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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

El sacrificio final (51 page)

Era Gaviota.

—¿Verde, es realmente necesario?

Mangas Verdes le contempló, un poco sorprendida.

—Gaviota, tú siempre dijiste que necesitábamos una forma de detener a estos hechiceros...

—Bueno... —Gaviota volvió la mirada hacia el camino que Liante había abierto a través de las flores de la pradera, y después contempló el cielo azul y el sol que brillaba sobre sus cabezas—. Es sólo que... Bien, me parece un poco drástico.

—Es drástico —replicó la joven druida—. Es horripilante. Lo que le hemos hecho a Liante es... Oh, hemos sido implacables y crueles. Es como sacarle los ojos a un hombre capaz de ver, dejándole ciego. Pero hay que detenerle. Ha jugado con el poder, y ha sido sacrificado a él.

—¡Pero seremos buenos, mi señora! —suplicó Karli, pareciendo más una muchacha que nunca—. ¡Nunca volveremos a hacer daño a nadie! Pero... ¡Oh, no nos ciegues! ¡Por favor, por favor!

Un zumbido de voces se extendió a través del ejército, creando en cuestión de segundos una discusión sobre cómo había que proceder. Lirio dio un paso hacia adelante, se apoyó a su hija en la cadera y se humedeció los labios.

—Verde, ya hemos hablado en bastantes ocasiones de que estos hechiceros podrían hacer mucho bien si fuera posible convencerlos —dijo—. Podemos usar sus conocimientos y sus capacidades de viajar por el éter para ampliar nuestros mapas y encontrar los hogares perdidos de nuestro ejército.

—Y pueden curar —retumbó la voz de Gavilán, el gigante encorvado—. Lo he visto. Muchos de nosotros todavía padecemos grandes sufrimientos.

—Sí —dijo Gaviota—. Y se les puede hacer trabajar en la reconstrucción de las aldeas, hogares y castillos que han destruido. Tú misma lo dijiste.

Mangas Verdes meneó la cabeza, confusa y desorientada. De repente los que se habían mostrado más sedientos de sangre y que habían defendido con mayor vigor el castigo de los hechiceros pedían clemencia mientras que Mangas Verdes, a la que se había encomendado la misión de vigilarlos y que siempre la había encontrado odiosa, por fin había decidido enfrentarse al trabajo y hacerlo de una vez. La joven druida pensó que el mundo era muy extraño, y que la magia sólo servía para que fuese todavía más extraño. Mangas Verdes escuchó a la multitud, y oyó la voz del perdón en sus murmullos.

La joven druida encogió los hombros para apartar de su rostro un mechón de cabellos que se agitaban bajo el soplo de la brisa perfumada por los olores de las flores.

—Muy bien —dijo—. Si acordamos controlarlos, entonces permitiré que conserven la vista. No me gusta quitar el poder a nadie. Es demasiado cruel.

—Estupendo —dijo Gaviota, y sonrió—. Muy bien. Ésa es mi hermana pequeña: siempre tan lista, ¿eh, Verde?

Mangas Verdes se echó a reír, y todo el mundo rió con ella.

Pero mientras el ejército y los hechiceros cautivos se relajaban y las bromas empezaban a volar de un lado a otro, Mangas Verdes contempló el vuelo de una bandada de patos que pasaban por encima de sus cabezas y suspiró en silencio..., porque se había callado algo.

Mangas Verdes había mentido cuando dijo que las capacidades mágicas de Liante habían quedado extinguidas para siempre. La joven druida podía entrar en su mente cuando quisiera y volver a conectar el puente, el vínculo, la hebra, y devolverle su hechicería.

De hecho, Mangas Verdes podía convertir en hechicero a cualquiera con sólo rozar su mente y unir los dos extremos de ese hilo. Cualquier persona podía adquirir el poder de hacer magia..., incluso su amado Kwam, que —como todos los estudiantes de magia— deseaba más que cualquier otra cosa en el mundo tener la capacidad de conjurar.

Pero no podía decírselo o, por lo menos, no en aquel momento. Si se llegaba a saber que Mangas Verdes podía convertir a cualquier persona en un hechicero, el resultado sería la locura y el caos. Las guerras desgarrarían el mundo, y Mangas Verdes sería implacablemente perseguida para arrancarle ese secreto y acabaría pereciendo. Ni los Dominios ni los tiempos estaban preparados para eso.

Así pues, tendría que mantenerlo oculto dentro de su seno. Y si la quemaba por dentro... Bueno, Mangas Verdes estaba dispuesta a hacer ese sacrificio.

Los capitanes gritaron a sus tropas que rompieran filas, y el ejército empezó a convertirse en una multitud con hambre y muchas ganas de ver llegar la hora de la comida. Pero Gaviota había estado pensando, y alzó la voz de repente.

—¡Eh, un momento! ¡Esperad todos! ¡Aún no hemos terminado!

—¿No? —preguntaron Lirio y Mangas Verdes.

Todos se volvieron hacia el trío para observarles con ojos llenos de curiosidad. ¿Qué otros prodigios podrían ver aquel día?

Gaviota alzó una mano que sólo tenía dos dedos.

—No. Necesitamos algo más... Creo que un juramento.

—¿Un juramento? —preguntaron dos docenas de voces.

Gaviota se rascó el mentón mientras cogía distraídamente a su hija mayor.

—Algo que... ¡Ah, ya sé!

Buscó a tientas en su cinturón por debajo de su hija, echó en falta algo y se volvió hacia la bestia mecánica.

—¡Stiggur! —gritó—. ¡Préstame tu látigo, por favor!

Perplejo, el joven sacó de su cinturón su látigo de mulero, que había fabricado a imagen y semejanza del de su héroe, y se lo arrojó. Gaviota hizo chasquear el látigo sobre la hierba mientras todos se apresuraban a apartarse. Sin dejar de sostener a su hija, el leñador movió hacia adelante la larga tira de cuero de serpiente negra y la hizo chasquear por encima de las cabezas de los cinco hechiceros cautivos.

—¡Arrodillaos! —gritó. El látigo chasqueó, y su punta separó un mechón de los blancos cabellos de Karli del resto de su cabellera—. ¡Arrodillaos, malditos hechiceros!

Immugio, Fabia, Karli, Dwen y Ludoc se apresuraron a arrodillarse, tropezando y moviéndose con torpeza a causa de sus heridas, morados y fracturas entablilladas. El ogro-gigante era tan alto como un hombre incluso estando arrodillado, por lo que Gaviota volvió a hacer chasquear su látigo y el ogro incrustó su nariz en la tierra.

—¡Eso está mejor! —aulló Gaviota mientras todo el mundo le contemplaba, boquiabierto y perplejo—. ¡Verde, ponte delante de ellos y en el centro de su fila! Y ahora, canallas, quiero que repitáis lo que iré diciendo... Eh... «Yo —y luego decís vuestro nombre— juro lealtad y obediencia hasta el día de mi muerte a Mangas Verdes, mi dueña y señora...»

Los hechiceros murmuraron el juramento, añadiéndole la babel de sus nombres, y luego titubearon cuando Gaviota se paró para pensar.

—¡A Mangas Verdes, que a partir de ahora será llamada Gran Hechicera de los Dominios! —exclamó por fin el leñador.

—Gran Hechicera de los Dominios —balbucearon los hechiceros.

Mangas Verdes se dispuso a protestar.

—Gaviota, yo no quiero...

—¡Más alto y que se os oiga bien! —ordenó secamente el general, e hizo chasquear el látigo con tanta potencia que Agridulce, su hija pequeña, se echó a llorar—. «¡Yo te saludo, Mangas Verdes, Gran Hechicera de los Dominios!» ¡Vamos, gritadlo!

Todo el mundo se sorprendió cuando Liko, el gigante tonto, canturreó el juramento. Stiggur lo gritó desde lo alto de la bestia mecánica, acompañándolo con una carcajada. Después Helki y Holleb lo corearon, y luego Gaviota, su esposa, sus hijas y Gavilán lo gritaron también. Varrius alzó las manos e indicó a los soldados que se unieran al cántico, y en cuestión de segundos todos estaban gritando el juramento. «¡Yo te saludo, Mangas Verdes, Gran Hechicera de los Dominios!» «¡Yo te saludo, Mangas Verdes...!» Incluso Kwam lo cantó con toda la potencia de sus pulmones mientras reía y miraba a Mangas Verdes.

Las protestas de la joven druida se perdieron en la algarabía general.

—Oh, no, de veras, no... ¡Pero si no es verdad! Nosotros... ¡Todavía quedan centenares de hechiceros rondando por ahí! Hay hechiceros de todas las formas y variedades, miles de ellos que nunca han oído hablar de mí y que no obedecerán... Debemos... ¿Es que no podéis parar?

Pero nadie la escuchaba, excepto Kwam, y el joven estudiante de magia se limitó a estrecharla entre sus brazos. Mangas Verdes acabó rindiéndose y se echó a reír.

—Oh, bueno, si es lo que todos quieren... Supongo que no me cuesta nada hacerles felices, ¿no?

Y Mangas Verdes besó a su amado en la oreja, y después extendió las manos para abrazar a su familia.

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