la violencia...
La archidruida meneó su despeinada cabeza.
—No. Deben de tener una buena razón. ¿Cómo puedo ayudaros, buenas gentes?
Habían descubierto que los moradores del mar se comunicaban con sus mentes, por lo que no podían hablar a los habitantes de la tierra. Cuando estaban encima de las olas, tenían que recurrir a la mímica. Una mujer del océano, desnuda y tan escamosa como un arenque, se limitó a curvar una mano. Mangas Verdes debía ir con ellos.
Mangas Verdes formuló unas cuantas preguntas mediante la mímica, pero la respuesta siempre fue la misma. «Ven. Ahora.»
Mangas Verdes acabó alzando un dedo para indicarles que esperasen, y después volvió a la tienda y se puso su mejor vestido. Tenía la impresión de que se trataba de algo importante, pues normalmente las gentes del mar siempre se mantenían alejadas de la tierra firme. Mangas Verdes se calzó un par de botines y se colgó la capa de los hombros, y después se dio la vuelta para besar a Kwam. Pero el estudiante de magia ya se había levantado y se estaba vistiendo para acompañarla. Mangas Verdes deslizó sus deditos encallecidos a través de su cabellera hasta dejarla más o menos peinada y salió de la tienda para seguir a las gentes del mar..., presumiblemente hasta la orilla. Kwam fue detrás de ella, frotándose los ojos y bostezando, casi invisible en sus ropas negras. Seis guardias avanzaban detrás del estudiante de magia, ya que el turno de día había sido despertado.
Pero no fueron hacia el acantilado, sino hacia el bosque y por un sendero lo suficientemente ancho para acoger a dos personas. Aquella parte del bosque seguía intacta, pues el sendero iba descendiendo entre una sucesión de borrosas escaleras naturales y restos de viejos escalones tallados en el suelo que ya casi habían desaparecido bajo las raíces, la maleza y las hojas muertas. El olor de la podredumbre impregnó las fosas nasales de Mangas Verdes, pero se fue mezclando poco a poco con el frescor del aire marino. A pesar del calor del día anterior, la brisa nocturna que giraba alrededor de sus tobillos desnudos era bastante fresca, y Mangas Verdes se alegró de llevar puesta su capa. Tenía que ir mirando dónde ponía los pies, pues avanzaban bajo la claridad de las antorchas que sostenían sus protectoras. Las gentes del mar, acostumbradas a las profundidades oceánicas, podían ver en la oscuridad tan bien como los gatos.
El cortejo acabó saliendo de aquella masa de arbolillos y llegó a una playita rocosa que se extendía por una cala diminuta. Había rocas de todos los tamaños, desde peñascos hasta guijarros con forma de huevo. El oleaje estaba muy calmado y lamía perezosamente la playa, deslizándose por entre las algas con un suave siseo.
Mangas Verdes miró a su alrededor. Hacía una noche muy estrellada, y la joven druida ordenó que apagaran las antorchas para permitir que sus ojos pudieran acostumbrarse a la claridad del firmamento. Mangas Verdes no tardó en poder distinguir el contorno plateado del oleaje, el bosque que se alzaba por encima de ellos y a las gentes del mar. Las seis siluetas escamosas estaban inmóviles en la orilla, presentándole seis esbeltas espaldas desnudas en las que se distinguían diminutas aletas y seis pares de nalgas musculosas. Ninguna se movió. Las gentes del mar se limitaron a quedar inmóviles y esperaron.
Las Guardianas del Bosque, acostumbradas a largas noches de vigilia, se sumieron en su semiestupor habitual, mitad descansando y mitad alerta. Kwam se subió a una roca, y su curiosidad innata no pudo impedir que se quedase adormilado.
Esperaron largo tiempo mientras las estrellas giraban sobre sus cabezas, con la marea siendo la única voz que hablaba en la playa. Mangas Verdes reprimió un bostezo y pensó en su cama. Entonces un tritón se removió, y un instante después todas las gentes del mar imitaron su agitación.
Algo estaba surgiendo del oleaje.
Las protectoras de Mangas Verdes despertaron de golpe y se desplegaron alrededor de su señora, extendiendo las lanzas para formar un anillo de puntas de acero. Micka les ordenó que retrocedieran hacia el bosque, pero Mangas Verdes les ordenó que permanecieran donde estaban. No hubiese podido explicar por qué, pero confiaba en que las gentes del mar no le harían ningún daño. Además sentía curiosidad, y quería averiguar qué era lo que se estaba acercando.
Fuera lo que fuese, era grande.
Lo primero que Mangas Verdes logró ver, todavía a unos cien metros de ella, fue una enorme aleta muy parecida a la de un tiburón que hendía las aguas. Bastante por detrás de ella había una aleta más pequeña y delicada, y con una curvatura tan suave como la de un abanico.
Antes de que Mangas Verdes pudiera formar la imagen de aquel enorme pez en su mente —pues la joven druida sabía muchas cosas sobre las criaturas de tierra firme, pero casi nada sobre las del mar—, su visión se hizo añicos..., porque la gigantesca aleta separó las olas para revelar el rostro de un hombre.
Como levantado por un cabrestante, el hombre fue subiendo por encima de las olas hasta que se alzó sobre ellos a pesar de que todavía se encontraba a unos treinta metros de distancia. Mangas Verdes sabía que se hallaba ante un gigante.
O ante un dios.
El señor de las olas quedó revelado en todo su esplendor, y todos contuvieron el aliento.
El dios del mar había traído consigo su propia luz espectral, como un Cometa en el cielo, con lo que muchos detalles quedaron iluminados como por la claridad de una hoguera. Su piel era de un color púrpura oscuro, y su estómago de un verde pálido que recordaba a los peces. Era tan imponente, y tan delicadamente complejo en su colorido y sus formas, que resultaba difícil decir qué era adorno y qué carne natural. La gran aleta brotaba de su calva cabeza y descendía hasta terminar a media espalda. Por encima de sus Orejas brotaban más aletas, y de sus orejas colgaban pendientes hechos con círculos de madreperla. Aletas que parecían alas sobresalían de sus hombros como una gran capa ondulante, y gruesas bandas de oro rodeaban los enormes músculos de sus brazos. El dios del mar llevaba guanteletes de bronce en los que había incrustadas joyas tan grandes como los ojos de una ballena. Su cuerpo, tan grueso que dos personas no habrían podido rodearlo con los brazos, se iba estrechando hasta convertirse en una serpiente a la altura de la cintura, y aquel largo cuerpo articulado de serpiente se hundía en las aguas y se desplegaba muy por detrás de él para acabar creciendo y convertirse en una enorme aleta suavemente curvada. Las manos del dios del mar sostenían una lanza tan complejamente bifurcada como la copa de un árbol, con puntas recubiertas por un doble juego de dientes de sierra y pinchos que se doblaban hacia atrás.
El dios del mar se fue acercando con la marea, moviéndose sin apenas hacer ruido, y se irguió entre las aguas para mecerse en un lento subir y bajar con el palpitar de las olas. Cuando estuvo a unos tres metros de Mangas Verdes, el dios del mar habló.
Con su mente.
«Eres Mangas Verdes.» Envió el mensaje directamente a su cerebro, con el resultado de que las palabras mentales resonaron dentro del cráneo de Mangas Verdes como si hubieran sido gritadas en un desfiladero. La voz encerraba un inmenso poder, pero también estaba llena de una amable tolerancia.
«Sí —respondió Mangas Verdes sin hablar—. ¿Y tú eres...?»
La sugerencia de una risita onduló a través de su mente. Mangas Verdes recordó algo que su hermano había dicho en una ocasión: los dioses debían de tener un gran sentido del humor, pues eso era lo único que podía explicar el que se complacieran en imponer labores tan ridículas a los humanos.
Pero aun así la respuesta la dejó aturdida.
«Soy el Señor de la Atlántida. Vendrás conmigo.»
«Sí», respondió automáticamente Mangas Verdes.
Micka se dio cuenta de que alguna clase de comunicación estaba teniendo lugar entre su señora y el dios del mar. La Guardiana del Bosque vio cómo Mangas Verdes daba un paso hacia adelante, y dejó caer su lanza a través del camino que se disponía a seguir la joven druida.
—¡No, mi señora! —gritó, mitad implorando y mitad ordenando—. ¡Os ha embrujado! No podéis... Os ahogaréis...
Y entonces Micka se quedó totalmente inmóvil. Los demás también permanecieron inmóviles, las gentes del mar incluidas. El señor de los océanos había paralizado sus músculos con su poder. Sólo Mangas Verdes podía moverse, y avanzó como en un sueño —un sueño muy agradable—, hasta que las frías aguas se agitaron alrededor de sus botas con un suave chapoteo.
Ya se había metido en el mar hasta las rodillas cuando el Señor de la Atlántida le rozó el hombro con su lanza. El dios del mar retrocedió un poco y Mangas Verdes siguió adelante, y los dos fueron entrando en el oleaje y lo dejaron atrás para llegar a las aguas profundas.
Cuando el nivel del agua hubo subido hasta el mentón de Mangas Verdes, el dios del mar movió su cola en un vaivén tan potente como el coletazo de una ballena. Rodeó a Mangas Verdes con su cola y la dejó envuelta en sus anillos, y los dos se sumergieron debajo de las olas.
Las estrellas dejaron de ser visibles. Al principio Mangas Verdes pensó que se estaba ahogando.
Cuando las aguas se cerraron sobre su cabeza, el peligro se hizo presente de una manera tan repentina como si hasta aquel momento hubiera estado caminando en sueños y acabara de despertar. El pánico hizo que se tensara, redoblado por hallarse envuelta en los colosales anillos del Señor de la Atlántida. Mangas Verdes contuvo el aliento en un esfuerzo desesperado.
Pero el dios del mar rozó sus labios con un grueso dedo púrpura, y Mangas Verdes pudo respirar. La joven druida no sabía si estaba inhalando el agua igual que un pez, o si se encontraba suspendida en alguna especie de bolsa de aire. Todo su cuerpo estaba mojado, desde luego, pero no tenía frío, y cuando levantó una mano luego pudo verla bajar en un descenso tan lánguidamente suave como el de una semilla de vilano. Mangas Verdes pensó que debía de estar flotando..., o quizá estuviera hundiéndose.