La Bestia concentró la energía de sus ojos, obligando a Robyn a mirar aquellas cuencas de fuego y de muerte, pero ella resistió con fuerza inverosímil. Una magia letal brotaba del monstruo, pero el escudo protector de la vara la dispersó por la habitación.
El hombre que yacía en el suelo gimió dolorosamente y la druida lo miró con evidente preocupación. Durante una fracción de latido, se olvidó de su adversario y, en aquel instante, Kazgoroth cruzó la estancia y le quitó la vara de las manos. Ésta resplandeció al asirla él, con el fuego blanco de la diosa. La Bestia sintió que la madera debilitaba su cuerpo, por lo que dominó su dolor y arrojó la poderosa vara al suelo.
Ahora la mujer se echó atrás, abriendo mucho los ojos al ver que le había sido arrancado su talismán. Se deslizó a lo largo de la pared, pero la Bestia la empujó, haciéndola caer en un rincón. Allí quedó aturdida, gimiendo de miedo, mientras la venenosa cola se alzaba de nuevo contra ella.
Tristán se despertó, con esfuerzo como siempre. Sacudió la cabeza y se sentó en la cama, preguntándose por qué no podía seguir durmiendo. Recordó vagamente algo que había pensado al irse a la cama, algo que debía recordar.
De pronto oyó un gemido procedente del pasillo y su cuerpo se tensó al recordar de improviso la amenaza contra Robyn.
En ese instante, sintió que la Espada de Cymrych Hugh lo llamaba desde la silla donde la había dejado. La espada, siempre brillante en una noche oscura, resplandecía ahora con una intensidad que la hacía relucir a través de la vaina de cuero. Tristán vio, o creyó ver, que la espada vibraba excitada, llamándolo a la lucha con una voz que resonó inaudible en su voluntad.
Bajó deprisa de la cama y la espada pareció saltar de la vaina a su mano. Salió corriendo al pasillo y la espada tiró de él hacia el dormitorio de Robyn. Sólo con gran dificultad consiguió mantener su mano en la empuñadura.
Juntos, Tristán y la Espada de Cymrych Hugh, empujaron la puerta del cuarto de Robyn y entraron en éste. La cegadora luz blanca del arma produjo en toda la habitación un vivo contraste de luz y sombras. Al abrirse la puerta hacia adentro, Tristán vio el cuerpo roto de fray Nolan y la vara de Robyn resplandeciendo en el suelo, entre los cascotes del agujero abierto en la pared.
Entonces, en el rincón más lejano, distinguió el odioso cuerpo de la Bestia agazapado sobre un bulto en el suelo. Y vio la punta afilada de la cola del monstruo apuntando a la inmóvil Robyn.
Con la rapidez de un relámpago, la espada tiró de él a través de la habitación y cortó de arriba abajo la superficie escamosa y el armazón de hueso de la cola serpentina. La Bestia aulló de dolor y se tambaleó hacia atrás, agarrándose el muñón de la mutilada cola. Robyn lanzó un chillido cuando aquella punta cortada cayó al suelo y se retorció en un movimiento reflejo. Abrumada por el espanto, se desmayó en el rincón.
El príncipe se volvió para enfrentarse al monstruo que gruñía y, por primera vez, vio las grotescas facciones de la Bestia. Pero, mientras lo observaba, el terrible furor del monstruo pareció hacer que su cara y su cuerpo se torciesen y cambiasen de forma ante los ojos asombrados de Tristán.
Este avanzó con la resplandeciente espada mientras el monstruo retrocedía atemorizado. La hoja, por su parte, impelía al príncipe a atacar despiadadamente a aquella criatura, que siguió retrocediendo.
Por fin, con un último gruñido, la Bestia saltó por el agujero de la pared y voló en la noche. Aunque la espada estuvo a punto de hacer pasar al príncipe por la misma abertura en un intento de persecución, Tristán sólo pudo ver durante un instante la negra forma antes de que se perdiera en la oscuridad.
Entonces corrió junto a Robyn y le levantó la cabeza del suelo, en el preciso instante en que Keren entraba con una antorcha. Vio con alivio que la doncella respiraba, aunque todo color había desaparecido de su piel.
—Ayúdame a llevarla a la cama —pidió al bardo, que se había arrodillado a su lado.
Juntos acomodaron a la druida lo mejor posible y después se volvieron al inconsciente clérigo. Riachuelos de sangre brotaban de los profundos arañazos producidos por las garras del monstruo en su cara, pero al menos los ojos no estaban dañados. Su pierna izquierda estaba doblada a un lado en un ángulo extraño y el príncipe comprendió que el hueso estaba roto.
El bardo roció con un poco de agua la frente del clérigo y éste parpadeó y abrió los ojos. Gimiendo de dolor, dobló el cuerpo y colocó en su sitio el hueso de la pierna fracturada, murmurando una misteriosa oración a sus dioses. Entonces, para asombro de Tristán y de Keren, se puso en pie y caminó normalmente hasta la cama de Robyn. Las largas y negras pestañas de ésta se agitaron al apoyar el hombre la firme palma de la mano en su frente.
—Hija mía —dijo con suavidad—, tu fuerza ha prevalecido en el momento más difícil. Ahora duerme.
Robyn miró al clérigo, al príncipe y al bardo, y se acurrucó bajo las mantas.
El príncipe dejó la Vara del Pozo Blanco al lado de ella y después se sentó en una silla. Keren hizo lo propio, mientras Nolan volvía a ocupar la que había usado antes, mientras acariciaba con aire pensativo el pequeño aro de plata, el signo de sus dioses.
Durante el resto de la noche, Robyn durmió mientras los tres hombres permanecían despiertos custodiándola. Sostenían respectivamente la espada, el aro y el arpa, dispuestos a rechazar de nuevo las tinieblas.
Pero el monstruo no volvió aquella noche.
Canthus se volvió con curiosidad para observar los miles de ojos lobunos que lo observaban a su vez desde todos lados. Los lobos no hacían empero movimiento alguno para atacarlo, por lo que el perro prescindió de ellos.
Cumplida su tarea, conservó pocos recuerdos de ella. La lucha había sido dura, pero el enemigo estaba muerto y su herida empezaba ya a cicatrizar. Volvió a pensar en su gente y en su casa. Añoraba a los hombres y a las mujeres.
Husmeó el aire, ignorando los olores de la granja asolada y de las bandadas de cuervos y de los otros animales cañoneros. Buscaba el aroma de su hogar. Durante largo tiempo estudió el horizonte. Por último, cediendo a un misterioso instinto animal que lo empujaba en la buena dirección, se encaminó hacia el sur. Sabía que el viaje sería largo y que su herida no había cicatrizado del todo, por lo que viajaría despacio; sólo empezaría a trotar cuando se sintiese más vigoroso.
Mil lobos observaron cómo su nuevo jefe se alejaba de la desolada granja. Los animales dejaron la carne y los huesos que habían estado royendo y bajaron por las colinas circundantes. Y caminaron en una sola columna detrás de Canthus.
Durante una semana, el ejército de los hombres del norte rondó por la aldea y en el páramo al pie del castillo. Para sorpresa de Tristán, no incendiaron Corwell como habían hecho con los pueblos orientales. Por lo visto, los invasores preferían aprovechar los edificios de la villa como albergues durante el asedio.
Por la noche, el enemigo encendía fogatas sobre el páramo en todas direcciones, pues la villa no podía albergar más que a una pequeña fracción del ejército.
Durante el día, los defensores podían ver que se estaban levantando altas estructuras, fuera del alcance de los arqueros de las murallas del castillo, y comprendieron que los atacantes estaban construyendo grandes máquinas de sitio.
Mientras tanto, los ffolk preparaban lo mejor que podían Caer Corwell para la defensa. Se instalaron enormes cubos de aceite sobre la entrada y las murallas. Se fabricaron cientos de flechas y se distribuyeron entre las seis o siete veintenas de arqueros de la guarnición. Se racionaron los comestibles de manera que permitirían resistir muchos meses de asedio.
Tristán pasaba mucho tiempo con Robyn, que poco a poco recobraba sus fuerzas aunque permanecía la mayor parte del tiempo en la cama. La habían trasladado a una habitación más segura, cerca del centro de la torre y nunca la dejaban sola. El príncipe, fray Nolan, el bardo y Daryth se alternaban para que siempre estuviesen presentes uno o dos de ellos. Pero no se produjo ningún ulterior ataque.
Transcurrieron varios días antes de que el príncipe tuviese oportunidad de estar a solas con ella, pero una noche llegó para hacerle compañía cuando Keren, que había estado allí, se disponía a retirarse a descansar. Cuando se cerró la puerta detrás del bardo, Tristán se arrodilló junto a la cama de Robyn, y le asió la mano.
—He estado pensando en ti —confesó ella, con una franqueza que nada tenía de remilgada—. ¡Has estado lejos tanto tiempo!
—Lo sé. Y lo siento. Hay mucho que hacer en el castillo, pero todo parece baladí comparado con el hecho de estar contigo.
Ella lo atrajo hacia sí, y él sintió desvanecerse todo su interés por el castillo.
Estuvieron despiertos toda la noche, hablando o simplemente permaneciendo en silencio uno junto al otro. Cerca del amanecer, el príncipe se quedó por fin dormido en su sillón y Robyn le meció la cabeza y se preguntó qué estaría soñando él, que lo hacía temblar mientras dormía. Estaba demasiado contenta para perder un solo momento dedicándolo a su propio sueño.
A veces, cuando Tristán no podía estar con Robyn, se plantaba en la empalizada o subía sobre la casa de la guardia o a lo alto de la torre para observar a los hombres del norte. Cada día miraba hacia el exterior, esperando que empezase el ataque. Pero pasaba el tiempo y los invasores seguían trabajando en el páramo.
El príncipe vio que construían una serie de catapultas gigantescas que se elevaban como desgarbados insectos encima de anchas carretas de madera. Daryth se reunió con él en la empalizada, cuando estaba contando una docena de aquellas grandes máquinas de guerra.
—Los detendremos, ¿sabes? —dijo el calishita, con tranquila confianza. Rió en voz baja y dijo con aire pensativo—: Mira, nunca pensé que lucharía por alguna causa, por defender algún gran objetivo. Soy demasiado orgulloso para pensar que, después de todo este trabajo por encontrar una causa, ¡ésta pueda fracasar!
Daryth sonrió al ver la expresión preocupada de Tristán.
Otra vez descubrió éste a Keren reclinado contra el parapeto de la alta torre, tañendo delicadamente su arpa. Sable se posó en el baluarte de piedra y se arregló las negras plumas.
El bardo pareció satisfecho de sí mismo al dejar el arpa a un lado y saludar al príncipe. Vio que Tristán señalaba con la cabeza el instrumento y comprendió lo que quería preguntar.
—Sí, la canción está progresando, por cierto —dijo sonriendo el bardo—. Espero que puedas oírla muy pronto.
La vida empezó a parecer casi normal dentro del castillo, por muy atestado que estuviese con los ciudadanos de la villa y de los pueblos próximos. La comida era abundante, aunque no muy variada, y la posición del montículo parecía muy segura. Pero los sitiados sabían siempre que, mis allá de su empalizada, esperaba un enemigo implacable, un enemigo que no vacilaría en matarlos o esclavizarlos a todos.
Y entonces, ocho días después de la caída de la aldea de Corwell, el ejército de los hombres del norte avanzó de nuevo. Grandes máquinas de guerra rodaron en el páramo, dejando rastros de humo negro en el aire claro de la mañana. Salió de entre el humo una columna monstruosa y el príncipe reconoció a los firbolg de Myrloch. Las criaturas marchaban en una larga fila, transportando un pesado tronco como ariete. Tristán estaba con Daryth y Pawldo sobre la muralla de la entrada que dominaba el camino del castillo. Los dos hombres se apoyaban en el muro de piedra, mientras Pawldo estaba subido sobre una caja para mirar por encima de aquél.
—¿Qué es eso? —gritó el halfling, frunciendo los párpados para mirar el gigantesco ariete.
—Es para llamar a la puerta —dijo Daryth—. Creo que quieren entrar.
Kamerynn yacía en el hediondo barro. Olas de dolor lo acometían una y otra vez, hasta que dejó de advertirlas. El dolor se había desvanecido simplemente en la lejanía.
De pronto, oyó un susurro de hojas y se quedó como petrificado, aguzando el oído para percibir la llegada de un posible enemigo. Entonces sintió una humedad tibia en la cara y en la espalda, y el susurro se convirtió en un rítmico repiqueteo.
Lluvia.
Al principio, la tibieza del agua calmó el frío que se había apoderado de los huesos del unicornio y lo ayudó a vencer sus escalofríos. El balsámico líquido lavó el gran cuerpo manchado, llevándose el acido del Pozo de las Tinieblas de lo que quedaba de la piel blanca de Kamerynn.
Entonces el agua lavó las heridas del unicornio, aliviándolas como un suave ungüento y soldando los huesos rotos. La diosa lloraba con amargura por los sufrimientos de su hijo, pero sus lagrimas curaban, reparaban y restablecían.
Por fin, el gran unicornio consiguió levantarse y sacudirse, lanzando al aire una rociada de agua clara. Sus ojos permanecieron cerrados, tan dañados que ni siquiera las lagrimas de la diosa podían curarlos.
La lluvia cayó sobre lo que quedaba del Pozo de las Tinieblas y arrastró el lodo pegajoso entre las ruinas del dique de los firbolg. El agua limpiaba el suelo y lo curaba, allí donde caía. Poco a poco, Kamerynn se apartó del lugar.
Sólo en el centro del Pozo de las Tinieblas, donde todavía quedaba una poderosa mezcla de contaminación y hechizo terrestre, el oscuro poder resistió el balsamo de la Madre. Aquí el agua se arremolinaba y burbujeaba amenazadoramente.
Impulsado por una misteriosa sensación de urgencia, Canthus inició el paso largo que podía mantener durante muchos días. El gran podenco sentía la necesidad de volver a casa, sin comprender la razón.
Detrás, los lobos de la Manada seguían el paso de su jefe. Ya no atacaban a los animales protegidos por una valla o un corral, ni molestaban a los humanos que veían al pasar. Canthus, con su cautela natural, los conducía alrededor de los poblados y sostenía una marcha tan continua que no daba oportunidad al asalto de granjas aisladas.
Pero, aunque la fuerza y la resistencia del gran perro eran grandes, la distancia hasta casa era muy larga.
Pasarían muchos días antes de que volviese a ver Caer Corwell.
Kazgoroth avanzaba al frente del ejército invasor, dirigiendo personalmente el emplazamiento de dos de las grandes catapultas. Las gruesas ruedas de madera desgarraban el suelo al avanzar las enormes máquinas de guerra. Doscientos hombres del norte empujaron cada una de ellas hasta el pie de la empinada cuesta. La empalizada de Caer Corwell se alzaba a solo treinta pasos encima de ellos.