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Authors: Douglas Niles

Tags: #Fantasía, #Aventuras, #Juvenil

El pozo de las tinieblas

 

El Pozo de las Tinieblas emanaba muerte; era un negro agujero bajo la luz del sol. En su interior, la Bestia Kazgaroth, iba alimentándose de esa luz. Por su parte, la Madre Tierra trataba de ejercer toda su fuerza, pero la Bestia se estaba volviendo muy poderosa. Solamente Tristán Kendrich será capaz de defender la paz de los ffolk y mantener el equilibrio entre la Madre y las Tinieblas. Para ello, reúne a las criaturas de las islas Moonshaes que le ayudarán en su propósito.

Douglas Niles

El pozo de las tinieblas

Moonshaes I

ePUB v1.0

Garland
17.03.12

Título original:
Darkwalker on Moonshae

Traducción: José Ferrer Aleu, 2005

Douglas Niles, 1987

Diseño de la portada: Orkelyon

Para Christine,

con todo mi corazón.

Introducción

La diosa despertó lentamente de su frío sueño, recobrando la consciencia a medida que se apartaba el helado manto de la estación cambiante. Volviéndose con gracia imperial, buscó la fuerza vivificante del nuevo sol.

Pronto sintió su calor sobre las largas y arenosas playas de sus costas y sobre las estancadas aguas de sus bajas y llanas marismas. Poco a poco, el sol apartó la cubierta invernal de los ondulados paramos y los campos cultivados.

El espeso manto blanco que cubría los bosques y cañadas de la diosa permaneció sin cambio, y las tierras altas no dieron todavía señales de reconocer el final del invierno. Todo ocurría como debía, y la diosa se regocijó en la creciente vitalidad de su cuerpo: la tierra.

Últimamente se había empequeñecido, pero su fuerza era grande. Su suelo, aunque amenazado, estaba al cuidado competente de sus druidas, e incluso los heraldos de los nuevos dioses la trataban con cierta deferencia. En los Pozos de la Luna —en los que su poder fluía directamente de su espíritu a su cuerpo— el agua de la magia suprema reposaba clara y prístina entre gruesos pinos y en grietas rocosas.

Mares fríos bañaban sus tierras, limpiando los escombros y ruinas producidos por el paso del invierno. La diosa vio que sus hijos seguían durmiendo tranquilamente. Esperaba que pudiesen dormir durante largos años antes de que ella necesitase despertarlos.

A través de los Pozos de la Luna, vio que los cielos se despejaban. Ya no la oprimían las pesadas y grises nubes de tormenta. Los ffolk se mostraban activos, preparándose para una nueva estación de crecimiento. Los druidas se movían entre los árboles, por los montes de sus regiones salvajes, restaurando los lugares donde el invierno había alterado el Equilibrio.

Sin embargo, al apartar su manto, sintió un súbito y agudo dolor que penetraba hondo dentro de ella. Cálido y amenazador, el mal parecía dispuesto a extenderse como un cáncer en todo su ser.

Uno de los Pozos de la Luna era la fuente de aquel dolor. En vez de ser para ella una ventana sobre el mundo, llena de fresco y saludable poder, el pozo ardía como una herida envenenada. El negro pozo impedía el paso de la luz y absorbía su poder, en lugar de alimentarla. Al despertar, la diosa sintió miedo.

Y supo que, una vez más, la Bestia rondaría por el país.

L
IBRO
I
1
Equinoccio

Los campos alrededor de Caer Corwell resplandecían de tiendas de colores, soberbios estandartes y alegres vestuarios que competían para atraer las miradas de los que iban a la feria. El Festival del Equinoccio de Primavera señalaba el final del invierno y el principio de una estación de nuevas esperanzas y promesas. Para tal acontecimiento, los ffolk vendrían de todo el reino de Corwell e incluso de más lejos para participar en la celebración.

El profundo puerto al final del estuario de Corwell estaba erizado de mástiles. Las hondas y sólidas barquillas de cuero de los ffolk se balanceaban junto a los esbeltos y largos barcos de los hombres del none, pero tanto unos como otros parecían pequeños en comparación con los enormes galeones comerciales calishitas.

Tristán Kendrick, príncipe de Corwell, se abrió paso entre la muchedumbre, sin darse apenas cuenta del ambiente que lo rodeaba. Un grupo de malabaristas calishitas estaba entre la multitud, jugando diestramente con una serie de resplandecientes cimitarras. Tristán, impaciente, pasó junto a ellos sin verlos. Hizo caso omiso de los vendedores ambulantes de brillantes sedas, aunque el grasiento comerciante calishita ofrecía colores que nunca se habían visto en Corwell. En su prisa, incluso pasó sin detenerse ante los puestos donde los hábiles armeros de Caer Calidyrr exhibían relucientes espadas de acero.

—Hola, Tristán —lo saludó un granjero, mientras disponía jarras de leche sobre una mesa que tenía delante.

—Buenos días —añadió un pescador del pueblo.

Mientras avanzaba entre la muchedumbre, se sucedían corteses y amistosos saludos de la mayoría de los ffolk. Como de costumbre, Tristán experimentó un breve sentimiento de irritación, pues nadie lo llamaba por su título. Aunque sólo fuese una vez, le habría gustado oír «Hola, mi príncipe» o algo igualmente adecuado.

Pero pronto alejó estos pensamientos, de la misma manera que alejaba toda idea seria sobre su rango y las responsabilidades que su nombre le imponía. Tal vez algún día reflexionaría sobre los deberes que en definitiva tendría que asumir como rey, pero hoy... ¡hoy tenía que cumplir una misión aquí en la feria!

A su paso, las lindas doncellas del país, luciendo frescos vestidos de lino, le sonreían con coquetería. Orgulloso de su aspecto, el príncipe se acariciaba reflexivamente el pelo reciente que cubría su mentón. Su primera barba había crecido espesa y rizosa y era algo más oscura que sus ondulados cabellos castaños. Su nueva capa de lana y su pantalón de cuero aparecían limpios y brillantes en contraste con las botas negras de piel.

Se sentía aleña y animado, con la fiebre de la primavera.

Dejando atrás las tiendas y los puestos de los mercaderes, Tristán pasó entre establos y corrales, sin fijarse en los corderos, ni en las roses y ni siquiera en los caballos. Por último, llegó a un lugar donde se apiñaban los corrales y allí encontró lo que buscaba.

—Te saludo, mi señor —chilló una voz alegre, y Tristán sonrió a Pawldo, el halfling, que se acercaba.

—Me alegro de vene, amigo mío —dijo sinceramente el príncipe, estrechándole la mano diminuta—. Me alegro de que hayas vuelto sano y salvo de tus viajes de invierno.

El semblante de Pawldo se iluminó al escuchar el saludo, pero sus ojos conservaron un matiz de avaricia. El halfling era un robusto hombrecillo, tal vez de poco menos de una vara de estatura. Llevaba una gastada chaqueta de cuero y unas botas viejas pero bien engrasadas. Sus cabellos grises pendían sobre las orejas y el cuello, y su cara sonriente, muy bien afeitada, carecía de arrugas, aunque Pawldo tenía más de sesenta años.

Los halfling vivían en las islas Moonshaes, casi siempre en la vecindad de colonias humanas. Aunque pertenecían a una de las razas primitivas que habitaban en las islas, junto con los enanos y los elfos llewyrr, se habían adaptado bien a la llegada de los humanos. Ahora se beneficiaban de los negocios que hacían con los ffolk y gozaban de la protección que les brindaban los castillos próximos.

—¿Y cómo estás, viejo truhán? —preguntó con amabilidad el príncipe.

—Muy bien, y pronto estaré mejor, cuando haya tenido oportunidad de aligerar tu bolsa —respondió Pawldo.

El halfling, que observaba astutamente la bolsa que pendía del cinturón de Tristán, disimuló una sonrisa de satisfacción.

Tristán no pudo reprimir un arranque de afecto por su viejo compañero. En teoría, Pawldo vivía en Lowhill, el pueblo de madrigueras situado en la vencindad de Caer Corwell. Sin embargo, el fornido aventurero pasaba la mayor parte del año viajando por las islas Moonshaes y el resto del mundo en busca de ganancias, por lo que el príncipe lo veía muy poco. A diferencia de la mayoría de los halfling, que se contentaban con disfrutar de las bucólicas comodidades de sus madrigueras, despensas y bodegas, Pawldo llevaba una vida agitada y viajera.

—He pasado el invierno recorriendo la Costa de la Espada y las Moonshaes, y he recogido los perros más magníficos que jamás hayas visto. Y encontré el adecuado para ti, precisamente al oeste de aquí, en la isla de Moray. ¡Te encantará!

Pawldo sonrió de nuevo, torciendo ligeramente las comisuras de los labios.

—Echémosle un vistazo —dijo Tristán, encaminándose al pequeño corral que se alzaba detrás de Pawldo.

Este año, Pawldo comerciaba en podencos y, como de costumbre, ofrecía su mercancía con diversos estilos, según la variedad de las bolsas. Tristán miró rápidamente la colección de aburridos perros que yacían bajo el sol hasta que, de pronto, distinguió un animal magnífico; contuvo el aliento y silbó.

Tratando de dar a su voz un tono despreocupado, dijo:

—Ese perro no tiene mal aspecto.

—Si tienes algún motivo de duda... —empezó a replicar Pawldo, pero Tristán no lo escuchaba.

El animal era un podenco, uno de los perros de caza salvajes que se criaban exclusivamente en las islas Moonshaes. No había en esto nada de extraordinario; Tristán tenía ya una docena de perros grandes. Pero éste era un ejemplar grande y además poderoso, con un aire soberbio desacostumbrado en los de su especie.

Entre los
terriers,
galgos y alanos de la colección de Pawldo, este gran perro de caza castaño destacaba como una princesa entre un grupo de fregonas. Su pelambre castaña, espesa y suave, resplandecía sobre el ancho lomo y las largas y esbeltas patas. Incluso entre los de su especie, era enorme. Tenía la mirada fija en Tristán mientras el príncipe lo observaba.

—¿Dónde lo encontraste? —preguntó Tristán.

—Vino conmigo desde Norland. Estuvo sentado en la proa como una criatura nacida para el mar. Nunca vi que se fíjase en algún hombre; es decir, hasta ahora.

Tristán se acercó al perro y se arrodilló sobre la fangosa hierba, mirándolo a los ojos. Pensó en sus perros. Eran valientes y fíeles cazadores, pero, si tenían a éste para que los guiase, serían la mejor jauría de la isla. Tristán acarició su gran cabeza con ambas manos. La peluda cola se agitó ligeramente de un lado a otro.

El príncipe contempló los ojos del podenco y murmuró:

—¡Seremos los más grandes cazadores de Gwynneth..., no, de
todas
las Moonshaes! Incluso los firbolg de las Tierras Altas temblarán de miedo al oír tus ladridos. Te llamarás Canthus.

El perro miró fijamente al príncipe, con ojos brillantes. Entreabrió la boca al jadear y Tristán observó que sus dientes tenían el tamaño de su dedo meñique.

Varios curiosos habían acudido para observar al príncipe, y Tristán se sintió orgulloso al darse cuenta de que miraban con igual admiración a su perro. Un par de hombres del norte, salvajes y con barbas amarillas, se plantaron detrás de Pawldo, farfullando en su extraña jerga gutural. Varios pescadores, un leñador y dos jóvenes muchachos observaban también. Una capa carmesí, entre el vulgar atuendo de los lugareños, distinguía a un joven mercader calishita, que contemplaba al perro con asombro.

Mientras se ponía en pie y se volvía hacia Pawldo, Tristán trató de ocultar su entusiasmo, pero tenía sudorosas las palmas de las manos. ¡Tenía que comprar aquel perro! Fingiendo poco interés, hizo la primera oferta.

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