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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

El palacio de la medianoche (2 page)

Peake corrió rumbo al extremo Norte de Chowringhee Road hasta sentir que los músculos de sus piernas flaqueaban y que apenas era capaz de seguir sosteniendo el peso de los niños en sus brazos. Las luces del sector Norte parpadeaban en las proximidades bajo el telón aterciopelado de la lluvia. El teniente era consciente de que no podría seguir manteniendo aquel ritmo por mucho más tiempo y de que la casa de Aryami Bosé aún se encontraba lejos de allí. Precisaba hacer un alto en la marcha.

Se detuvo a recuperar el aliento oculto bajo las escalinatas de un viejo almacén de telas cuyos muros estaban sembrados de carteles anunciando su pronto derribo por orden oficial. Recordaba vagamente haber inspeccionado aquel lugar años atrás bajo la denuncia de un rico comerciante que afirmaba que en su interior se ocultaba un importante fumadero de opio.

Ahora, el agua sucia se filtraba entre los escalones desvencijados, recordaba sangre negra brotando de una herida profunda. El lugar aparecía desolado y desierto. El teniente alzó a los niños hasta su rostro y contempló los ojos aturdidos de los bebés; ya no lloraban, pero se estremecían de frío. La manta que los cubría estaba empapada. Peake tomó las diminutas manos en las suyas con la esperanza de darles calor mientras oteaba entre las rendijas de la escalinata en dirección a las calles que emergían del Maidán. No recordaba cuántos asesinos había reclutado su perseguidor, pero sabía que sólo quedaban dos balas en su revólver. Dos balas que debía administrar con tanta astucia como fuera capaz de conjurar; había disparado el resto de la munición en los túneles de la estación. Envolvió de nuevo a los niños en la manta con el extremo menos húmedo del tejido y los dejó unos segundos en un espacio de suelo seco que se adivinaba bajo una oquedad en la pared del almacén.

Peake extrajo su revólver y asomó la cabeza lentamente bajo los escalones. Al Sur, Chowringhee Road, desierta, semejaba un escenario fantasmal esperando el inicio de la representación. El teniente forzó la vista y reconoció la estela de luces lejanas al otro lado del río Hooghly. El sonido de unos pasos apresurados sobre el empedrado anegado por la lluvia le sobresaltó y se retiró de nuevo a las sombras.

Tres individuos emergieron de la oscuridad del Maidán, un oscuro reflejo de Hyde Park esculpido en plena jungla tropical. Las hojas de los cuchillos brillaron en la penumbra como lenguas de plata candente. Peake se apresuró a tornar a los niños de nuevo en sus brazos e inspiró profundamente, consciente de que, si huía en ese momento, los hombres caerían sobre él al igual que una jauría hambrienta en cuestión de segundos.

El teniente permaneció inmóvil contra la pared del almacén y vigiló a sus tres perseguidores, que se habían detenido un instante en busca de su rastro. Los tres asesinos a sueldo intercambiaron unas palabras ininteligibles y uno de ellos indicó a los otros que se separaran. Peake se estremeció al comprobar que uno de ellos, el que había dado la orden de desplegarse, se dirigía directamente hacia las escaleras bajo las que se ocultaba. Por un segundo, el teniente pensó que el olor de su temor le conduciría hasta su escondite.

Sus ojos recorrieron desesperadamente la superficie del muro bajo las escalinatas en busca de alguna abertura por la que huir. Se arrodilló junto a la oquedad donde había dejado reposar a los niños segundos antes y trató de forzar los tablones desclavados y reblandecidos por la humedad. La lámina de madera, herida por la podredumbre, cedió sin dificultad y Peake sintió una exhalación de aire nauseabundo que emanaba del interior del sótano del edificio ruinoso. Volvió la vista atrás y observó al asesino, que apenas se encontraba a una veintena de metros del pie de la escalinata y blandía el cuchillo en sus manos.

Rodeó a los niños con su propia capa para protegerlos y reptó hacia el interior del almacén. Una punzada de dolor, a unos centímetros por encima de la rodilla, le paralizó súbitamente la pierna derecha. Peake se palpó con manos temblorosas y sus dedos rozaron el clavo oxidado que se hundía dolorosamente en su carne. Ahogando el grito de agonía, Peake asió la punta del frío metal, tiró de él con fuerza y sintió que la piel se desgarraba a su paso y que la tibia sangre brotaba entre sus dedos. Un espasmo de náusea y dolor le nubló la visión durante varios segundos. Jadeante, tomó de nuevo a los niños y se incorporó trabajosamente. Ante él se abría una fantasmal galería con cientos de estanterías vacías de varios pisos formando una extraña retícula que se perdía en las sombras. Sin dudarlo un instante, corrió hacia el otro extremo del almacén, cuya estructura herida de muerte crujía bajo la tormenta.

Cuando Peake emergió de nuevo al aire libre después de haber atravesado cientos de metros en las entrañas de aquel edificio ruinoso, descubrió que se hallaba a un centenar escaso de metros del Tiretta Bazar, uno de los muchos centros de comercio del área Norte. Bendijo su fortuna y se dirigió hacia el complejo entramado de calles estrechas y sinuosas que componían el corazón de aquel abigarrado sector de Calcuta, en dirección a la morada de Aryami Bosé.

Empleó diez minutos en recorrer el camino hasta el hogar de la última dama de la familia Bosé. Aryami vivía sola en un antiguo caserón de estilo bengalí que se alzaba tras la espesa vegetación salvaje que había crecido en el patio durante años, sin la intervención de la mano del hombre, y que le confería el aspecto de un lugar abandonado y cerrado. Sin embargo, ningún habitante del Norte de Calcuta, un sector también conocido como la ciudad negra, hubiera osado traspasar los límites de aquel patio y adentrarse en los dominios de Aryami Bosé. Quienes la conocían la apreciaban y respetaban tanto como la temían. No había una sola alma en las calles del Norte de Calcuta que no hubiera oído hablar de ella y de su estirpe en algún momento de su vida. Entre las gentes de aquel lugar, su presencia era comparable a la de un espíritu: Poderosa e invisible.

Peake corrió hasta el portón de lanzas negras que abría el sendero tomado por los arbustos en el patio y se apresuró hasta las escalinatas de mármol quebrado que ascendían a la puerta de la casa. Sosteniendo a los dos niños con un brazo, llamó repetidamente a la puerta con el puño, esperando que el fragor de la tormenta no ahogase el sonido de su llamada.

El teniente golpeó la puerta por espacio de varios minutos, con la vista fija en las calles desiertas a su espalda y alimentando el temor de ver aparecer a sus perseguidores en cualquier momento. Cuando la puerta cedió ante él, Peake se volvió y la luz de un candil le cegó mientras una voz que no había escuchado en cinco años pronunciaba su nombre en voz baja. Peake se cubrió los ojos con una mano y reconoció el semblante impenetrable de Aryami Bosé.

La mujer leyó en su mirada y observó a los niños. Una sombra de dolor se extendió sobre su rostro. Peake bajó la mirada.

—Ella ha muerto, Aryami —murmuró Peake—. Ya estaba muerta cuando llegué…

Aryami cerró los ojos y respiró profundamente. Peake comprobó que la confirmación de sus peores sospechas se abría camino en el alma de la dama como una salpicadura de ácido.

—Entra —le dijo finalmente, cediéndole el paso y cerrando la puerta a sus espaldas.

Peake se apresuró a depositar a los niños sobre una mesa y a despojarles de las ropas mojadas. Aryami, en silencio, tomó paños secos y envolvió a los niños mientras Peake avivaba el fuego para hacerles entrar en calor.

—Me siguen, Aryami —dijo Peake—. No puedo quedarme aquí.

—Estás herido —indicó la mujer señalando la punzada que el clavo del almacén le había producido.

—Es solamente un rasguño superficial —indicó Peake—. No me duele.

Aryami se acercó hasta él y tendió su mano para acariciar el rostro sudoroso de Peake.

—Tú siempre la quisiste…

Peake desvió la mirada hasta los pequeños y no respondió.

—Podrían haber sido tus hijos —dijo Aryami—. Quizá así hubiesen tenido mejor suerte.

—Debo irme ya, Aryami —concluyó el teniente—. Si me quedo aquí, no se detendrán hasta encontrarme.

Ambos intercambiaron una mirada derrotada, conscientes del destino que esperaba a Peake tan pronto volviese a las calles. Aryami tomó las manos del teniente entre las suyas y las apretó con fuerza.

—Nunca fui buena contigo —le dijo—. Temía por mi hija, por la vida que podía tener junto a un oficial británico. Pero estaba equivocada. Supongo que nunca me lo perdonarás.

—Eso ya no tiene ninguna importancia —respondió Peake—. Debo irme. Ahora.

Peake se acercó un último instante a contemplar a los niños que descansaban al calor del fuego. Los bebés le miraron con curiosidad juguetona y ojos brillantes, sonrientes. Estaban a salvo. El teniente se dirigió hasta la puerta y suspiró profundamente. Tras aquel par de minutos en reposo, el peso de la fatiga y el dolor palpitante que sentía en la pierna cayeron sobre él implacablemente. Había apurado hasta el último aliento de sus fuerzas para conducir a los bebés hasta aquel lugar y ahora dudaba de su capacidad para hacer frente a lo inevitable. Afuera, la lluvia seguía azotando la maleza y no había señal de su perseguidor ni de sus esbirros.

—Michael… —dijo Aryami a sus espaldas.

El joven se detuvo sin volver la vista atrás.

—Ella lo sabía —mintió Aryami—. Lo supo desde siempre y estoy segura de que, de alguna manera, te correspondía. Fue por mi culpa. No le guardes rencor.

Peake asintió en silencio y cerró la puerta a sus espaldas. Permaneció unos segundos bajo la lluvia y después, con el alma en paz, reemprendió el camino al encuentro de sus perseguidores. Deshizo sus pasos hasta llegar al lugar por donde había salido del almacén abandonado para internarse de nuevo en las sombras del viejo edificio en busca de un escondite donde disponerse a esperar.

Mientras se ocultaba en la oscuridad, el agotamiento y el dolor que sentía se fundieron paulatinamente en una embriagadora sensación de abandono y paz. Sus labios dibujaron un amago de sonrisa. Ya no tenía ningún motivo, ni esperanza, para seguir viviendo.

Los dedos largos y afilados del guante negro acariciaron la punta ensangrentada de clavo que asomaba del madero roto, al pie de la entrada al sótano del almacén. Lentamente, mientras sus hombres esperaban en silencio a su espalda, la esbelta figura que ocultaba su rostro tras la capucha negra se llevó la yema del índice a los labios y lamió la gota de sangre oscura y espesa saboreándola como si se tratase de una lágrima de miel. Tras unos segundos, se volvió hacia aquellos hombres que había comprado horas antes por unas simples monedas y la promesa de un nuevo pago al término de su labor y señaló hacia el interior del edificio. Los tres esbirros se apresuraron a introducirse a través de la trampilla que Peake había abierto minutos antes. El encapuchado sonrió en la oscuridad.

—Extraño lugar has elegido para venir a morir, teniente Peake —murmuró para sí mismo.

Oculto tras una columna de cajas vacías en las entrañas del sótano, Peake observó a las tres siluetas, introducirse en el edificio y, aunque no podía verle desde allí, tuvo la certeza de que su amo estaba esperando al otro lado del muro. Presentía su presencia. Peake extrajo su revólver e hizo girar el barrilete hasta situar una de las dos balas en la recámara, amortiguando el sonido del arma bajo la túnica empapada que le cubría. Ya no sentía reparos en emprender el camino hacia la muerte, pero no pensaba recorrerlo en solitario.

La adrenalina que corría por sus venas había mitigado el dolor punzante de su rodilla hasta convertirlo en un latido sordo y distante. Sorprendido ante su propia serenidad, Peake sonrió de nuevo y permaneció inmóvil en su escondite. Contempló el lento avance de los tres hombres a través de los pasillos entre las estanterías desnudas, hasta que sus verdugos se detuvieron a una decena de metros. Uno de los hombres alzó la mano en señal de alto y señaló unas marcas en el suelo. Peake colocó su arma a la altura del pecho, apuntando hacia ellos, y tensó el gatillo del revólver.

A una nueva señal, los tres hombres se separaron. Dos de ellos rodearon lentamente el camino que conducía hasta la pila de cajas, y el tercero caminó en línea recta hacia Peake. El teniente contó mentalmente hasta cinco y, súbitamente, empujó la columna de cajas sobre su atacante. Las cajas se desplomaron encima de su oponente y Peake corrió hacia la abertura por la que habían entrado.

Uno de los asesinos a sueldo salió a su encuentro en una intersección del corredor, blandiendo la hoja del cuchillo a un palmo de su rostro. Antes de que aquel criminal de alquiler pudiera sonreír victorioso, el cañón del revólver de Peake se clavo bajo su barbilla.

—Suelta el cuchillo —escupió el teniente.

El hombre leyó los ojos glaciales del teniente e hizo lo que se le ordenaba. Peake lo asió brutalmente del pelo y, sin retirar el arma, se volvió a sus aliados escudándose con el cuerpo de su rehén. Los otros dos matones se acercaron lentamente hacia él, acechantes.

—Teniente, ahórranos la escena y entréganos lo que buscamos —murmuró una voz familiar a su espalda—. Estos hombres son honrados padres de familia.

Peake volvió la vista al encapuchado que sonreía en la penumbra a escasos metros de él. Algún día no muy lejano había aprendido a apreciar aquel rostro como el de un amigo. Ahora apenas podía reconocer en él a su asesino.

—Voy a volar la cabeza de este hombre, Jawahal —gimió Peake.

Su rehén cerró los ojos, temblando.

El encapuchado cruzó las manos pacientemente y emitió un leve suspiro de fastidio.

—Hazlo si te complace, teniente —replicó Jawahal—. Pero eso no te sacará de aquí.

—Hablo en serio —replicó Peake hundiendo la punta del cañón bajo la barbilla del matón.

—Claro, teniente —dijo Jawahal en tono conciliador—. Dispara si tienes el valor necesario para matar a un hombre a sangre fría y sin el permiso de su majestad. De lo contrario suelta el arma y así podremos llegar a un acuerdo provechoso para ambas partes.

Los dos asesinos armados se habían detenido y permanecían inmóviles, dispuestos a saltar sobre él a la primera señal del encapuchado, Peake sonrió.

—Bien —dijo finalmente—. ¿Qué te parece este acuerdo?

Peake empujó a su rehén al suelo y se volvió hacia el encapuchado con el revólver en alto. El eco del primer disparo recorrió el sótano. La mano enguantada del encapuchado emergió de la nube de pólvora con la palma extendida. Peake creyó ver el proyectil aplastado brillando en la penumbra y fundiéndose lentamente en un hilo de metal líquido que resbalaba entre los dedos afilados al igual que un puñado de arena.

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