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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

El palacio de la medianoche

 

Año de publicación:
1994

Sinopsis:
Calcuta, 1932: El corazón de las tinieblas. Un tren en llamas atraviesa la ciudad. Un espectro de fuego siembra el terror en las sombras de la noche. Pero eso no es más que el principio. En la víspera de cumplir los 16 años, Ben, Sheere y sus amigos deberán enfrentarse al más terrible y mortífero enigma en la historia de la ciudad de los palacios.

Carlos Ruiz Zafón

El palacio de la medianoche

Trilogía de la Niebla - 2

ePUB v2.1

akilino
10.08.12

Título original:
El palacio de la medianoche

Carlos Ruiz Zafón, 1994.

Editor: akilino

Corrección de erratas: Reagal

ePub base v2.0

Para la Bruja, del Dragón…

(Bujona: ¿Uta chu dagon? ¿Pise resio? ¿Ma dara chikei?)

Nunca podré olvidar la noche que nevó sobre Calcuta. El calendario del orfanato del St. Patricks desgranaba los últimos días de mayo de 1932 y dejaba atrás uno de los meses más calurosos que recordaba la historia de la ciudad de los palacios.

Día a día esperábamos con tristeza y temor la llegada de aquel verano en que cumpliríamos los dieciséis años y que habría de significar nuestra separación y la disolución de la Chowbar Society, aquel club secreto y reservado a siete miembros exclusivos que había sido nuestro hogar durante años en el orfanato. Allí crecimos sin otra familia que nosotros mismos y sin otros recuerdos que las historias que contábamos al llegar la madrugada en torno al fuego, en el patio de la vieja casa abandonada que se alzaba en la esquina de Cotton Street y Brabourne Road, un caserón en ruinas que habíamos bautizado como el Palacio de la Medianoche. No sabía entonces que aquella era la última vez que vería el lugar en cuyas calles me crié y cuyo embrujo me ha perseguido hasta hoy.

No volví a Calcuta después de aquel año, pero siempre fui fiel a la promesa que todos hicimos en silencio bajo la lluvia blanca a orillas del río Hooghly: no olvidar jamás lo que habíamos presenciado. Los años me han enseñado a atesorar en la memoria cuanto sucedió durante aquellos días y a conservar las cartas que recibía desde la ciudad maldita y que han mantenido viva la llama de mi recuerdo. Supe así que nuestro antiguo palacio fue derribado para alzar sobre sus cenizas un edificio de oficinas y que Mr. Thomas Carter, el director del St. Patricks, falleció tras haber pasado los últimos años de su vida en la oscuridad, después de producirse el incendio que cerró sus ojos para siempre.

Lentamente, tuve noticia de la progresiva desaparición de los escenarios en que vivimos aquellos días. La furia de una ciudad que se devoraba a sí misma y el espejismo del tiempo acabaron por borrar el rastro de los miembros de la Chowbar Society.

De este modo, sin elección, tuve que aprender a vivir con el temor de que esta historia se perdiera para siempre por falta de un narrador.

La ironía del destino ha querido que sea yo, el menos indicado, el peor dotado para la tarea, quien emprenda la labor de relatarla y desvelar el secreto que hace ya tantos años nos unió y nos separó a la vez para siempre en la antigua estación del ferrocarril de Jheeter’s Gate. Hubiera preferido que fuese otro el encargado de rescatar esta historia del olvido, pero una vez más la vida me ha mostrado que mi papel era el de testigo, no el de protagonista.

Durante todos estos años he guardado las escasas cartas de Ben y Roshan, atesorando los documentos que daban luz al destino de cada uno de los miembros de nuestra sociedad particular, releyéndolos una y otra vez en voz alta en la soledad de mi estudio. Quizá porque de algún modo intuía que la fortuna me había hecho depositario de la memoria de todos nosotros. Quizá porque comprendía que, de entre aquellos siete muchachos, yo siempre fui el más reticente al riesgo, el menos brillante y osado y, por tanto, el que más posibilidades tenía de sobrevivir.

Con ese espíritu, en la confianza de que no me traicionara el recuerdo, trataré de revivir los misteriosos y terribles sucesos que acontecieron durante aquellos cuatro ardientes días de mayo de 1932.

No será tarea fácil y apelo a la benevolencia de mis lectores hacía mi torpe pluma a la hora de rescatar del pasado aquel verano de tinieblas en la ciudad de Calcuta. He puesto todo mi empeño en reconstruir la realidad y en remontarme a los turbios episodios que habrían de trazar inexorablemente la línea de nuestro destino. No me queda ya más que desaparecer de la escena y permitir que sean los propios hechos los que hablen por sí mismos.

Nunca podré olvidar los rostros de aquellos muchachos asustados la noche en que nevó sobre Calcuta.

Pero, como mi amigo Ben me enseñó que siempre debía hacerse, empezaré mi historia por el principio…

El retorno de la oscuridad

Calcuta, mayo de 1916.

Poco después de la medianoche, una barcaza emergió de la neblina nocturna que ascendía de la superficie del río Hooghly como el hedor de una maldición. A proa, bajo la tenue claridad que proyectaba un candil agonizante asido al mástil, podía adivinarse la figura de un hombre envuelto en una capa bogando trabajosamente hacia la orilla lejana. Más allá, al Oeste, el perfil de Fort William en el Maidán se erguía bajo un manto de nubes de ceniza a la luz de un infinito sudario de faroles y hogueras que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Calcuta.

El hombre se detuvo unos segundos a recuperar el aliento y a contemplar la silueta de la estación de Jheeter's Gate que se perdía definitivamente en la tiniebla que cubría la otra orilla del río. A cada metro que se adentraba en la bruma, la estación de acero y cristal se confundía con otros tantos edificios anclados en esplendores olvidados. Sus ojos vagaron entre aquella selva de mausoleos de mármol ennegrecido por décadas de abandono y paredes desnudas a las que la furia del monzón había arrancado su piel ocre, azul y dorada y las había desdibujado como acuarelas desvaneciéndose en un estanque.

Tan sólo la certeza de que apenas le quedaban unas horas de vida, quizá unos minutos, le permitió continuar la marcha, abandonando en las entrañas de aquel lugar maldito a la mujer a quien había jurado proteger con su propia vida. Aquella noche, mientras el teniente Peake emprendía su último viaje a Calcuta a bordo de una vieja barcaza, cada segundo de su vida se desvanecía bajo la lluvia que había llegado al amparo de la madrugada.

Al tiempo que luchaba por arrastrar la nave hacia la orilla, el teniente podía escuchar el llanto de los dos niños ocultos en el interior de la sentina. Peake volvió la vista atrás y comprobó que las luces de la otra barcaza parpadeaban apenas un centenar de metros tras él, ganando terreno. Podía imaginar la sonrisa de su perseguidor, saboreando la caza. Inexorable.

Ignoró las lágrimas de hambre y frío de los niños y dedicó todas las fuerzas que le restaban a pilotar la nave hasta el margen del río que venía a morir en el umbral del laberinto insondable y fantasmal de las calles de Calcuta. Doscientos años habían bastado para transformar la densa jungla que crecía alrededor del Kalighat en una ciudad donde Dios no se habría atrevido a entrar jamás.

En pocos minutos la tormenta se había cernido sobre la ciudad con la cólera de un espíritu destructor. A mediados de abril y hasta bien entrado el mes de junio, la ciudad se consumía en las garras del llamado verano indio. Durante esos días, la ciudad soportaba temperaturas de 40 grados y un nivel de humedad al filo de la saturación. Minutos después, bajo el influjo de violentas tormentas eléctricas que convertían el cielo en un lienzo de pólvora, los termómetros podían descender 30 grados en cuestión de segundos.

El manto torrencial de la lluvia velaba la visión de los raquíticos muelles de madera podrida que se balanceaban sobre el río. Peake no cejó en su empeño hasta sentir el impacto del casco contra los maderos del muelle de pescadores y, sólo entonces, caló la vara en el fondo fangoso y se apresuró a buscar a los niños, que yacían envueltos en una manta. Al tomarlos en sus brazos, el llanto de los bebés impregnó la noche como el rastro de sangre que guía al depredador hasta su presa. Peake los apretó contra su pecho y saltó a tierra.

A través de la espesa cortina de agua que caía con furia se podía observar la otra barcaza aproximándose lentamente a la orilla como una nave funeraria. Sintiendo el latigazo del pánico, Peake corrió hacia las calles que bordeaban el Maidán por el Sur y desapareció en las sombras de aquel tercio de la ciudad al que sus privilegiados habitantes, europeos y británicos en su mayoría, denominaban la ciudad blanca.

Tan sólo albergaba una esperanza de poder salvar la vida de los niños, pero estaba aún lejos del corazón del sector Norte de Calcuta, donde se alzaba la morada de Aryami Bosé. Aquella anciana era la única que podía ayudarle ahora. Peake se detuvo un instante y oteó la inmensidad tenebrosa del Maidán en busca del brillo lejano de los pequeños faroles que dibujaban estrellas parpadeantes al Norte de la ciudad. Las calles oscuras y enmascaradas por el velo de la tormenta serían su mejor escondite. El teniente asió a los niños con fuerza y se alejó de nuevo en dirección Este, en busca del cobijo de las sombras de los grandes edificios palaciegos del centro de la ciudad.

Instantes después, la barcaza negra que le había dado caza se detuvo junto al muelle. Tres hombres saltaron a tierra y amarraron la nave. La compuerta de la cabina se abrió lentamente y una oscura silueta envuelta en un manto negro recorrió la pasarela que los hombres habían tendido desde el muelle, ignorando la lluvia. Una vez en tierra firme, alargó su mano envuelta en un guante negro y, señalando hacia el punto donde Peake había desaparecido, esbozó una sonrisa que ninguno de sus hombres pudo ver bajo la tormenta.

La carretera oscura y sinuosa que cruzaba el Maidán y bordeaba la fortaleza se había transformado en un barrizal bajo los envites de la lluvia. Peake recordaba vagamente haber cruzado aquella parte de la ciudad durante sus tiempos de luchas callejeras a las órdenes del coronel Hewelyn, a plena luz del día y a las riendas de un caballo junto a un escuadrón del ejército sediento de sangre. El destino, irónicamente, le llevaba ahora a recorrer aquella extensión de campo abierto que Lord Clive había hecho arrasar en 1758 para que los cañones de Fort William pudieran disparar libremente en todas direcciones. Pero esta vez, él era la presa. El teniente corrió desesperadamente hacia la arboleda, mientras sentía sobre él las miradas furtivas de silenciosos vigilantes ocultos entre las sombras, habitantes nocturnos del Maidán. Sabía que nadie saldría a su paso para asaltarle y arrebatarle la capa o los niños que lloraban en sus brazos. Los moradores invisibles de aquel lugar podían oler el rastro de la muerte pegada a sus talones y ningún alma osaría interponerse en el camino de su perseguidor. Peake saltó las verjas que separaban el Maidán de Chowringhee Road y se internó en la arteria principal de Calcuta. La majestuosa avenida se extendía sobre el antiguo trazado del camino que, apenas trescientos años antes, cruzaba la jungla bengalí en dirección Sur, hacia el templo de Kali, el Kalighat, que había dado origen al nombre de la ciudad. El habitual enjambre nocturno que merodeaba en las noches de Calcuta se había retirado ante la lluvia y la ciudad ofrecía el aspecto de un gran bazar abandonado y sucio. Peake sabía que la cortina de agua que ahogaba la visión y le servía de cobertura en la noche cerrada podía desvanecerse tan rápidamente como había aparecido. Las tempestades que se adentraban desde el océano hasta el delta del Ganges se alejaban rápidamente hacia el Norte o hacia el Oeste tras descargar su diluvio purificador sobre la península de Bengala, dejando un rastro de brumas y calles anegadas por charcas ponzoñosas donde los niños jugaban sumergidos hasta la cintura y donde los carromatos se quedaban varados igual que buques a la deriva.

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