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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

El sacrificio final (24 page)

La joven druida asintió, sintiéndose demasiado cansada para discutir. Se dejó caer sobre su taburete y subió un poco más uno de los vendajes de Gaviota.

—Quizá —admitió—. Su conspiración ha estado muy bien planeada. Alguien entró en la cabaña de la magia y robó mi pentáculo nova, y después hizo copias de él para impedir que pudiera conjurarlos y evitar que pudiera viajar a través del éter hasta donde estaban. Lo intenté y fracasé.

—Me alegro... —carraspeó Gaviota, y las dos mujeres se volvieron hacia él y le contemplaron con los ojos llenos de curiosidad—. Me alegro de que Liante no muriese ahogado por esa ola. Quiero estrangularle muy despacio con..., con mis manos. Por papá y por mamá, y por Llovizna y Ala de Ángel y Semilla de Amapola y León y Cachorro y por nuestro pobre Gavilán, al que perdimos para siempre. Quiero que sepa quién le está matando, para que pueda saborearlo tanto como yo...

Su garganta le traicionó, y Gaviota sufrió un acceso de tos tan violento que se medio incorporó en la cama. La brusquedad del movimiento resultó excesiva para sus heridas e hizo que volvieran a sangrar. Lirio utilizó las dos manos para empujarle hacia atrás, obligándole a recostarse en el catre de campaña sobre el que yacía, y después le tapó con la manta cuando Gaviota empezó a temblar.

Prane entró con una poción caliente. Hicieron falta las fuerzas de las tres mujeres para levantar a Gaviota a fin de que pudiera bebería, y el herido no tardó en quedarse adormilado después de haberla bebido. Mangas Verdes se inclinó sobre él y besó su frente llena de morados verdes y púrpuras.

—No discutiremos más, porque eso no nos lleva a ninguna parte —le dijo a la furriel general del ejército después de haber vuelto a sentarse—. Pero debemos enfrentarnos a los hechos. Nuestra presencia está haciendo daño al bosque, y ya no nos ofrece un refugio en el que podamos estar a salvo de todos los peligros. Y de todas maneras el acampar aquí sólo fue una solución temporal para poder descansar entre una campaña y otra. Debemos irnos.

—¿Adónde? —Lirio frunció el ceño, y sus negras cejas se inclinaron en su frente—. Parece como si hubiéramos discutido el adonde ir en cada reunión de oficiales. ¿Tienes algún destino pensado?

—No. No. —Mangas Verdes se levantó, sintiéndose vieja y agotada—. Pero creo que sé dónde podemos encontrar la respuesta a esa pregunta.

* * *

Tybalt y Kwam se habían trasladado a una cabaña arbórea más pequeña y más alejada del centro del bosque, antiguamente utilizada como puesto de guardia. El recinto era todavía más pequeño que el de la cabaña de la magia original, con enormes ramas enmarcando la habitación por dos lados y planchas de formas extrañas incrustadas entre ellas. Pero los rostros de los estudiantes estaban muy sombríos cuando Mangas Verdes llegó al final de la escalera, con sus protectoras subiendo detrás de ella.

—No queda mucho que estudiar... —Tybalt tiró de su larga nariz y alzó una garra mecánica que contempló con expresión entristecida—. Esto es lo único que queda de ese cangrejo volador. Lástima. Estaba a punto de averiguar qué hacía...

A pesar de la atmósfera general de melancolía, Kwam dejó escapar un suave resoplido. Tybalt siempre estaba a punto de descubrir el significado oculto detrás de algo.

Tybalt alzó un trozo de pergamino que mostraba a una turba enfurecida sosteniendo a un perro encima de una hoguera.

—Sospechaba que este pergamino contenía un hechizo para controlar a los animales —dijo en un tono apagado y lleno de abatimiento—. Pero medio quemado como está ahora...

Mangas Verdes encogió los hombros para sacudirse las gotas de lluvia de la capa y chasqueó la lengua. La cabaña era tan pequeña que sus protectoras se habían quedado en la escalera.

—Pues será mejor que nunca llegues a descubrir cómo funciona ese hechizo. Y ahora, ¿tendrías la bondad de decirme dónde está el casco?

Kwam apartó un montón de restos calcinados, abrió una caja de madera de cedro recubierta de tallas y volutas y sacó de ella un casco de una piedra verdosa. Su superficie estaba repleta de arrugas y circunvoluciones, y había sido minuciosamente trabajada para que se pareciese a un cerebro humano.

—Lo encontramos enterrado bajo una pila de hojas debajo del balcón —dijo—. Supongo que Karli hizo un nuevo intento de llevárselo, y el casco volvió a protegerse a sí mismo escurriéndose entre sus dedos. Está claro que no quiere ir con ella.

Kwam alzó el casco de piedra con visible reverencia. Mangas Verdes pensó que el artefacto mágico podía parecer sencillo y tosco, pero eso sólo demostraba que las apariencias eran engañosas. Al igual que ocurría con Kwam —y para utilizar una frase que Agridulce, la madre de Mangas Verdes, solía repetir—, «Las aguas tranquilas siempre son muy profundas», y no cabía duda de que así era en el caso de su amante.

Mangas Verdes tomó el casco de sus manos y lo contempló.

—Este casco... Quizá no sepamos demasiado sobre él, pero hay una cosa que sí está muy clara. Lo único que esos malditos hechiceros tienen en común es mi persona y este casco. No consigo imaginarme ninguna forma de que esa conexión haya surgido de mí, así que tiene que ser el casco.

Kwam parpadeó y Tybalt se tiró de la nariz. La cabaña se balanceó suavemente junto con el árbol bajo el delicado empujón de una brisa cargada de lluvia. Los dos estudiantes de magia no habían dicho nada, por lo que Mangas Verdes comprendió que debían de haber llegado a esa misma conclusión antes que ella. «Oh —pensó con una cierta exasperación—, ¿acaso soy la única a la que le cuesta tanto entender las cosas?»

—Bueno, algo sí sabemos sobre él —dijo Tybalt—. Los Sabios de Lat-Nam lo crearon, probablemente para detener a los Hermanos, Urza y Mishra, e impedir que conquistaran los Dominios o quizá, simplemente, que el uno venciera al otro. Las leyendas cuentan cómo reinos enteros fueron devastados y convertidos en material de guerra. Continentes enteros quedaron destruidos en batallas libradas de un confín del horizonte al otro.

—Pero creemos que los Sabios fueron barridos y que los Hermanos acabaron triunfando —dijo Kwam—. Pero el casco funciona, porque deja totalmente sometido a su yugo mágico a cualquiera que se lo ponga.

Mangas Verdes asintió distraídamente.

—Sí, porque en cierta manera los grandes hechiceros siguen estando dentro de él. Unieron sus mentes para dejar grabadas las órdenes en el casco. Pero tiene que haber algo más...

—¡Ah! —Todo el mundo se sobresaltó cuando Tybalt gritó de repente. El narigudo estudiante de magia se llevó las manos a su sombrero púrpura mientras empezaba a dar saltitos con tanto entusiasmo como si hubiera vuelto a la infancia—. ¡Eso es! ¡Los sabios conectaron sus mentes para formar las órdenes! En consecuencia, cuando le ponemos el casco a nuevos hechiceros, y me refiero a los hechiceros de hoy en día, ¡entonces los conectamos los unos a los otros! ¡Oh, qué idiotas arrogantes hemos sido por no entenderlo antes!

—Es cierto. Tiene que serlo. —Kwam se pasó una mano por la frente—. Llevamos tres años cavando nuestras propias tumbas.

—Mi padre, Oso Pardo, solía decir que los amigos vienen y van, pero que los enemigos se acumulan —añadió Mangas Verdes—. Sí, hemos capturado hechiceros como si fueran peces y los hemos domesticado, y después los hemos dejado marchar. Pero dejamos los sedales en sus bocas, y ahora todos esos hilos se han enredado y los hechiceros se han aliado contra nosotros.

El casco que sostenía en las manos parecía haberse vuelto repentinamente muy pesado, o quizá fuera que estaba cansada. Mangas Verdes se sentó sobre un tocón.

—Hemos utilizado el casco para meternos en un buen lío, así que quizá podamos utilizarlo para salir de él. —Vio que todos le estaban contemplando con ojos llenos de perplejidad, por lo que se apresuró a seguir hablando—. Cuando me puse el casco, y me refiero a la única vez que lo he hecho, pude oír, o sentir, o ver dentro de las mentes de aquellos sabios de la antigüedad incluso mientras me gritaban. Había toda clase de secretos ocultos allí: historias, canciones, hechizos...

Los dos estudiantes de magia no dijeron nada. Ambos sabían muy bien lo que podía llegar a hacer el casco. Tybalt, que carecía de poderes mágicos, había sido el primero en ponérselo cuando estaba haciendo experimentos, y casi había enloquecido. Cualquier hechicero al que se lo pusieran sufría y deliraba hasta que acababa sometiéndose. Sólo Mangas Verdes había logrado resistir sus exigencias y conservar la cordura, y eso únicamente porque había sido retrasada durante la mayor parte de su vida y comprendía la locura.

La joven druida habló como si estuviera sola.

—Pero hay algún secreto que se me ha pasado por alto, y está ahí dentro —dijo, golpeando suavemente la cúpula verde con un dedito calloso.

—¿Cómo podemos ayudarte? —preguntó Kwam.

Mangas Verdes se volvió hacia él con una sonrisa en los labios. Por eso le amaba, naturalmente: Kwam siempre le permitía ser ella misma, respetando su juicio y ayudándola únicamente cuando Mangas Verdes se lo pedía.

—Vigiladme, por favor. Es lo único que os pido. Si parezco estar sufriendo...

No pudo terminar la frase. Durante mucho tiempo después de haber recuperado la capacidad de pensar y haber descubierto la hechicería, Mangas Verdes se había sentido obsesionada por el miedo a la locura y el temor de que su mente volviera a convertirse en un erial lleno de confusión y caos. Todavía había momentos en los que pensamientos extraños y oscuros le hablaban en balbuceos incomprensibles desde la oscuridad, y la joven druida tenía que hacer un considerable esfuerzo para expulsarlos de su cabeza. Pero nadie sabía eso..., ni siquiera su amado Kwam.

Y entonces, antes de que pudiera seguir perdiendo ni un solo momento más en dudas y vacilaciones, Mangas Verdes se puso el casco en la cabeza.

Voces como martillos dentro de su cráneo, voces que aullaban como una tempestad en alta mar. Luces cegadoras que silueteaban figuras angulosas que graznaban, crujían y chirriaban. Hechiceros discutiendo, discutiendo, discutiendo.

Mangas Verdes hizo un esfuerzo desesperado para aferrarse a su mente. Sus pensamientos fueron abofeteados, empujados y apartados a un lado. Cien hechiceros le estaban gritando al unísono en una terrible cacofonía, pero cada voz resonaba con la nítida claridad de la campana de una iglesia. Una voz suave como una mariposa insistía en que Mangas Verdes debía ayudar en vez de estorbar. Un gruñido como rocas que estuvieran siendo masticadas era la voz de un ogro que amenazaba con arrancarle el cerebro del cráneo y comérselo si no se sometía. Una voz joven y delicada prometía, imploraba y seducía. Una voz muy anciana hablaba del equilibrio en un monótono canturreo. Una voz seca y quebradiza era como un taladro helado, y había más voces, muchas más...

Y mientras los hechiceros muertos arengaban a la joven druida, las profundidades de sus mentes quedaron reveladas ante Mangas Verdes y le ofrecieron todo lo que habían llegado a saber.

Fragmentos de hechizos pasaron a toda velocidad junto a ella, deslizándose como hojas en un huracán. Retazos de canciones murmuradas al viento flotaban en el vacío. Imágenes y seres que ni siquiera podía comprender se arremolinaron a su alrededor. Una silueta fantasmal con una cabeza enorme que recordaba a la de un niño, montañas puntuadas de ojos que estallaban, peces hechos de maná que nadaban en un mar etéreo, esqueletos sin rostro que construían obeliscos de los que goteaba miel, un bufón blanco que bailaba con un coyote ciego, un cerebro partido por la mitad del que brotaba luz... Las imágenes hicieron que Mangas Verdes riera y llorase, y que quisiera cantar o esconderse entre gimoteos.

Mangas Verdes contempló las mentes de aquellos grandes hechiceros y tuvo fugaces atisbos de dioses enfrascados en extrañas labores, y se sintió tan diminuta e insignificante como una hormiga. Pero también vio a las personas que había dentro de ellas, y supo de dónde procedían y comprendió que venían de alturas místicas y valles perdidos y cascadas resplandecientes y castillos encantados y desiertos barridos por el viento..., y de hogares como los de cualquier persona normal y corriente, donde las madres hacían ganchillo junto al fuego y los niños jugaban con palos.

Y también vio cómo aquellos hechiceros estaban unidos por la magia y por aquel casco, y que gracias a ello podían hablar a través de sus mentes, de la misma manera en que los enemigos de Mangas Verdes podían ponerse en contacto unos con otros después de haber llevado el casco. Todos habían quedado mutuamente marcados, y habían sido arrojados al interior de la bolsa del mismo cazador como otras tantas codornices heridas.

Mangas Verdes comprendió que aquello había sido un grave descuido por su parte. No percibir la conexión creada por el casco había supuesto un error fatal.

Pero tenía que ver más.

Mangas Verdes luchó y se debatió y apartó a empujones a las siluetas que aullaban, rechazándolas como si estuviera abriéndose paso a través de una multitud beligerante. Porque más allá, detrás de ellas, percibía la presencia de la causa de su miedo, la razón por la que ordenaban sumisión.

Tres años antes no hubiese podido echarlos a un lado, porque no habría sabido cómo hacerlo. Por aquel entonces, Mangas Verdes había necesitado emplear todas sus fuerzas para conservar la cordura bajo el ataque mental. Pero de eso hacía tres años, y la nueva Mangas Verdes se abrió paso por entre aquellos hechiceros como si fuesen ovejas amontonadas en un pastizal, pues podía medirse en pie de igualdad incluso con el más grande de ellos.

Y vio por qué discutían y se preocupaban.

Su mundo estaba siendo asediado por la guerra.

Un retumbar ahogado al que se mezclaban tañidos metálicos hacía vibrar la tierra. Fuera, a través de ventanas abiertas en los muros de piedra, Mangas Verdes vio máquinas de guerra que llenaban el horizonte de ruinas, extendiéndose desde las montañas hasta los tocones de un bosque pasando por una orilla muerta. Centenares de bestias mecánicas de todas las formas y tamaños avanzaban a través de una llanura devastada. Un feroz vendaval traía consigo el olor a azufre del aceite de rocas ardiendo. El fuego caía del cielo, y una lluvia ácida quemaba la carne hasta revelar los huesos. Soldados, no humanos sino mutantes gigantes creados a partir de animales y demonios que caminaban erguidos, gritaban y resoplaban mientras morían atacando los baluartes. Una torre de hierro con ojos y tres brazos aplastaba catapultas, torres de asedio y soldados que intentaban huir bajo ella. Esqueletos de metal que empuñaban espadas eran atacados por bolas de fuego al rojo blanco. Pájaros mecánicos tan grandes como navíos dejaban caer huevos que estallaban para desprender goterones negros y humo rojo. Hombres y mujeres con alas y espadas morían atacando a los pilotos. Una torre de marfil se resquebrajó y ardió, y el hedor a polvo que emanaba de ella hizo que los camellos y los elefantes chillaran. Y mientras tanto un reloj hacía tic-tac encima de un estante, contando el tiempo que faltaba para que llegara la catástrofe final...

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