Tristán observaba con interés, pero Robyn deseaba irse.
—¡Vamos! —gritó, ames de desaparecer detrás de una gran tienda de resplandeciente seda verde y amarilla.
El toldo parecía brillar más a la luz de las antorchas que bajo la del sol, tal vez por el contraste contra un fondo negro como la tinta.
Los hombres siguieron a Robyn y la encontraron mirando con interés, a través de la entrada cubierta, el oscuro interior de la tienda. Brotaba de ésta un humo acre que hizo toser a la joven.
Iba a entrar cuando Daryth la detuvo.
—Es una tienda calishita, Robyn, y conozco el olor de la hierba ginyak. No es lugar adecuado para una damisela.
—¿Qué te hace pensar que pueda correr algún peligro? —preguntó ella con los ojos brillantes.
—No quise decir eso... —balbuceó Daryth, de pronto nervioso—. Pero confía en mí; deberíamos encontrar otro lugar donde divertirnos.
Robyn miró de nuevo hacia la entrada. Tristán, convencido de que la terca muchacha prescindiría del consejo de Daryth y entraría en la tienda, se sorprendió al ver que ella, sin más discusión, giraba en redondo y se apartaba de allí.
Adelantándose a Daryth y al príncipe, continuó andando. Tristán vio que Daryth lanzaba una mirada asustada a la tienda, y corrió para alcanzar a Robyn.
—¡Aquí! —gritó alegremente Robyn, corriendo a la entrada de otra tienda con toldo de seda.
Se apretujaron en el interior y admiraron a un encantador de serpientes que obligaba con habilidad a sus reptiles favoritos a salir de sus grandes jarras de arcilla. En el fondo de la tienda, el encantador de serpientes mostraba a un gran firbolg, encadenado a un grueso poste. El gigante dormía, por lo que no se podía poner a prueba su ferocidad.
—¡Mirad qué nariz! —comentó el príncipe, mirando cómo se estremecía el gran órgano con los fuertes ronquidos del firbolg.
—¡Pobre criatura! —dijo Robyn, lanzando una irritada mirada alrededor de la tienda—. ¡Tenerlo encadenado como un animal!
—Es peor que un animal —replicó Tristán—. ¡Es un monstruo!
—¡Vaya monstruo! —gruñó Robyn—. Viejo y cansado. Apostaría a que estaba mucho mejor en el lugar del que ha venido.
Salió de la tienda.
Una vez más, los jóvenes corrieron por el recinto del festival, tratando de no perder de vista a Robyn. Al poco rato, Tristán se encontró en una gran tienda llena de humo, observando a unas bailarinas untadas de aceite que ondulaban su cuerpo al discordante ritmo de címbalos pequeños y de gaitas gemebundas. Le habría gustado seguir contemplando aquella danza exótica, pero le molestó que Robyn se uniese a los hombres con tanto descaro en la observación de los sugestivos movimientos.
—Vayámonos de aquí —dijo, malhumorado, y también Daryth insistió para que saliesen de la tienda.
Inspeccionaron los pabellones y las tiendas de la feria, uno tras otro. Varias veces se entretuvieron allí donde servían aguamiel o vino, y la animación provocada por la abundante bebida hizo que la noche girase más locamente que nunca. En una de aquellas tiendas, Tristán distinguió la musculosa figura de Erian, pero el corpulento guardia se había ya derrumbado en un rincón. En otra pidieron una gran pata de cordero, y Daryth comió como si estuviese medio muerto de hambre.
Otras tiendas ofrecían objetos en venta, productos de los laboratorios artesanos ffolk. Delicada cerámica, mantos y capas de vivos colores, y resplandecientes armas de acero, mostraban la habilidad de los paisanos de Tristán, y no era sin orgullo que éste comparaba aquellas bellas armas con las más baratas y de hierro de los hombres del norte.
Robyn entregó un crone a una tejedora por una nueva capa, bordada con dibujos de brillantes hojas. Cubriéndose con ella los delicados hombros, se reunió de nuevo con sus dos acompañantes.
Por último, el trío se encontró plantado delante de la tienda blanca de lino de fray Nolan. El robusto clérigo salió corriendo de la tienda y se dirigió a Tristán:
—¡Qué vergüenza! ¡Qué libertinaje!
La cabeza calva de fray Nolan brillaba con el sudor, y el hombre tenía desorbitados los ojos. Sacudió enfáticamente la cabeza, señalando a los que bailaban y a los borrachos que llenaban el lugar del festival.
—Los dioses son misericordiosos y perdonan muchas cosas, pero esta noche temo por muchas almas —prosiguió el clérigo de un tirón.
Aunque los clérigos de los nuevos dioses llevaban un siglo o más predicando en las islas Moonshaes, muchos de los ffolk seguían aferrados a su adoración tradicional de la madre tierra. Los ffolk aceptaban e incluso apreciaban a los sacerdotes, pues su poder era beneficioso y sus prácticas benignas. Sin embargo, aquellas viejas tradiciones tenían mucho peso entre los ffolk, y la presencia de los druidas era un fuerte contrapeso a la influencia de los sacerdotes de los nuevos dioses.
La fuente del poder de los druidas venía de los parajes salvajes de las islas Moonshaes, y en especial de los Pozos de la Luna. Los druidas solían ser solitarios y vivían en bosquecillos aislados, pero se reunían con las comunidades de los ffolk en ocasiones tales como el festival o en catástrofes producidas por las inundaciones, los terremotos o la guerra.
—Y allí, como si todas las desgracias fueran pocas, se ha descargado el golpe final.
El dedo rollizo de fray Nolan señaló, temblando de indignación, hacia el otro lado del pasillo.
Tristán reprimió una sonrisa al comprender el motivo de la indignación del clérigo. La tienda de fray Nolan, dedicada a mayor gloria de los nuevos dioses, estaba directamente delante de la arboleda central de los druidas. El gran arco de piedra, adornado con muérdago, que daba entrada al bosquecillo, era una afrenta para aquel sacerdote que se ofendía con tanta facilidad.
—Un emplazamiento desafortunado —se lamentó el príncipe; pero vio que Robyn se estaba ya alejando una vez más—. Excúsame, pero ya comprenderás... —se disculpó y echó a correr.
Robyn pasó por debajo del arco y entró en la Arboleda del Druida, con Daryth y Tristán pisándole los talones. El bosquecillo estaba tranquilo y muy oscuro. Aunque se encontraba en el centro de los terrenos donde se desarrollaba el festival, la arboleda parecía un mundo apartado de la locura y el ruido de la fiesta.
Robyn entró despacio, casi con devoción, en el bosquecillo. Se detuvo brevemente bajo el arco e inclinó la cabeza murmurando algo en voz baja. Luego avanzó con tal suavidad que parecía deslizarse sobre la hierba en dirección al corazón de la arboleda.
—¿Qué es este lugar? —preguntó Daryth, bajando la voz hasta convertirla en un murmullo.
—Es la Arboleda del Druida, de Corwell —le explicó el príncipe—. En el centro hay un Pozo de la Luna, un estanque mágico. El propio bosque es sagrado; no pueden talarse los árboles, ni se puede dañar a ningún animal que entre aquí.
—La religión parece ser parte importante de vuestra vida —observó el calishita.
—Tal vez sí. Robyn pasa mucho tiempo aquí. Dice que la tranquiliza. Sospecho que a veces estudia con los druidas.
—¡Oh! —Daryth arqueó las cejas y miró hacia las sombras que tenían delante—. No es extraño que ella parezca saber adonde va, mientras que yo no puedo ver siquiera mi propia nariz.
—Sigúeme —dijo el príncipe.
Echó a andar confiadamente y tropezó con una raíz. Sólo la rapidez con que Daryth lo agarró de la capa impidió que cayese de bruces en el suelo.
—¿No puedes tener cuidado? —La voz de Robyn sonó brusca pero apagada al volver ella junto a los hombres—. Venid conmigo, pero con cuidado.
Avanzaron con lentitud hasta que su visión se adaptó y vieron que en realidad el escenario estaba iluminado. Daryth observó que la luz procedía de un estanque lechoso, que se hallaba rodeado de altos robles corpulentos. Las ramas eran tan espesas que impedían el paso de la luz de la luna llena.
—Mañana los druidas celebrarán el Equinoccio de Primavera aquí —explicó Robyn.
De pronto, Tristán vio unas sombras que se movían entre los árboles. Al volverse, observó cómo varias formas encapuchadas aparecían bajo la débil iluminación del Pozo de la Luna. «Los druidas están aquí». pensó, y se preguntó por qué eso lo había sorprendido. Las figuras avanzaron con majestuosa gracia. Todos iban envueltos, de la cabeza a los pies, en un hábito oscuro.
—Príncipe de Corwell —dijo el más alto de los personajes encapuchados. Su voz, rica y grave, parecía la de una persona poco habituada a hablar—. Te esperábamos.
—Pero ¿cómo...? —empezó a decir Tristán, confuso.
—¡Yo lo sabía! —terció Robyn—. No fue accidental que me sintiese impulsada a entrar en la arboleda. ¡Yo te traje aquí! —dijo a Tristán, orgullosa de sí misma.
Daryth se había vuelto con brusquedad al aparecer aquellas figuras, y estaba temblando.
—¿Quiénes son? —preguntó.
—Son los druidas —explicó pausadamente Robyn—. Y por favor, ¡no levantes la voz!
—Y tú, hija mía... —dijo otra figura.
Tristán se sorprendió al ver una mujer mayor y agradablemente regordeta. A diferencia de los otros druidas, llevaba la capucha echada hacia atrás, que dejaba al descubierto una cara llena y surcada de arrugas, donde se dibujaba una amable sonrisa. Miró con afecto a Robyn.
—¡Oh, cuánto tiempo...! —Su voz se extinguió y la mujer carraspeó.
Los otros druidas guardaron silencio mientras ella examinaba al trío. Después retrocedió unos pasos e hizo un leve gesto de asentimiento en dirección al druida que había hablado primero.
—Debes saber, príncipe de los ffolk —dijo el hombre alto con voz grave—, que las imágenes del pozo predicen un verano de peligro y un otoño de tragedia.
Este verano tendrás que ganarte el derecho a gobernar, o la tragedia caerá sobre tus hombros.
—¿Por qué? ¿Qué peligro? ¿Qué estás...?
—Las Moonshaes se enfrentan con una terrible amenaza, una amenaza que frustra incluso el poder de la diosa. Si tú vas a ser el instrumento para poner fin a esa amenaza, o si te convertirás en agente de su triunfo, es algo que todavía no podemos saber.
La mujer interrumpió al druida, y Tristán advirtió que el hombre le cedía rápidamente la palabra.
—¡Oh, dejemos eso! —exclamó ella—. Sí, desde luego será desagradable. Incluso es posible que te maten. Pero también puedes no morir. Y te doy mi palabra de que ya es hora de que alguien desenvaine de nuevo la Espada de Cymrych Hugh. Pero, ten mucho cuidado, por favor —concluyó, con una nueva ternura en su voz.
Se volvió y el príncipe captó el brillo de sus ojos húmedos. Algo en la manera en que miró a Robyn al alejarse le llamó la atención. Y también vio que la muchacha observaba a la druida que se alejaba, con una expresión de pasmo.
Entonces el druida varón volvió a dirigirse a Tristán.
—Ten cuidado, príncipe de Corwell, y vela por tus compañeros. La sombra de un mal poderoso se proyecta sobre tu camino. Debes decidir entre rechazarla, con la luz, o dejarte absorber por su oscuridad.
La voz se elevó, fuerte y apremiante, hasta que resonó en la arboleda como el redoble de un gran tambor.
—Espera...
El príncipe quería interrogar al misterioso personaje, pero, de pronto, sólo vio ante él unas sombras movedizas que oscilaban fantásticamente en la blanca aureola del Pozo de la Luna.
La Bestia, todavía en el cuerpo de la mujer, abandonó el bullicio de la fiesta y empezó a cruzar el páramo, habiendo recobrado nuevas fuerzas con el reciente banquete.
El, día o la noche no significaban nada para Kazgoroth. El monstruo caminó siempre hacia el norte hasta que el páramo dio paso a unos escarpados montes. Ni siquiera la gruesa capa de nieve que aún cubría los pedregosos obstáculos atemorizaba a Kazgoroth. Su peso era mucho mayor que el de una mujer, de modo que se hundía en la nieve hasta el suelo. Sin vacilar, el cuerpo humano femenino se abría paso a través de los montones de nieve más profundos.
Por último, el monstruo llegó a la cresta de la no muy alta sierra y vio el ondulado terreno de Gwynneth central extendiéndose delante de él. El fresco sol de primavera centelleaba sobre cientos de picos rocosos que se sucedían hasta el lejano horizonte alrededor de una vasta hondonada llena de árboles. En el centro de ésta, las aguas profundas de Myrloch brillaban también bajo la luz del sol. La ondas centelleantes del lago le provocaron escozor en los ojos, y desvió la mirada.
Myrloch. Kazgoroth, a pesar de su vaga conciencia, comprendió que el lago era todavía el coto de la diosa. Gwynneth central había sido siempre su dominio más sólido. Era aquí donde se habían refugiado los restos de los llewyrr cuando perdieron su guerra imposible contra los humanos por los reinos de Moonshac.
Los ffolk creían que los elfos llamados llewyrr habían muerto en las Moonshaes; la Bestia sabía que no era así. El valle de Myrloch albergaba a numerosos enanos y firbolg que preferían mantenerse a distancia de los humanos. Pero había también comunidades de llewyrr viviendo en lugares secretos del valle de Myrloch, que Kazgoroth conocía. La Bestia los evitaría, pues su magia poderosa era una de las pocas fuerzas de Gwynneth que preocupaban al monstruo.
La Bestia no estaba todavía dispuesta para atacar: Lo bastante astuta para saber que necesitaba tener más aliados, iba ahora en su busca. Todavía en forma humana, empezó al descenso a la vasta hondonada. No tenía nada especial que hacer en el valle de Myrloch, pero el lugar estaba en su camino y pasaría por él.
Los días de marcha habían gastado poco a poco la fuerza de Kazgoroth, y esto contrarió al monstruo. Se acercaba deprisa el momento en que la Bestia necesitaría comer, y por eso vigilaba más que nunca, buscando una víctima con la que pudiese saciar su acuciante apetito.
Y pronto encontró lo que buscaba. Al ver a un hombre solo en los bosques, el subconsciente del monstruo le sugirió una treta. El cuerpo femenino se encogió y, misteriosamente, tomó nueva forma. Aunque más pequeño y delicado, el cuerpo conservaba todavía sus redondeces femeninas y sus largos rizos de oro.
Deslizándose con paso ligero entre los árboles, Kazgoroth avanzó sobre su presa.
Las frías aguas empujaban con fuerza sobre el lecho del mar, muy lejos del alcance del calor del sol. Aquí, el mundo no conocía el invierno ni el verano, el día ni la noche. Solo había una helada oscuridad, una oscuridad eterna que envolvía una región casi desprovista de vida.
Pero la llamada de la diosa se transmitió a través de las aguas profundas, dando insistentes codazos a uno de sus hijos, que dormía allí. Al principio, el destinatario hizo oídos sordos al mensaje y siguió durmiendo. Podía pasar otro siglo o más, sin que aquella criatura se moviese.