Pero la llamada de la madre era incesante y, por fin, la voluminosa forma se agito en la gruesa capa de limo del fondo del mar. Sacudiendo el cuerpo gigantesco para desprenderlo del pegajoso légamo, se alzó del fondo y flotó, casi inmóvil, en las profundidades. Pasado un tiempo, se hundió otra vez poco a poco hasta el fondo.
Pero de nuevo aguijoneó la diosa a su enorme hijo. La cabezota se movió despacio de un lado a otro. Las poderosas aletas golpearon con fuerza el lecho del mar. La vigorosa cola empujó hacia abajo, y el cuerpo se estiró en toda su tremenda longitud.
Entonces empezó a moverse, lentamente al principio, pero ganando un impresionante impulso. Las aletas hendieron el agua con fuerte autoridad y la ancha cola empujó con fuerza incontenible. Y la criatura se elevó hacia los reinos de la luz y el sol y la corriente...
Adquirió velocidad al subir, y pareció que se acumulaba energía en el poderoso cuerpo. Un chorro de burbujas brotó de la bocaza, fluyendo entre las capas de enormes dientes, y pareció deslizarse hacia abajo a lo largo del cuerpo gigantesco.
El agua se hizo cada vez mas brillante, hasta que la criatura vio un pálido resplandor gris que se extendía en las capas superiores del mar. El gris se convirtió en azul y, por último, incluso pudo distinguir el sol como un brillante punto amarillo a través del filtro de las aguas.
El cuerpo emergió en la superficie con fuerza explosiva, lanzando al aire, en todas direcciones, un surtidor de agua salada. Arriba, cada vez mas arriba, la criatura se elevó a medida que su cuerpo iba saliendo del espumoso mar. El agua caía en estruendosas cascadas de la negra piel, hasta que por fin la enorme cabeza se detuvo un instante.
Con un choque que pareció agitó todo el mar, el cuerpo volvió a caer sobre la superficie, formando un oleaje que hubiese tenido la fuerza suficiente para hacer naufragar un gran navio. Pero el horizonte estaba vacío de velas y aún de tierra.
No había nadie para presenciar que el Leviatán se había despertado.
Trahern de Oakvale caminaba en silencio entre los grandes troncos de su boscoso dominio. Su túnica parda se confundía fácilmente con los nudosos troncos y su grueso bastón de roble lo ayudaba a mantener el equilibrio mientras caminaba con paso ligero entre los árboles caídos y otros obstáculos.
El druida se estaba haciendo viejo, pero Trahern todavía se sentía orgulloso del estado de su bosque y de la lozanía de sus criaturas. Hacerse cargo de la vigilancia de cualquiera de los bosques que rodeaban Myrloch era un honor entre los druidas, y Trahern había justificado las esperanzas que se habían puesto en él. Había evitado todo conflicto con los llewyrr, aunque esta especie de duendes solían viajar y acampar en su terreno.
Trahern se habría contentado con vivir en paz el resto de sus días cuidando de Oakvale. Cada curva del camino del bosque que seguía ahora, y cada clase de liquen y de musgo que cubrían los numerosos troncos, le eran tan familiares como el interior de su propia casita. Y en esta familiaridad encontraba paz.
Pero ahora su paz había sido interrumpida. La Gran Druida de Gwynneth, Genna Moonsinger, había convocado a los druidas del país a reunirse en consejo de emergencia en la orilla de Myrloch. Esta rara circunstancia sólo podía significar que un grave peligro amenazaba la región. El viejo druida encontraba muy fastidiosa la idea de otra crisis, ahora que estaba en el otoño de su vida. En realidad, había echado brutalmente de una patada al buho que le había llevado la citación.
Un súbito movimiento a un lado le llamó la atención, y se detuvo para observar los matorrales. Su vista no era tan buena como antaño, pero de nuevo vio un destello de delicado movimiento. Y su corazón palpitó excitado al ver la suave curva de una pierna que arrastraba un fino manto y desaparecía detrás de un árbol.
¡Una dríada!
Trahern olvidó la reunión del consejo, en su afán de encontrar al espíritu de los bosques. Su morada debía de estar cerca. ¿Sería posible que lo estuviese llamando?
Trahern sabía que, en ocasiones, una dríada llamaba a un druida para que fuese a vivir con ella durante un tiempo. Estos druidas nunca hablaban después de su experiencia, pero sus ojos parecían evocar recuerdos ciertamente agradabilísimos. Ahora, ¡tál vez el llamado había sido él!
El druida distinguió de nuevo la esbelta forma al deslizarse detrás de otro árbol. Esta vez, la figura se volvió, incitante, y él vio unos ojos que centelleaban y oyó el cascabeleo de una risa musical.
Resoplando a causa del esfuerzo, Trahern siguió a la dríada alrededor de otro árbol. Tanto era su afán que a punto estuvo de tropezar y caer, pero, al rodear el tronco de un roble gigantesco, se encontró muy cerca del hada.
Y allí cayó Kazgoroth sobre él.
El plumoso señuelo se elevó en el aire, agitando las alas como un pájaro herido, y Tristán sacó rápidamente una flecha y apuntó. Soltó ésta y se maldijo al fallar el blanco por unas dos varas.
El señuelo siguió volando y, debajo de él, en el suelo, corrió una forma de color castaño. Canthus siguió al volante objeto durante más de cien pasos. Cuando éste empezó por fin a bajar, el gran perro se agachó para tomar impulso y saltó en el aire. El señuelo estaba todavía a un poco más de dos varas del suelo cuando las poderosas mandíbulas del perro se cerraron sobre él.
El gran podenco había engordado en las pocas semanas que llevaba en posesión de Tristán. Su mandíbula cuadrada, el grueso cuello ceñido por un collar claveteado y el robusto lomo hacían de él un animal muy poderoso. Sus largas patas y su fuerza eran garantía de su velocidad.
—¡Buena presa! —aplaudió Robyn, mientras Daryth silbaba para que volviese el perro.
—Al menos uno de vosotros podría poner alguna carne sobre la mesa —gruñó Arlen, mirando contrariado a Tristán.
—¡Basta del maldito arco! —gritó Tristán, arrojando al suelo el arma que tanto le costaba dominar—. ¡Puedo cuidar bien de mí mismo con mi espada!
—Desde luego —convino el hombre mayor—. Pero ¡nunca serás rey de los ffolk si no pueden ver que manejas el arco tan bien como la espada!
—Yo no quiero ser rey —replicó el principe—. Me voy a la villa.
Se volvió y echó a andar, apartándose de su maestro y de Robyn.
—¡Tristán Kendrick! —La voz de Robyn estaba llena de reproches—. Dices que no quieres ser rey, ¡pero sin duda te gusta portarte como tal! ¿Dónde aprendiste a ser tan rudo con tu maestro?, ¿en Gwynneth?
El príncipe se volvió, reprimiendo un irritado comentario, y miró a Robyn y a Arlen. Daryth se mantenía apartado, simulando no prestar atención.
—Tienes razón —reconoció, bajando la mirada y sacudiendo la cabeza—. Lo siento, viejo amigo —añadió, tendiéndole la mano.
El viejo guerrero la estrechó brevemente y dijo con brusquedad:
—Prepárate. —Dispuso otro señuelo y se volvió hacia el príncipe—. Y presta atención, ¡maldita sea! La última vez fallaste por descuido: te olvidaste del viento y del movimiento del blanco.
Una y otra vez se elevó el señuelo, y el príncipe disparó sus flechas con el poderoso arco. Cada vez que fallaba aumentaba su irrigación, aunque varias flechas rozaron el blanco. El príncipe observó que Robyn se había situado junto a Daryth, quien dirigía al incansable Canthus para que fuera en busca de la presa.
—Otra vez —dijo Tristán, casi gruñendo, mientras estiraba la cuerda del arco.
Arlen alargó el brazo, el mecanismo lanzador dio un chasquido y de nuevo el pájaro artificial aleteó en el aire. Mientras Canthus corría por el herboso brezal, el príncipe sacó rápidamente una flecha y la sujetó al arco. En un instante, la cuerda quedó tensa junto a la oreja de Tristán, quien miró a lo largo del asta hacia el pájaro que se elevaba y giraba en el aire.
Tristán afinó la puntería, previendo el vuelo del pájaro y teniendo en cuenta que el viento había amainado de pronto, hasta cesar casi por completo. El príncipe soltó la flecha y observó cómo se dirigía hacia el blanco.
Dio de lleno en éste y numerosas plumas revolotearon en el aire. Detenido por el impacto, el pájaro comenzó a caer; el gran podenco dio media vuelta, saltó, y sujetó los restos del blanco con las mandíbulas.
—Muy bien, muchacho —gruñó Arlen, en lo que era para él una exaltada muestra de complacencia—. ¡Todavía hay esperanzas de que puedas ser un buen arquero!
Tristán sonrió débilmente, aliviado por su éxito pero contrariado por las frustraciones anteriores. Sin embargo, la alabanza le había complacido.
—Ahora deja un momento de disparar y come —ordenó Robyn, volviendo con Daryth junto al alumno y al maestro.
El príncipe la miró con severidad, pero ella no le prestó atención.
—Toma; te he preparado algo —dijo, ofreciendo un cuenco tapado al príncipe.
Tristán, absorto en admirar las fuertes mandíbulas de Canthus mientras Daryth cogía el destrozado pájaro artificial, asió el cuenco y lo destapó distraídamente.
Un murmullo de enojo le llamó la atención y entonces se dio cuenta de que Robyn había estado esperando que dijese algo. Pero ahora era demasiado tarde; ella se alejaba ya en dirección al calishita. Tristán miró hacia abajo y vio que ella le había preparado uno de sus platos favoritos: una mezcla de setas, lechuga y cebolletas.
Echó a andar para darle las gracias, pero ella le volvió intencionadamente la espalda y ofreció un cuenco similar a Daryth. El príncipe, dolido, se sentó en el suelo y empezó a masticar la comida.
—¡Hola! —gritó una vocecilla desde abajo, y Tristán vio la diminuta figura de Pawldo que subía por la ladera.
El robusto y pequeño halfling iba equipado para una caminata, pero se dejó caer de buen grado sobre la hierba, como si no tuviese prisa en ir a ninguna parte.
—Veo que aprende deprisa —dijo, señalando con la cabeza al gran podenco que yacía, jadeando, sobre la hierba calentada por el sol.
—Sí. Ojalá su dueño fuese la mitad de diestro —farfulló Arlen para regocijo de todos, menos de Tristán.
Ciertamente, Canthus se había adaptado bien a la vida de Caer Corwell. En menos de dos semanas, había aprendido todas las órdenes que Daryth le daba con la mano para dirigirlo.
Corría más rápido y saltaba más alto que cualquier otro perro que el príncipe o Daryth hubiesen visto jamás. Cuando Canthus se incorporó a la jauría de Tristán, se había producido un breve enfrentamiemo con Angus, a base de gruñidos. El viejo perro había bufado y erizado la pelambre, pero se había calmado por completo cuando Canthus se había apretado, casi cariñosamente, contra el cuello pellejudo de Angus. Desde aquel momento, Canthus había sido el jefe.
—¿Cuándo vas a llevarlo a una cacería de verdad? —preguntó el halfling—. Espero que no aguardarás hasta que hayas aprendido a disparar... ¡La vida del perro es corta!
De nuevo rieron sus compañeros a sus expensas, y Tristán sintió que se ponía colorado.
—Claro que no —respondió—. Hemos hablado de salir de caza al bosque de Llyrath la semana próxima.
—¡Espléndido! —dijo Pawldo—. Estoy empezando a aburrirme en Lowhill, aunque confieso que la compañía de Allian es muy agradable. No me vendría mal un poco de ejercicio en el bosque. ¡Ir de caza! ¿Cuándo partimos?
—Tendremos que hablar con mi padre —respondió Tristán—. Pero estoy seguro de que será pronto.
—¡Magnífico! —exclamó Daryth—. Estoy ansioso de ver algo más de esta isla.
Tristán advirtió que el acento extranjero del calishita se hacía mencs ostensible día tras día.
—Yo iré también —anunció Robyn.
El príncipe la miró, sorprendido.
—Pero siempre has aborrecido la caza... —empezó a decir.
—Y la aborrezco —replicó ella—. Sin embargo, hay ciertos tipos de hongos que quiero coleccionar este año, y no pueden encontrarse en parte alguna de Gwynneth, salvo en Llyrath. Cerraré los ojos a la insensata matanza que sin duda vais a hacer... A menos, desde luego, que prefieras que vaya sola.
—¡Claro que no! —exclamaron Arlen y Tristán al mismo tiempo.
Daryth arqueó las cejas.
—¿Qué es ese bosque de Llyrath? ¿Alguna especie de trampa mortal?
—No —dijo Tristán, echándose a reír—. Pero es la parte más salvaje del reino. Podríamos encontrarnos con jabalíes o incluso con osos; hay allí pocos moradores humanos.
Tristán se volvió a Robyn.
—Y me gustará que vengas con nosotros. Sólo había pensado que no te gustaría. Eso es todo.
—Puedes estar seguro de que no os estorbaré demasiado —declaró fríamente ella.
En realidad, Tristán sabía que el conocimiento de Robyn de los bosques era superior al suyo. Arlen lo había instruido bien al respecto, pero Robyn mantenía con ellos una extraña relación.
—Entonces, todo arreglado —exclamó la joven—. ¡Salgamos mañana!
—¿Cuánto tardaremos en llegar allí? —inquirió Daryth.
—Sólo un par de días, aunque después querremos pasar algún tiempo en el bosque. ¿Cuánto calculas, en total? —preguntó el príncipe a Arlen.
—Digamos diez días. ¿Podremos salir mañana?
—Supongo que tú vendrás con nosotros, Pawldo —dijo el príncipe y, cuando el halfling asintió satisfecho, añadió—: ¡Entonces seremos cinco! —El grupo echó a andar hacia el castillo—. Llevaremos diez caballos; los tomaré de los establos.
—Yo recogeré pieles para dormir y una olla —ofreció Robyn.
Pawldo y Arlen convinieron en llevar algo de comida, para el caso de que la caza fuese poco fructífera, y Daryth quedó encargado de los perros. Cuando llegaron al castillo, habían trazado todo el plan de la expedición. Partirían al amanecer.
El grupo se separó en el castillo y cada cual se fue a empezar sus preparativos.
Tristán entró en el gran salón y encontró a su padre sentado a solas junto a las ascuas de un fuego moribundo. No levantó la cabeza al entrar el príncipe. Los postigos de las largas ventanas estaban abiertos, pero todavía parecía imperar en la estancia un frío intenso y turbador.
—Padre, vamos a ir de caza... al bosque de Llyrath.—Tristán maldijo en silencio el nerviosismo que siempre se manifestaba en su voz cuando hablaba con su padre—. Arlen nos acompañará. Estaremos fuera diez días..., tal vez quince.
Durante un momento, el príncipe se preguntó si su padre lo había oído, pues el rey no daba muestras de ello. Por último, éste se volvió y miró fríamente a su hijo.
—Creo que te conviene —declaró el rey Kendrick, en tono despectivo—. Es mejor que ir con fulanas y beber, cosas en las que, según me han dicho, te distingues. ¡Eres la deshonra de la corona!