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Authors: Douglas Niles

Tags: #Fantasía, #Aventuras, #Juvenil

El pozo de las tinieblas (7 page)

—¿Qué...?

Tristán se interrumpió al ver la mirada de disgusto de su padre. Sabía que, dijera lo que dijese, sólo lograría inflamar su cólera.

—¡Déjame solo! —gruñó el rey, volviéndose de nuevo de cara al fuego.

Reprimiendo su deseo de chillar y patalear, por haber fallado una vez más en su intento de causar una buena impresión a su padre, el príncipe de Corwell se volvió y salió furioso del salón. Pero, como siempre, su cólera se convirtió al instante en un deseo de apartarse de allí y divertirse; por consiguiente, se apresuró a empezar sus preparativos para la caza.

El grupo salió de Caer Corwell antes de la aurora, que se anunciaba gris y opresiva en el este. Arrebujados en pieles y capas de lana, sacaron sus monturas de las caballerizas del castillo y les colocaron las sillas y demás arreos. Pawldo, que había elegido un pequeño y peludo caballito, tuvo que perseguirlo por todo el patio antes de poder ensillarlo.

La salida del sol trajo poco calor, pues unas nubes bajas se cernían opresivas sobre la tierra. Los picos de las Tierras Altas estaban ocultos detrás de aquella manta gris, y una niebla penetrante pendía pesada en el aire. El grupo cabalgó hacia el sudoeste, por el camino de Canirev Dynnatt, durante casi todo el día.

Hablaron poco. Tristán sentía una nube gris personal sobre su cabeza, después de la reprimenda de su padre. Además, experimentaba una remota pero terrible sensación de amenaza en aquel día gris. Por un momento, recordó la profecía de la druida en el Festival de Primavera.

También Robyn parecía perdida en sus pensamientos. Con frecuencia se erguía bruscamente y miraba hacia la lejanía nebulosa y gris, como si esperase ver algo. Después se encogía de nuevo sobre la silla, contemplando la melena gris que tenía delante.

Arlen cabalgaba el primero, asumiendo con naturalidad el papel de guardián del príncipe. Tristán aceptaba esto como normal y apenas prestaba atención al viejo soldado, que cabalgaba despacio delante de ellos. Sólo Daryth y Pawldo parecían tener ganas de hablar, y cabalgaban tranquilamente en la retaguardia del grupo, intercambiando historias jactanciosas. Los perros marchaban al paso, sin ganas de correr. Al anochecer llegaron a Dynnatt, pequeña comunidad de agricultores, y allí encontraron cobijo en una agradable posada. Por la mañana se dirigirían al sur, entrarían en el bosque y girarían después hacia el este. El terreno era escabroso y había pocos caminos, por lo que era probable que pasaran varios días antes de que pudiesen volver a dormir bajo tejado.

—Sentaos aquí, que es la mesa mejor —dijo el viejo posadero, conduciéndolos a una gran mesa de roble delante del agradable hogar—. No hemos tenido muchos visitantes esta primavera; supongo que seréis los únicos huéspedes esta noche.

Tristán no había estado nunca en esa posada y el mesonero no dio señales de reconocer al príncipe. Éste vestía ropa corriente de cazador y no deseaba llamar la atención sobre su rango.

Se sentaron, satisfechos de librarse de la húmeda y fría niebla. Después de varias jarras de cerveza y de comer venado tierno, el príncipe se sintió más animado.

—¿Qué asunto os trae a Dynnatt? —gruñó el dueño, al retirar los platos sucios.

—¡Vamos de caza! —declaró Tristán, levantando su jarra—. ¡Los ciervos del bosque de Llyrath no volverán a dormir tranquilos en toda la semana!

—El terreno de caza no es seguro —murmuró el viejo—. No es una buena época para estar en Llyrath.

Tristán empezó a reír al oír la advertencia del viejo, pero Arlen levantó una mano para hacerlo callar.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué has visto?

—¿Visto? Yo no he visto nada, pero he oído contar cosas. Durante todo el invierno han estado desapareciendo corderos en aquel lugar, y más de un pastor ha entrado allí buscando su rebaño ¡y no ha vuelto a salir!

—Me parece, viejo, que hablas como una mujer —le dijo el príncipe—. No habrá nada en el bosque que pueda representar una amenaza para un grupo bien armado de cazadores.

El viejo se encogió de hombros.

—Si tú lo dices, señor —y se alejó.

Robyn lanzó una mirada de irritación a Tristán, y por unos momentos éste se sintió arrepentido. Sabía que no debería haber insultado al posadero. ¿Por qué su bravuconería lo impulsaba a ponerse en ridículo?

Arlen se levantó, se estiró y se dirigió a su habitación. Robyn lo siguió al poco rato y ocupó la habitación individual que habían tomado para ella. Pawldo y Daryth también salieron en silencio. Todos sentían la inquietud y la tristeza general del día, renovadas y fortalecidas por la advertencia del posadero.

Menos mal que el día siguiente amaneció claro, con la promesa de más calor que el que les había ofrecido la víspera. De nuevo partió el grupo antes del amanecer, pero ahora no había ningún camino que seguir.

—Este sendero debería llevarnos hasta el borde de Llyrath —anunció Arlen, mientras conducía al grupo por una estrecha y serpenteante senda.

El terreno era rocoso y árido, sin más interrupción digna de mención que algunos pequeños lagos y, de vez en cuando, alguna casita de pastor. Pero incluso las casitas desaparecieron al avanzar más hacia el sur. Por fin acamparon en un hueco resguardado, rodeado de altas rocas que impedirían el paso al viento cortante como un cuchillo.

Tristán se internó en una arboleda de robles enanos, buscando leña para hacer fuego. Recogió varias ramas y se quedó helado al oír un ruido detrás de él. Se volvió poco a poco y se tranquilizó al ver salir de un bosquecillo a Daryth, que también estaba recogiendo leña.

—Tristán —preguntó el adiestrador—, ¿qué tiene este lugar? No me gusta su ambiente.

—No lo sé —respondió el príncipe—. He estado aquí muchas veces, pero nunca sentí ningún peligro... hasta ahora. ¡Bah! Debe de ser cosa de nuestra imaginación.

—Ya —murmuró Daryth, poco convencido.

—Desde luego, podía haber algo en aquella advertencia del posadero —confesó el príncipe—. Pero es más probable que quisiera probarnos o gastarnos una broma. No hemos visto nada fuera de lo corriente.

—¿Vienes aquí a menudo?

—Arlen solía traernos a Robyn y a mí a acampar aquí cuando éramos pequeños. Pero creo que hace cinco o seis años que no veníamos. Siempre ha sido un lugar agradable, muy salvaje, con pocas personas rondando por él. Es lo que me gusta del bosque de Llyrath.

—Tú y Robyn —preguntó con torpeza Daryth— ¿sois...?

Dominando una punzada de celos, Tristán respondió reflexivamente:

—No lo sé. Aunque nos conocemos de toda la vida, Robyn me atrae como ninguna otra muchacha o mujer, pero hay algo en ella que me mantiene a distancia. Y —aquí tuvo que reír— hay algo en

que la mantiene a distancia a ella.

—Es una mujer encantadora, la más hermosa que he visto nunca. Me gustaría, bueno...

Daryth no acabó de mencionar su deseo.

—También a mí —rió Tristán—. También a mí.

Al día siguiente llegaron al borde del bosque y allí empezó la caza. Soltaron a los perros, hasta entonces contenidos por la marcha lenta del grupo, y éstos pronto desaparecieron entre los espaciados robles del bosque. Espoleando a sus caballos, los cazadores los siguieron.

Los afanosos podencos, guiados con autoridad por Canthus, espantaron aves de sus refugios, persiguieron y capturaron a todos los desventurados conejos que se pusieron a su alcance, y husmearon el suelo en busca de una caza mayor. Se cruzaban una y otra vez en el camino de los cazadores, silenciosamente absortos en su búsqueda.

Sólo Angus daba señales de cansancio. El viejo perro mantuvo el paso de la jauría durante media jornada, pero al fin se retrasó y caminó al lado de los jinetes.

Durante unos pocos días, mientras se dirigían hacia el este, la habilidad de Arlen y Pawldo como arqueros llenó las bolsas de caza con una docena de faisanes y codornices, pero no encontraban caza mayor.

Por fin, los podencos captaron el olor de un ciervo y corrieron por el monte en su persecución. El príncipe espoleó su caballo y se internó en un espeso bosquecillo, seguido por sus compañeros. Los perros terminaron acorralando al animal contra una pared de roca cortada a pico. Daryth gritó a los perros para que se detuviesen y Tristán apuntó con cuidado a la frágil criatura que temblaba de miedo contra el risco. La flecha del príncipe voló recta y atravesó el cuello de la criatura que cayó muerta al instante. Las largas sesiones de práctica habían valido la pena.

—¡Bravo! —aplaudió Pawldo, trotando hacia el príncipe.

—Un buen disparo —comentó Arlen, y Daryth asintió con la cabeza.

Robyn se volvió al caer el ciervo, y se estremeció al contemplar sus estertores. De repente, Tristán lamentó su presencia. Pero ¿por qué había insistido ella en venir? Con ella, la diversión no era tan completa...

Mientras despellejaba y limpiaba la presa, su irritación fue en aumento, y recordó que Robyn había dicho que quería buscar hongos o algo parecido en el bosque.

Resolvió darle la oportunidad de hacerlo.

Aquella noche acamparon cerca de una límpida laguna, en un bosquecillo de altos pinos. El suelo estaba cubierto de una gruesa capa de agujas de aquéllos y la leña era abundante, por lo que pudieron acampar cómodamente y descansar bien por la noche. Sin embargo, Robyn estaba silenciosa y parecía deprimida, y así continuó la mañana siguiente.

—Tal vez deberíamos descansar aquí un día o dos más —sugirió el príncipe mientras desayunaban pan con queso—. Entonces Robyn podría buscar algunos de sus hongos y nosotros podríamos explorar un poco este lago.

—Por cierto, es un bello lugar —convino Arlen, mirando por primera vez a su alrededor.

Bajas y boscosas lomas rodeaban el lago y se reflejaban en sus tranquilas aguas.

El día era tan brillante y agradable que casi olvidaron las advertencias de los druidas y del posadero. Sin embargo, aunque se divertían observando a la muchacha en su búsqueda de hongos, había algo en el silencioso y casi abandonado bosque, algo vagamente amenazador que los inquietaba. De pronto, Robyn gritó:

—¡Aquí!

Y saltó al suelo. Corriendo hacia un tronco caído, señaló entusiasmada un hongo largo y plano que crecía en la madera podrida.

En ese momento, a varios pasos a su espalda, se separaron los arbustos y apareció la cabeza parda de un jabalí monstruoso entre los matorrales. Sus ojos rojos y brillantes miraron furiosamente a su alrededor, y el animal gruñó irritado.

Tristán sintió que se le helaba el corazón.

Los colmillos del jabalí, de más de un palmo de largo, resplandecieron malignos bajo la velada luz. Robyn se había vuelto al susurrar los arbustos detrás de ella, y su rostro palideció al ver la irritada criatura a unos diez pasos de distancia.

Y entonces, con un gruñido, el jabalí embistió.

Las mansas y profundas aguas de Myrloch reflejaban los rayos plateados de la luna llena. Acababa de ponerse el sol y de elevarse la luna cuando empezaron a reunirse los druidas para celebrar el gran consejo. Cualquier observador habría podido ver que el humor imperante era sombrío, tal vez incluso temeroso.

Los grandes arcos de piedra del círculo del consejo se iban destacando uno tras otro de las sombras circundantes a medida que la luna se elevaba. En el centro del anillo, un brillante estanque reflejaba la luz de la luna en todas direcciones, aumentando así la claridad.

Al seguir elevándose aquélla, pudieron verse unos centelleantes puntos luminosos que, como móviles estrellas, la seguían. Según la leyenda popular, eran las lágrimas que vertía la luna por los dolores de la noche.

Los druidas permanecían solemnemente en pie entre las sombras del borde del círculo, esperando en silencio. No hablaban entre ellos ni desviaban su atención del Pozo de la Luna para reconocer a los que iban llegando. Su número siguió creciendo, al salir más y más figuras vestidas de negro de entre los altos pinos que cercaban Myrloch.

Todos llevaban túnicas pardas o de un color verde oscuro, algunas de ellas moteadas con motivos del bosque. Estos ffolk eran hombres y mujeres tan vigorosos como delicados. No agitaban las ramas y ramitas que se interponían a su paso, ni asustaban con su presencia a las criaturas más pequeñas del bosque. Sin embargo, como grupo, estaban dotados de un gran poder.

El druida llamado Trahern de Oakvale entró cojeando en el claro y miró con nerviosismo a su alrededor. Se mantuvo alejado de los otros druidas, con las manos cruzadas dentro de las mangas de su túnica. Miró de reojo a los druidas más próximos y, abriendo los agrietados y sangrantes labios, sonrió maliciosamente. ¡Cuánto los odiaba, cuánto los odiaba a todos!

Lamiéndose los labios, hizo un esfuerzo por mantener su cuerpo inmóvil. No quería llamar la atención. Calándose más la capucha sobre la cara, esperó a que empezase el consejo.

Algunos de los druidas, los que venían de más lejos o los que simplemente querían hacer gala de sus grandes poderes, se presentaron de un modo más teatral. Un buho se posó en el suelo entre dos de los grandes arcos. Sus plumas lanzaron destellos, y se transformó en un hombre alto y orgulloso: Quinn Moonwane, señor del reino boscoso de Llyrath. Un halcón descendió de pronto del cielo, se posó al lado de Quinn y se transformó al punto en una figura humana. Así, Isolda de Winterglen quedó plantada junto al druida de Llyrath. Ella, cuyo reino abarcaba los bosques del norte de Gwynnett, no saludó a su igual del sur, pero todos los que los observaban supieron que se acercaba la hora del consejo.

Sólo la Gran Druida de Gwynneth no había llegado todavía. La luna se alzó más y sus rayos de plata se esparcieron por el gran círculo. Ahora se distinguían claramente todos los arcos. Todos habían sido construidos con tres macizas piedras. Dos servían de pilares y la tercera descansaba, atravesada, sobre aquéllas. Había doce de estos arcos en el anillo exterior.

En el centro del círculo, el Pozo de la Luna resplandecía con luz propia. A su alrededor se alzaban ocho pilares de piedra, agrupados en cuatro pares. Ninguno de los druidas se acercó al centro, pero, a la brillante luz de la luna, podía verse a unos cincuenta de ellos reunidos alrededor del anillo.

De pronto, se abrieron las aguas del Pozo de la Luna con un suave chasquido y emergió una pequeña criatura del líquido plateado. Los druidas observaron sorprendidos cómo saltaba una ranita sobre el suelo hasta colocarse en el espacio entre dos pilares del anillo central. Y súbitamente, en un instante, desapareció la rana y Genna Moonsinger, Gran Druida de Gwynneth, se plantó delante de la asamblea.

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