Poniéndose de nuevo en pie, con la visión nublada por el miedo, caminó con dificultad hacia la Bestia, y cayó otra vez.
Kazgoroth se erguía sobre Robyn. Entonces el príncipe vio un destello entre los arbustos del otro lado de la charca, y Daryth llegó corriendo y blandiendo su cimitarra de plata. Tristán observó asombrado cómo subía el ágil calishita por la escamosa cola del monstruo hasta su tosca y acorazada espalda. Como si escalase una vertiente rocosa, el calishita saltó de una escama a otra, trepando hasta el cuello del monstruo en una sola y rápida carrera. Allí levantó el brazo y clavó el arma hasta la empuñadura en la base del cerebro de Kazgoroth.
Con un bramido de rabia, la Bestia retrocedió y lanzó al aire a Daryth, que fue a caer inconsciente en la orilla de la charca. Canthus atacó de nuevo, pero nada podía hacer para parar a la Bestia, salvo morder su tronco gigantesco.
Tristán logró por fin acercarse y golpeó con furia el cuerpo del monstruo con la Espada de Cymrych Hugh. Produjo una gran herida en su pata, pero esto no pareció dañarlo seriamente, y Kazgoroth se alejó. De pronto descargó la enorme cola sobre la espalda de Tristán, que cayó despatarrado al suelo.
Respirando hondo, Tristán se volvió en redondo y trató de ponerse en pie, pero el prolongado esfuerzo lo había agotado por completo. Jadeando, se arrodilló en el barro y miró al monstruo.
Una sangre negra brotaba de la herida del cuello, pero Kazgoroth seguía siendo amenazador. La Bestia dejó de moverse durante un instante, mientras su lengua bífída y su nariz escamosa se agitaban en el aire húmedo. Muy despacio, la gran cabeza giró en dirección a Robyn, paralizada por la escena.
—Tristán, amado mío.
El príncipe oyó la voz a través de la bruma de su terrible desesperación. Sacudió la cabeza, para intentar despejarse, y oyó que Robyn continuaba hablando en voz muy baja.
—Ten cuidado, mi príncipe, ¡y piensa! ¡Contrólate!
Por fin penetró el mensaje hasta lo más hondo de su conciencia, y una cálida sensación de calma lo invadió. Respiró despacio y profundamente, y sintió que la fuerza volvía a sus cansados músculos.
Levantándose, caminó con cautela sobre el barro hacia Robyn, empuñando la vibrante espada. Al fin se volvió para mirar al monstruo, pues Kazgoroth había empezado a moverse de nuevo.
Una garra apartó a Canthus del camino de la Bestia, y el perro fiel chocó contra el tronco de un árbol antes de caer al suelo. La lengua bífída de Kazgoroth serpenteó golosa, como presintiendo a la druida que estaba ante él.
Pero, entre el monstruo y la mujer, se plantó ahora el príncipe de Corwell. Al avanzar la Bestia hacia él, Tristán se agachó. La abultada panza, suave y blanca como la de una serpiente, se balanceó encima de él.
Y Tristán atacó.
La Espada de Cymrych Hugh partió fácilmente la blanca piel y silbó con satisfacción al hundirse en los calientes intestinos de la Bestia. La hoja se calentó al pasar por ella el poder de la diosa, destruyendo aquel cuerpo corrompido. Tristán se echó con presteza hacia atrás, pero no antes de que el asqueroso contenido de la panza del monstruo se vertiese sobre el cuerpo del príncipe.
Ahogándose y jadeando, Tristán se vio rodeado de suciedad y veneno. Le ardía la piel por los ácidos cáusticos derramados sobre ella, y gases contaminados llenaban sus pulmones. Alcanzó a advertir que el monstruo se tambaleaba y bramaba.
Entonces todo se detuvo.
Robyn lanzó una exclamación de horror al ver a Tristán caer debajo del cuerpo convulso de la Bestia. La sinuosa cola, las grandes mandíbulas y las poderosas patas se agitaron sin control en el centro del Pozo de las Tinieblas.
El cuerpo de Kazgoroth se derrumbó en el lodazal y la Bestia dejó por fin de debatirse. La grande y abierta herida de su panza siguió vertiendo la esencia de la criatura sobre el cieno del fondo del Pozo de las Tinieblas.
Al mezclarse la sapgre vital del monstruo con los materiales del Pozo de las Tinieblas, empezó a producirse una extraña metamorfosis.
Un pequeño punto luminoso apareció en la superficie de la charca. La luz empezó a girar y el punto creció hasta convertirse en una llama blanca que se elevó desde el lugar donde Kazgoroth se había derrumbado. La llama era fría y limpia, y Robyn supo instintivamente que era el poder de la diosa que se manifestaba al mundo.
La llama blanca siguió ascendiendo y su brillo se extendió sobre la suciedad y el lodo de la charca. Algo dijo a Robyn que la sangre de la Bestia había dado a la diosa el poder de limpiar el Pozo de las Tinieblas, purificándolo y conviniéndolo de nuevo en el antiguo Pozo de la Luna.
Al extenderse las llamas, dejaron detrás de ellas un pequeño estanque de agua cristalina, rodeado de una suave y hermosa orilla. Un dedo de fuego tocó el cuerpo inmóvil de Daryth, envolviéndolo en un resplandor blanco, y luego se retiró. Entonces, el calishita se sentó y miró a su alrededor, rascándose intrigado la cabeza.
La luz blanca quemó el árbol que había arrastrado a Pawldo dentro de la charca y, al apagarse el resplandor, Robyn vio al haifling de pie en medio del agua clara que le llegaba a la rodilla, observando asombrado en torno.
En el centro del estanque, el cuerpo de la Bestia había desaparecido por completo. La superficie plateada se rompió y apareció Tristán chapoteando y poniéndose en pie con el agua hasta la cintura. Con un grito de entusiasmo, corrió hacia la orilla y se encontró con Robyn que avanzaba hacia él. Riendo y llorando al mismo tiempo, se abrazaron y cayeron en el agua de cabeza.
Canthus saltaba ladrando a orillas del estanque, mientras Newt montaba en el ancho lomo del podenco y lanzaba insultos al lugar donde la Bestia había desaparecido.
Una última voluta de llama blanca surgió del estanque, buscando y girando alrededor del lugar donde había estado Keren. La llama se retorció y tanteó, pero lo único que pudo encontrar fue el arpa, que yacía ahora sobre la verde hierba.
El fuego blanco se posó sobre las cuerdas y el marco del arpa, y, por un instante, resonó en el claro una música indeciblemente bella. Entonces las llamas adquirieron un brillo que pareció igualar el del sol, y después se extinguieron, y los compañeros se miraron pasmados los unos a los otros.
El arpa había desaparecido.
Los viajeros cabalgaron cansadamente hacia Corwell, tirando de un caballo sin jinete, triste recuerdo de que su misión había costado una víctima. Pero al fin podían cabalgar sin prisa.
Detrás de ellos, en la tierra salvaje del valle de Myrloch, quedó un pequeño centinela, posado sobre el asta de un gallardo y orgulloso unicornio. El vigilante, un pequeño dragón, lloró sin avergonzarse al partir sus amigos. Después, el unicornio se adentró en el bosque y el dragón le mostró el camino una vez más.
Daryth y Pawldo iban en cabeza, siguiendo a Canthus que corría por el campo. Tristán cabalgaba despacio al lado de Robyn, asiendo a su dama de la mano.
La diosa sonrió, y su sonrisa tenía el calor del sol de finales de verano. Su aliento era la suave caricia del viento que limpiaba el campo. Vio que la flota de los hombres del norte abandonaba la costa de Corwell, y no les prestó atención, pues no tenía afán de venganza.
Lloró por los muertos de su pueblo y por la destrucción que había asolado sus tierras. Pero sabía que los ffolk eran vigorosos y que pronto restaurarían sus casas y sus campos, y renovarían su herencia.
Y pensó en el bardo, cuyas canciones la habían aliviado tanto. El viento sopló sobre las tierras de las Moonshaes, trayendo recuerdos encantados de la gran arpa de Keren. Y en todos los lugares donde había bardos, se aprendió una nueva canción, una canción de seres malignos y de héroes, y de amantes y de muerte. Era una canción de extraña belleza, una canción que sería cantada durante muchos siglos.
Era la canción del bardo más grande. Y, aunque Keren no vivía ya, su legado cabalgó en el viento de las Moonshaes, y todos los bardos del país aprendieron su dulce copla.
Los arboles de la orilla del Pozo de la Luna dieron paso, poco después de ponerse el sol, a un personaje encapuchado que avanzo con cautela hacia el borde fangoso de aquél. Tanteo el estanque con un largo bastón y, vacilando, entro en el agua.
Trahem de Oakvale había sufrido mucho aquel verano, a causa del hechizo de la Bestia. Había perdido el favor de la diosa y ya no tenía la protección de su amo. Pero ahora no tenía adonde acudir, y por ello buscaba cualquier pequeño fragmento de su dueño para aferrarse a él y venerarlo.
El bastón choco con algo duro, y el corrompido druida sacó una cosa negra de las entrañas del estanque. Satisfecho, apretó contra su pecho aquel objeto del tamaño de un cráneo, negro como un pedazo de carbón.
Riendo y farfullando, Trahem se alejó del estanque y se dirigió al bosque. Estaba completamente loco. La proximidad de la diosa a la que antes había servido había borrado los últimos vestigios de cordura de su trastornada mente. Sujetando su oscuro bien, entró tambaleándose en el bosque.
Llevaba consigo el corazón de Kazgoroth.