Todos estiraron el cuello para oír y sólo oyeron el silencio, y vieron que Gaviota se había quedado dormido con la cabeza apoyada en el muro de piedra y su hija Jacinta hecha un ovillo sobre su pecho, inmóvil debajo de su mano mutilada con el pulgar metido en la boca.
Y todos permanecieron inmóviles donde estaban, perdidos en su propia soledad y en sus pensamientos.
* * *
Gaviota estaba soñando.
Últimamente había tenido muchos sueños, y cuando podía dormir un rato su mente enseguida era invadida por una extraña mezcla de visiones y fragmentos de realidad.
Esta vez volvía a estar en Risco Blanco, la aldea en la que había nacido, pero la aldea estaba devastada, desgarrada y quemada por un terremoto. Las casas se habían derrumbado, y el lecho del arroyo estaba seco.
Pero no había enemigos, sólo su familia.
Gaviota estaba inmóvil en el centro de la aldea, extrañamente frío bajo los cálidos rayos del sol. A lo lejos, en el risco de al lado, se alzaba su familia, todos aquellos que habían muerto a causa de la debilidad, la plaga y la lluvia de piedras. Su padre, Oso Pardo, ya no se hallaba doblado por la cintura debido a una espalda rota, sino que estaba erguido e intacto, muy parecido a Gaviota salvo en las canas de su cabellera. Su madre, Agridulce, robusta y opulenta, seguía sonriendo y su cabellera parecía tan dorada como el trigo bajo el sol. Junto a ellos estaban sus hermanos y hermanas: Lluvia, Ala de Ángel, Semilla de Amapola, León y Cachorro, tan pequeño que ni siquiera tenía un nombre de verdad, sólo un apodo que se había ganado por seguir continuamente a su hermano mayor allá donde fuera. Gaviota se dio cuenta de que el único que faltaba era Gavilán, el hermano de la cabellera pelirroja y las pecas, impulsivo y travieso, al que había visto por última vez echando a correr alrededor de un granero para enfrentarse a unos soldados vestidos de rojo que tenían tres veces su estatura.
«Si estoy viendo a los muertos —se preguntó distraídamente, con esa falta de sorpresa e interés tan típica de los sueños—, ¿por qué Gavilán no está entre ellos?» Si los sueños significaban algo (pues Gaviota sabía que estaba soñando), ¿significaba eso que Gavilán estaba vivo en algún lugar de los Dominios?
Gaviota quería echar a correr hacia su familia. Verlos era maravilloso, pero estar tan cerca de ellos y no poder acercarse más le estaba rompiendo el corazón. Quería abrazarlos y sentirlos entre sus brazos y volver a tirar de las coletas de Semilla de Amapola, pero era como si sus pies hubieran echado raíces en el suelo. Y una parte de su ser sabía que así tenía que ser, pues él estaba vivo y ellos muertos, y no debían tener nada que ver los unos con los otros, aunque pudieran comunicarse en sueños.
—¡Lo siento! —gritó Gaviota a través de la lejanía—. ¡Siento no haber conseguido que esos hechiceros pagaran sus culpas! ¡Hice cuanto pude, pero no fue suficiente!
Pero su familia no le estaba escuchando. Todos, desde el primero hasta el último, habían extendido los brazos y señalaban algo que se encontraba detrás del hombro de Gaviota.
Gaviota arrancó los pies del suelo y giró sobre sí mismo en ese movimiento lentísimo, como estorbado por la niebla, habitual en los sueños, y vio a Gavilán sonriéndole desde el risco que tenía detrás. Su hermano alzó un clavo oxidado que empuñaba a guisa de espada y lo agitó, como señalando algo que se encontraba en el risco siguiente. La neblina de los sueños impidió que Gaviota pudiera ver qué era. El leñador empezó a avanzar hacia Gavilán, obedeciendo a sus padres y volviendo a dejarlos atrás de nuevo mientras se preguntaba adonde le llevaría aquel sueño...
¿Por qué debía seguir a Gavilán? ¿Adónde podía llevarle el muchacho? ¿Y qué...?
Y entonces Gaviota despertó de repente, y lo comprendió todo.
—¡Gaviota! —Lirio le estaba sacudiendo. Gaviota abrió los ojos, aturdido y todavía medio dormido, y se impulsó con las piernas para apartar el cuello de la pared—. ¡Gaviota! ¡Hay un bote en el agua, y Liante está en él!
Gaviota se levantó, desorientado y todavía exhausto. Entregó su gran hacha de leñador a un aya para que cuidase de ella, se pasó su hija dormida a la mano derecha como si la niña fuese un arma, y vio cómo le quitaban la niña de la mano y le entregaban el hacha.
—Estoy despierto —le dijo a Lirio—. Enséñame dónde está ese bote. Pero ¿qué infiernos puede querer? Vamos, Verde —añadió, tirando de su hermana con su mano buena.
Gaviota, sus guardias personales, Lirio y Mangas Verdes empezaron a avanzar a través de la penumbra, tambaleándose y tropezando con los heridos, los suministros y los restos de equipo perdido hasta que un par de enanos los cogieron de la mano. Fueron por un sinfín de túneles, caminando y caminando hasta que Gaviota tuvo la sensación de que volvía a estar soñando y pensó que nunca dejaría atrás aquellas paredes húmedas y aquellos espacios angostos que le habían hecho perder todo sentido de la orientación. Pero por fin olió el aroma fresco y salado del aire marino delante de él.
Habían llegado al final del túnel, allí donde el acantilado se desplomaba en una caída de unos diez metros hasta el oleaje. Los enanos habían fortificado el agujero, uniendo rocas con mortero hasta formar una barricada que les llegaba a la altura de la cintura. Gaviota miró a su alrededor para averiguar si había algún peligro y entrecerró los ojos buscando señales de una emboscada, pero no encontró ninguna y se apoyó en la barricada.
Un bote de pesca subía y bajaba sobre las olas en la oscuridad nocturna, con Liante y Karli, la hechicera de piel morena, inmóviles dentro de él. Los dos hechiceros estaban rodeados por una extraña claridad que relucía como la luz de una lámpara, por lo que parecían fantasmas a la deriva en una negra noche sin estrellas. Liante y Karli flotaban sobre las aguas a un tiro de arco de sus enemigos, pero no parecían sentir ningún temor. Probablemente estaban protegidos por algún hechizo. Seis piratas remaban para mantener inmóvil el bote, evitando que fuese arrastrado por las olas que se estrellaban contra el acantilado.
Gaviota se acodó en la barricada, envuelto por el retumbar del oleaje, y contempló a su viejo enemigo. Liante seguía llevando su atuendo de franjas multicolores, y lucía un frondoso bigote de morsa y se había untado los cabellos con algo que los mantenía pegados al cráneo. Gaviota ya llevaba meses enfrentándose a los esbirros del hechicero, pero no había visto a Liante desde el día en que la ola de un gigantesco maremoto barrió a sus fuerzas y su caravana de carros. Verle por fin hizo que Gaviota apretara los dientes hasta que los oyó rechinar.
—¡Os veo! —gritó el leñador—. ¿Qué queréis?
Después dejó escapar un jadeo de sorpresa cuando un pirata alzó un remo en cuya punta aleteaba un trapo blanco. Liante se tambaleó, intentando conservar el equilibrio en el bote que oscilaba y se bamboleaba, y se llevó las manos a la boca para formar bocina con ellas.
—¡Propongo una tregua! ¡Deberíamos hablar!
—¿Hablar? —repitió Gaviota en voz alta, mirando a quienes le rodeaban—. ¿De qué demonios hay que hablar? ¡Lo único que quiero es agarrar a Liante por el cuello y aplastarle el cráneo!
Mangas Verdes rodeó la gruesa muñeca de Gaviota con sus deditos.
—Hay otros en quienes debemos pensar, hermano. Deberíamos hablar.
El leñador apretó los dientes sin poder contener su rabia, pero acabó asintiendo.
—¿Por qué no? —gruñó—. ¡De acuerdo, hablemos! —le gritó al viento nocturno.
Se encontraron en el desierto de cristal negro.
Flanqueados por los supervivientes de sus guardias personales, Gaviota y Mangas Verdes salieron del bosque y fueron hacia el abigarrado grupo de siluetas que los aguardaba a medio kilómetro de distancia. Los dos hermanos estaban sucios y no se habían molestado en cambiarse de ropa, agotados por días de combates interminables. La enorme hacha de Gaviota era un gran peso que colgaba de su cinturón, pero los dos mantuvieron la cabeza alta mientras sus pies avanzaban sobre la llanura haciendo crujir los fragmentos de cristal.
Todos los hechiceros estaban allí. Immugio, el ogro-gigante, llevaba un brazo en cabestrillo como resultado de su batalla con Liko. Dwen, la hechicera del océano, aferraba su falsa Lanza del Mar y les dirigió una mirada llena de odio. Fabia, resplandeciente en su atuendo de gasas rojas, estaba sentada sobre su carroza, cuyo tiro original de caballos blancos había tenido que ser sustituido por monturas de varios colores, rodeada por bellos seguidores que vestían túnicas rojas. A pesar de los rumores, Atronadora, la Reina de los Trasgos, también estaba allí en compañía de un cortejo de trasgos que chillaban y balbuceaban. Ludoc, el canoso hechicero vestido de pieles, acariciaba a su halcón y el cuello de su lobo. Haakón, que se había proclamado a sí mismo Rey de las Malas Tierras, tenía todo el aspecto de un rey, pues había obtenido una armadura completa que había pintado de rojo y plata, y una larga capa roja colgaba sobre su espalda. Incluso había colocado un rubí en su yelmo para que tapara la cuenca vacía del ojo que perdió. Como en una burlona y desafiante exhibición, cada hechicero llevaba puesto el pentáculo nova que impedía que Mangas Verdes pudiera trasladarlos a través del éter.
Gaviota vio que Gurias de Tolaria, al que su hermana había hecho estallar en el Bosque de los Susurros, no se hallaba entre ellos. Sanguijuelo, el troll, del que se rumoreaba que había muerto, no era visible por parte alguna, pero podía no haber querido entrar en el desierto y estar acechando en el bosque. Dacian la Roja, que había invocado una lluvia de piedras sobre Risco Blanco y había matado a su padre y a otros, también estaba ausente. Habían reducido el número de sus enemigos en dos o tres hechiceros, y eso ya era algo.
Pero el peor enemigo de Gaviota, Liante el de la lengua melosa y la mente traicionera, estaba vivo e ileso y sonreía en su triunfo. Junto a él estaba Karli, la hechicera de los cabellos blancos y la piel oscura, tan traicionera como una cobra y luciendo su chaqueta festoneada de botones y medallones.
El cónclave de hechiceros se hallaba flanqueado por docenas de guerreros del desierto vestidos con túnicas azules, combatientes leales a Karli cuyas cimitarras curvas relucían bajo el sol. Detrás de ellos se veía hacer piruetas a un contingente de caballería del desierto que montaba caballos recubiertos por corazas de vivos colores y adornados con campanillas tintineantes.
Y directamente detrás de Liante, tan grande como una esfinge en aquel desierto calcinado por el sol, se alzaba el señor guerrero de Keldon. El sudor brillaba sobre su cuerpo a pesar de la suave brisa. Sus temibles brazos, tan gruesos como los muslos de Gaviota, estaban cruzados sobre su pecho. La punta de su enorme espada, que debía ser empuñada con las dos manos, reposaba sobre los fragmentos de cristal negro delante de sus pies.
Ayer Gaviota hubiese odiado al señor guerrero, pero ya no podía hacerlo.
Liante y Karli estaban esperándoles detrás de una tosca mesa de madera sobre la que había una hoja de pergamino y una pluma de ave metida en un tintero de piedra. Gaviota y Mangas Verdes se detuvieron a un brazo de distancia de ellos. Sus guardias personales se envararon y mantuvieron las lanzas rígidamente apuntadas hacia el cielo, los músculos tan tensos como cuerdas de arco. Todo el mundo esperaba una traición, salvo Gaviota y Mangas Verdes. Por extraño que pudiera parecer, los dos creían que Liante mantendría su palabra tal como había dicho y que se limitaría a hablar.
El hechicero alzó las dos manos en un aparente gesto de amistad, y las mangas que contenían todos los colores del arco iris cayeron hacia el suelo. Su túnica de muchos colores tenía un aspecto tan iridiscente como de costumbre, brillando y reluciendo como el ala de un insecto, y su bigote se erizaba orgullosamente y sus cabellos estaban untados de lechada. Pero su rostro ya no parecía joven. Las patas de gallo que rodeaban su boca y sus ojos hacían que se le pudiera haber tomado por un abuelo, pero Liante sonrió como si estuviera saludando a un par de viejos amigos.
—Gaviota, Mangas Verdes... Nos alegra mucho que estéis dispuestos a hablar como dos personas inteligentes. Tengo la seguridad de que todos estamos de acuerdo en que ya ha habido muertes más que suficientes...
—No —le interrumpió Gaviota—. Aún no ha habido suficientes muertos, pues sigues vivo.
Liante parpadeó y su rostro se endureció, pero enseguida recuperó el control de sí mismo y volvió a sonreírles con la misma falsa jovialidad de antes.
—Bueno, después de todo... ¿Sabes una cosa, Gaviota? Que Mangas Verdes mantuviera a estos otros hechiceros... —movió una mano en un gesto que abarcó todos los rostros llenos de odio—, bajo su yugo y que los obligara a permanecer a su disposición en todo momento no es algo que pueda considerarse justo. No, eso no está nada bien... Si tienes a unos hechiceros sometidos a ti como peones, ¿de qué forma eres mejor que nosotros? ¿Y bien, Mangas Verdes? ¿Puedes responderme a esa pregunta?
—Mi hermana es mejor que tú de la misma forma en que un león es mejor que una sanguijuela —gruñó Gaviota—. Pero tienes razón. Nunca deberíamos haberos sometido a ese yugo mágico: yo os habría cortado la cabeza. Pero mi hermana insiste en que hay algo bueno en todo el mundo, incluso en unos malditos hechiceros rastreros y codiciosos, y por eso se os permitió seguir con vida.
—¡Vosotros, pareja de altos, sois los que han seguido con vida porque así lo quisimos! —aulló la reseca y marchita reina Atronadora, vestida de harapos y coronada con clavos torcidos—. ¡Somos nosotros los que nos daremos un banquete con vuestros huesos alrededor de vuestras hogueras!
Gaviota volvió la cabeza hacia ella.
—¡Pues debes saber, arpía, que mi hermana ha resultado tener razón y que yo estaba equivocado, pues un trasgo dio su vida para salvar la mía! He ordenado a todo mi ejército que nunca vuelva a hablar mal de los trasgos delante de mí.
Aquella noticia tan sorprendente causó una considerable agitación. Liante, que parecía bastante cansado, agitó una mano en el aire.
—Bueno, olvidémonos de la charla preliminar y los intercambios de cortesías. Sigamos con lo que realmente nos interesa, ¿de acuerdo? Tengo aquí un documento que quiero que examinéis.
Liante entregó la hoja de pergamino a Gaviota, pero el leñador ni siquiera la miró. Se limitó a pasársela a Mangas Verdes, que sabía leer. La druida clavó la mirada en aquella hermosa caligrafía y fue resiguiéndola con la punta de un dedito, pero sólo durante unas cuantas líneas.