»El espíritu atormentado de Jawahal vive desde aquel día unido a la máquina infernal que él mismo creó y que, en la hora de la muerte, le dio vida eterna como un espectro de la oscuridad. Él y el Pájaro de Fuego son uno solo. Ésa es su maldición: una unión de espíritu de rabia y máquina de destrucción. Un alma de fuego atrapada en el interior de las calderas de ese tren en llamas. Y ahora esa alma busca un nuevo hogar.
»Por eso os busca, porque en el momento en que alcanzáis la edad adulta, el espíritu de Jawahal necesita a uno de sus hijos para seguir viviendo. Para habitar en su cuerpo y extender así su poder hasta el mundo de los vivos. Sólo uno de vosotros puede sobrevivir. El otro, aquél en cuya alma no tenga cabida el espíritu de Jawahal, debe morir para que él pueda seguir viviendo. Hace dieciséis años juró que os buscaría y os haría suyos. Y él siempre cumplió sus promesas. En vida y después de ella. Sed conscientes de que, mientras os desvelo estos hechos, Jawahal ya ha elegido a uno de los dos para que albergue su alma maldita. Sólo él sabe a quién.
»La providencia quiso concederos una oportunidad cuando hace dieciséis años el teniente Peake se introdujo en el laberinto de túneles de Jheeter's Gate y descubrió el cuerpo sin vida de Kylian suspendido en el vacío sobre su propia sangre derramada. Vuestro llanto llegó a sus oídos y el teniente, tragándose su dolor, os buscó y os arrebató de las manos del espíritu de vuestro padre. Pero no pudo llegar muy lejos. Sus pasos le llevaron hasta mi puerta, donde os entregó y huyó de nuevo.
»Cuando algún día debas explicarle esta historia a tu hermana Sheere, no olvides nunca, nunca jamás, que el espíritu de venganza que volvió de las llamas de Jheeter's Gate aquella noche y acabó con el teniente Peake cuando trataba de salvaros a vosotros dos no era tu padre. Tu padre murió en el incendio, entre las almas inocentes de los niños. Quien volvió del infierno para destruirse a sí mismo, al fruto de su matrimonio y su obra no fue más que un espectro. Un espíritu consumido por el diablo del rencor, el odio y el horror que los hombres sembraron en su corazón. Ésa es la verdad y nada ni nadie podrá cambiarla.
»Si existe un Dios, o cientos de ellos, que me perdonen por el daño que os he podido infligir al narrar los hechos tal y como sucedieron…».
¿Qué puedo decir? ¿Qué palabras podría encontrar para expresar la tristeza que leí aquel anochecer de Mayo en los ojos de Ben, mi mejor amigo? La búsqueda en el pasado nos había desvelado una cruel lección y nos había revelado la vida como un libro en el que era preferible no volver las páginas atrás; un camino en el que no importaba la dirección que tomásemos, nunca podríamos elegir nuestro propio destino. Y deseé haber tomado ya aquel barco que había de llevarme lejos de allí y que partiría al día siguiente. La cobardía se fundía en mí con el dolor que sentía por mi amigo y con el amargo sabor de la verdad.
Todos escuchamos en silencio el relato de Aryami Y ninguno de nosotros osó formular una sola pregunta, aunque cientos de ellas bullían en nuestras mentes. Sabíamos que por fin todas las líneas de nuestro destino confluían en un lugar, una cita que nos esperaba ineludiblemente al caer la noche en las tinieblas de Jheeter's Gate.
Cuando salimos al cielo abierto, las últimas luces del día se extinguían en una cinta escarlata tendida sobre el azul profundo de las nubes de Bengala. Una tenue llovizna impregnó nuestros rostros mientras enfilábamos aquella vía muerta que partía del patio trasero de la casa de Lahawaj Chandra Chatterghee hacia la gran estación al otro lado del río Hooghly, atravesando el Oeste de la ciudad negra.
Recuerdo que, poco antes de cruzar el puente de metal sobre el Hooghly, que conducía directamente a las fauces de Jheeter’s Gate, Ben nos hizo prometer con lágrimas en los ojos que nunca, bajo ninguna razón, revelaríamos lo que habíamos escuchado aquella noche. Juró que si él tenía noticia de que Sheere había llegado a averiguar la verdad sobre su padre, sobre aquel espejismo que había alimentado su vida desde la niñez, por boca de uno de nosotros, le mataría con sus propias manos. Todos nos comprometimos a guardar el secreto.
Sólo quedaba ya una pieza para completar nuestra historia: la guerra…
Calcuta, 29 de mayo de 1932.
La sombra del temporal precedió la llegada de la medianoche y tendió lentamente un extenso y plomizo manto sobre Calcuta que resplandecía como un sudario ensangrentado a cada estallido de la furia eléctrica que albergaba en su seno. El fragor de la tormenta que se avecinaba dibujaba en el cielo una inmensa araña de luz que parecía tejer su red sobre la ciudad. Mientras, la fuerza del viento del Norte barría la neblina sobre el río Hooghly y desnudaba a la noche cerrada el esqueleto devastado del puente de metal.
La silueta de Jheeter's Gate se irguió entre la niebla fugaz. Un rayo descendió del cielo hasta la aguja de la cúpula de la bóveda central de la estación y se encendió en una hiedra de luz azul que recorrió la retícula de arcos y vigas de acero hasta los cimientos.
Los cinco muchachos se detuvieron frente al umbral del puente; sólo Ben y Roshan se adelantaron unos pasos en dirección a la estación. Los dos raíles dibujaban una senda recta flanqueada por dos líneas plateadas que se hundían directamente en la boca de la estación. La Luna se ocultó tras el manto de nubes y la ciudad pareció quedar al amparo de la lumbre de una lejana vela azul.
Ben examinó con cautela el recorrido del puente en busca de fisuras o grietas que pudieran enviarlos directamente a la corriente nocturna del río, pero apenas era posible vislumbrar más que la guía resplandeciente de los raíles entre la maleza y los escombros. El viento arrastraba un rumor enmascarado desde la otra orilla del río. Ben miró a Roshan, que observaba nerviosamente las fauces oscuras de la estación. Éste se acercó hasta los raíles y se agachó junto a ellos, sin apartar la mirada de Jheeter's Gate. El muchacho posó la palma de la mano sobre la superficie de uno de los raíles y la retiró súbitamente, como si hubiese recibido una descarga eléctrica.
—Está vibrando —dijo Roshan, atemorizado—. Como si se acercase un tren.
Ben se acercó y palpó la larga estría de metal. Roshan le miró, ansioso.
—Es la vibración del río contra el puente —le tranquilizó—. No hay ningún tren.
Seth y Michael se aproximaron a ellos mientras Ian se arrodillaba a asegurarse los zapatos con doble nudo, un ritual que reservaba para las situaciones en que sus nervios se convertían en cables de acero.
Ian alzó la vista y le sonrió tímidamente, sin mostrar ni un ápice del temor que Ben sabía que rezumaba, al igual que en los demás y que en él mismo.
—Yo esta noche haría un nudo triple —bromeó Seth.
Ben sonrió y los miembros en activo de la Chowbar Society intercambiaron una mirada abierta y expectante. Un segundo después, todos procedieron a imitar a Ian y a reforzar los nudos de sus zapatos, conjurando aquel talismán que tan buen resultado había dado a su compañero en otros lances.
Poco después formaron una fila india abierta por Ben y cerrada por Roshan en la retaguardia y se adentraron con precaución en el puente. Ben, aconsejado por Seth, puso esmero en pisar cerca del raíl, donde la estructura del puente era más sólida. A pleno día resultaba sencillo sortear los maderos rotos y ver con antelación las zonas que habían cedido al paso del tiempo y pendían como toboganes directos al centro del río, pero a medianoche y bajo las nubes del temporal que se aproximaba, el trazado se transformaba en un bosque plagado de trampas en el que casi había que avanzar paso a paso, palpando el terreno.
No habían completado apenas una cincuentena de metros, una cuarta parte del recorrido, cuando Ben se detuvo y alzó la mano en señal de alto. Sus compañeros miraron al frente sin comprender. Por un instante permanecieron en silencio, inmóviles sobre las vigas que basculaban gelatinosamente bajo el continuo envite del río que rugía a sus pies.
¿Qué pasa? —preguntó Roshan desde el final de la formación—. ¿Por qué nos detenemos?
Ben señaló hacía Jheeter's Gate y todos pudieron ver dos arterias de fuego que se abrían camino hacia ellos sobre los raíles a gran velocidad.
—¡A un lado! —gritó Ben.
Los cinco muchachos se lanzaron al suelo y las dos paredes de fuego cortaron el aire junto a ellos, con la rabia de dos cuchillas de gas encendido. Su paso produjo un intenso efecto de succión, arrastró consigo trozos del tendido y sembró un rastro de llamas sobre el puente.
—¿Todo el mundo está bien? —preguntó Ian, incorporándose y comprobando que parte de sus ropas humeaban y desprendían vapor.
Los demás asintieron en silencio.
—Aprovechemos para cruzar antes de que se extingan las llamas —sugirió Ben.
—Ben, creo que hay alguna cosa debajo del puente —apuntó Michael.
Los demás tragaron saliva. Un extraño sonido repiqueteaba bajo la plancha de metal a sus pies. La visión de unas garras de acero arañando la lámina se iluminó en la mente de Ben.
—Pues no nos quedaremos aquí para comprobarlo —replicó Ben—. Rápido.
Los miembros de la Chowbar Society aligeraron el paso y siguieron a Ben serpenteando por el puente hasta su extremo, sin detenerse a mirar atrás. Al pisar de nuevo tierra firme a escasos metros de la entrada a la estación, Ben se volvió e indicó a sus compañeros que se alejasen del entramado metálico.
—¿Qué era eso? —preguntó Ian a su espalda.
Ben se encogió de hombros.
—¡Mirad! —exclamó Seth—. ¡En el centro del puente!
Las miradas de todos se concentraron en aquel punto. Los raíles estaban adquiriendo una tonalidad rojiza que irradiaba en ambas direcciones y desprendía un ligero halo humeante. En pocos segundos, ambos raíles empezaron a combarse sobre sí mismos. La estructura entera del puente empezó a gotear gruesas lágrimas de metal fundido que caían sobre el Hooghly y producían explosiones violentas al impactar con la fría corriente.
Los cinco muchachos asistieron paralizados al sobrecogedor espectáculo de una estructura de acero de más de doscientos metros que se fundía ante sus ojos, como un bloque de manteca en una sartén ardiente. La luz ámbar del metal líquido se sumergió en el río y dibujó una densa pincelada sobre los rostros de los cinco amigos. Finalmente, el rojo incandescente dio paso a un tono metálico opaco, sin brillo, y los dos extremos se abatieron sobre el río como dos sauces de acero que hubieran quedado atrapados en la contemplación de su propia imagen.
El sonido furioso del acero chispeando en el agua se apaciguó lentamente. Entonces los cinco amigos pudieron escuchar a sus espaldas que la voz de la antigua sirena de la estación de Jheeter's Gate rasgaba la noche de Calcuta por primera vez en dieciséis años. Sin mediar palabra, se volvieron y cruzaron la frontera que los separaba del fantasmagórico escenario de la partida que se disponían a jugar.
Isobel abrió los ojos ante el alarido de la sirena que recorrió los túneles imitando la advertencia de un bombardeo. Sus pies y manos estaban sujetos firmemente a dos largas barras de metal herrumbrosas. La única claridad que percibía se filtraba desde la rejilla de un respiradero situado sobre ella. El eco de la sirena se perdió lentamente…
De pronto escuchó que algo se arrastraba hacia el orificio de la trampilla. Miró hacia las rendijas de luz y observó que el rectángulo de claridad se oscurecía y la trampilla se abría. Cerró los ojos y contuvo la respiración. El cierre de los ganchos metálicos que la inmovilizaban de pies y manos saltó con un chasquido y sintió una mano de largos dedos que la asía por la base del cuello y la alzaba en vertical a través de la trampilla. La muchacha no pudo evitar gritar de terror y su secuestrador la lanzó contra la superficie del túnel como un peso muerto.
Abrió los ojos y contempló una silueta alta y negra, inmóvil, frente a ella, una figura sin rostro.
—Alguien ha venido por ti —murmuró la faz invisible—. No les hagamos esperar.
Al instante, dos pupilas ardientes se encendieron sobre aquel rostro, fósforos prendiendo en la oscuridad. La figura la agarró por el brazo y la arrastró a través del túnel. Tras lo que le parecieron horas de agónica caminata en la oscuridad, Isobel distinguió la silueta fantasmal de un tren detenido en las sombras. Se dejó arrastrar hasta el vagón de cola y no opuso resistencia cuando fue empujada al interior con fuerza, donde quedó encerrada.
Isobel había caído de bruces sobre la superficie carbonizada del vagón y notó una profunda punzada de dolor en el vientre. Un objeto le había abierto un corte de varios centímetros. Gimió. El terror se apoderó de ella totalmente al percibir unas manos que la aferraban y trataban de darle la vuelta. Gritó y se enfrentó al rostro sucio y exhausto de lo que parecía ser un muchacho todavía mas asustado que ella.
—Soy yo, Isobel —murmuró Siraj—. No tengas miedo.
Por primera vez en su vida, Isobel dejó que sus lágrimas fluyesen sin freno frente a Siraj y abrazó el cuerpo huesudo y débil de su amigo.
Ben y sus compañeros se detuvieron al pie del reloj, con sus agujas caídas, que se alzaba en el andén principal de Jheeter’s Gate. A su alrededor se desplegaba un amplio e insondable escenario de sombras y luces angulosas que entraban desde la claraboya de acero y cristal, y que dejaban entrever los rastros de lo que algún día había sido la más suntuosa estación de tren jamás soñada, una catedral de hierro erigida al dios del ferrocarril.
Al contemplarla desde allí, los cinco muchachos pudieron imaginar el semblante que Jheeter’s Gate había lucido antes de la tragedia. Una majestuosa bóveda luminosa tendida por arcos invisibles que parecían suspendidos del cielo y cubrían hileras e hileras de andenes alineados en curva, en forma de ondas dibujadas por una moneda en un estanque. Grandes carteles que anunciaban las salidas y llegadas de los trenes. Lujosos quioscos de metal labrado y relieves victorianos. Escalinatas palaciegas que ascendían por conductos de acero y cristal hacia los niveles superiores y creaban pasillos suspendidos en el aire. Las multitudes deambulando por sus salas y abordando largos expresos que habrían de llevarlos a todos los puntos del país… De todo aquel esplendor apenas quedaba más que un oscuro reflejo truncado, convertido en el amago de antesala al infierno que sus túneles parecían prometer.
Ian se fijó en las agujas del reloj, deformadas por las llamas, y trató de imaginar la magnitud del incendio. Seth se unió a él, ambos evitaron comentarios.