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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

El palacio de la medianoche (17 page)

—No puedo creerlo —dijo Sheere.

—A veces la verdad es lo más difícil de creer. Recuerda lo que dijo Aryami —comentó Ben—. Pero no nos precipitemos. ¿Sigue De Rozio investigando el tema?

—En este mismo momento sí —replicó Seth—. La cantidad de papeles es tal que se necesitaría un ejército de ratas de biblioteca para sacar algo en claro.

—Os habéis defendido bastante bien —ofreció Ian.

—No esperábamos menos —indicó Ben—. Volved con el bibliotecario y no lo perdáis de vista ni un segundo. Hay algo en todo esto que se nos escapa.

—¿Qué vais a hacer vosotros? —preguntó Michael conociendo la respuesta de antemano.

—Iremos a la casa del ingeniero —repuso Ben—. Tal vez lo que buscamos esté allí.

—Tal vez haya otra cosa… —apuntó Michael.

Ben sonrió.

—Como dije, correremos el riesgo.

Sheere, Ian y Ben llegaron al pie de la verja que custodiaba la casa del ingeniero Chandra Chatterghee poco antes de la medianoche. Mirando hacia el Este, la silueta angulosa de la estrecha torre del Syambazaar se recortaba en la esfera de la Luna y proyectaba su sombra dibujando una aguja negra y afilada hacia el insondable jardín de palmeras y arbustos salvajes que ocultaba aquella enigmática estructura.

Ben se apoyó sobre las lanzas metálicas que tejían la verja y examinó las puntas afiladas y amenazadoras.

—Habrá que saltar —comentó—. Y no parece fácil.

—No será necesario —dijo Sheere junto a él—. Nuestro padre describió cada milímetro de esta casa en su libro antes de construirla y yo he pasado años memorizando cada rincón de ella. Si lo que escribió es cierto, y no tengo duda alguna al respecto, tras esos arbustos hay una pequeña laguna y, más allá, se alza la casa.

—¿Y qué me dices de estas lanzas? —inquirió Ben—. ¿Hablaba también de ellas? No quisiera acabar la noche con un zurcido.

—Hay otro modo de entrar en esta casa sin necesidad de salvar esta verja —dijo Sheere.

—¿A qué estamos esperando? —preguntaron Ian y Ben al mismo tiempo.

Sheere los condujo a través de un estrecho callejón, apenas una brecha entre la verja de la casa y los muros de un edificio de aspecto colindante, hasta una abertura circular que parecía servir de desagüe o colector principal de las tuberías de la casa. Un hedor agrio y mordiente exhalaba del interior.

—¿Por ahí? —preguntó Ben incrédulo.

—¿Qué esperabas? —espetó Sheere—. ¿Alfombras persas?

Ben oteó el interior del túnel de alcantarillado y lo olfateó de nuevo.

—Divino —concluyó dirigiéndose a Sheere—. Tú primero.

El pájaro de fuego

La boca del túnel emergía al aire libre bajo la arcada de un pequeño puente de madera, tendido sobre la laguna que se extendía formando un oscuro manto de terciopelo frente a la casa del ingeniero Chandra Chatterghee. Sheere condujo a los dos muchachos a través de una angosta orilla arcillosa que cedía bajo sus pies hasta el extremo del estanque y se detuvo a contemplar el edificio con el que había soñado durante toda su vida. Aquella noche podía verlo con sus propios ojos por primera vez bajo la bóveda de estrellas y nubes en tránsito que dibujaban una fuga al infinito. Ian y Ben se unieron a ella en silencio.

La construcción era un edificio de dos plantas flanqueado por dos torres que se alzaban a cada extremo. Su fisonomía fundía rasgos de varios estilos arquitectónicos, desde los perfiles eduardinos a las extravagancias paladinescas y las siluetas que se dirían prestadas de un castillo perdido en los montes de Baviera. El conjunto, sin embargo conservaba una serena elegancia que desafiaba la mirada crítica del observador. La casa parecía proyectar un embrujo seductor que, tras la primera impresión de perplejidad, sugería que aquella imposible disparidad de estilos y trazos había sido concebida para que conviviesen en armonía.

Oculta en la densa jungla de vegetación salvaje que la camuflaba en el corazón de la ciudad negra, la morada del ingeniero ofrecía un sólido aspecto palaciego y se erguía altiva frente a la laguna, como un gran cisne negro contemplando su reflejo en un estanque de obsidiana.

—¿Es así como la describió tu padre? —preguntó Ian.

Sheere asintió, maravillada, y se dirigió hacia el umbral de los escalones que ascendían hasta la puerta de la casa. Ben e Ian la observaron con reservas, preguntándose cómo pensaba entrar en aquella fortaleza. Sheere, por su parte, parecía desenvolverse en aquel enigmático entorno como si hubiera sido su morada desde la infancia. La naturalidad con que rodeaba obstáculos que aparecían velados por el manto de la noche inspiraba en los dos muchachos una extraña sensación de saberse intrusos, invitados accidentales al encuentro entre Sheere y el sueño que había alimentado en sus años nómadas. Al contemplarla ascender aquellos peldaños, Ben e Ian comprendieron que aquel lugar desierto y envuelto en un halo fantasmal era el único y verdadero hogar que la muchacha había tenido.

—¿Vais a quedaros ahí toda la noche? —preguntó Sheere desde lo alto de la escalinata.

—Nos estábamos preguntando por dónde íbamos a entrar —apuntó Ben e Ian asintió suscribiendo la duda de su amigo.

—Yo tengo la llave —dijo la muchacha.

—¿La llave? —preguntó Ben—. ¿Dónde?

—Aquí —respondió Sheere señalando su cabeza con el dedo índice—. Las cerraduras de esta casa no pueden abrirse con una llave convencional. Existe una clave.

Ben e Ian se aproximaron, intrigados. Al llegar a la puerta, ambos pudieron comprobar que en el centro se encontraba una serie de cuatro ruedas superpuestas sobre un eje, de mayor a menor diámetro a medida que se encontraban más alejadas de la superficie. En el perímetro de las ruedas se podían distinguir diferentes signos labrados sobre el metal, igual que las horas en la esfera de un reloj.

—¿Qué significan esos símbolos? —preguntó Ian tratando de desvelarlos en la penumbra.

Ben extrajo un fósforo de la caja de cerillas que siempre llevaba encima como medida de precaución y lo prendió frente a las ruedas dentadas del mecanismo de cerradura. El metal brilló a los ojos de los tres muchachos.

—¡Alfabetos! —afirmó Ben—. Cada rueda tiene un alfabeto grabado. Griego, latino, arábigo y sánscrito.

—Fabuloso —suspiró Ian—. Esto será pan comido…

—No desesperéis —intervino Sheere—. La clave es sencilla. Basta componer una palabra de cuatro letras con los diferentes alfabetos.

Ben la observó detenidamente.

—¿Cuál es esa palabra?

—Dido —respondió la muchacha.

—¿Dido? —preguntó Ian—. ¿Qué significado tiene?

—Es el nombre de una reina de la mitología fenicia —explicó Ben.

Sheere asintió e Ian sintió celos del brillo que parecía fluir entre las miradas de ambos hermanos.

—Sigo sin entenderlo —objetó Ian—. ¿Qué pintan los fenicios en Calcuta?

—La reina Dido se lanzó a una pira funeraria ardiente para apaciguar la ira de los dioses, en Cartago —explicó Sheere—. Es el poder purificador del fuego… También los egipcios tenían su mito, el ave fénix.

—El mito del pájaro de fuego —añadió Ben.

—¿No es ése el nombre del proyecto militar del que hablaba Seth? —preguntó Ian.

Ben asintió.

—Este asunto me está empezando a poner los pelos de punta —afirmó Ian—. ¿No pensaréis en serio entrar ahí dentro? ¿Qué vamos a hacer ahora?

Ben y Sheere intercambiaron una mirada decidida.

—Muy simple —contestó Ben—. Vamos a abrir esta puerta.

Los párpados del orondo bibliotecario Mr. De Rozio empezaban a tener la consistencia de losas de mármol ante los cientos de documentos que le rodeaban. El océano de palabras y cifras que había rescatado de los archivos del ingeniero Chandra Chatterghee había emprendido una sinuosa danza caprichosa que parecía susurrarle una irresistible canción de cuna.

—Chicos, creo que habría que dejarlo hasta mañana por la mañana —empezó Mr. De Rozio.

Seth, que había estado temiendo ese anuncio durante largo rato, afloró en el acto de entre el maremagnum de carpetas y exhibió una sonrisa sacramental.

—¿Dejarlo ahora, Mr. De Rozio? —objetó amablemente Seth—. ¡Imposible! No podemos abandonar ahora.

—Es sólo cuestión de segundos el que me desplome sobre la mesa hijo —replicó De Rozio—. Y Shiva, en su infinita bondad, me ha otorgado un peso que, en la última comprobación efectuada el pasado mes de febrero, oscilaba entre las 250 y 260 libras. ¿Sabes lo que es eso?

Seth sonrió jovialmente.

—Unos 120 kilogramos —calculó.

—Exacto —confirmó De Rozio—. ¿Has intentado mover alguna vez a un adulto de 120 kilos, hijo?

Seth meditó la cuestión.

—No tengo constancia de ello en este momento. Sin embargo…

—¡Un momento! —exclamó Michael desde algún punto invisible de la sala atestada de carpesanos, cajas y pilas de papel amarillento—. ¡He encontrado algo!

—Espero que sea una almohada —protestó De Rozio, incorporando su imponente masa con fastidio.

Michael apareció tras una columna de estanterías polvorientas portando una caja repleta de pliegos de papel y sellos timbrados que el tiempo había descolorido sin piedad. Seth alzó las cejas y rogó por que el hallazgo valiese la pena.

—Creo que es el sumario de un juicio por una serie de asesinatos —dijo Michael—. Estaba bajo un pliego de citaciones a nombre del ingeniero Chandra Chatterghee.

—¿El juicio a Jawahal? —saltó Seth visiblemente excitado.

—Déjame ver —ordenó De Rozio.

Michael depositó la caja sobre el escritorio del bibliotecario. Una nube de polvo amarillento inundó el cono de luz dorada que proyectaba la lamparilla eléctrica. Los gruesos dedos del bibliotecario repasaron cuidadosamente los documentos, mientras sus ojos diminutos escrutaban su contenido. Seth observó el rostro del bibliotecario con el corazón encogido a la espera de alguna palabra o signo clarificador. De Rozio se detuvo en una hoja que parecía llevar diversos sellos y la acercó a la luz.

—Vaya, vaya —murmuró el bibliotecario para sí.

—¿Qué es, señor? —suplicó Seth—. ¿Qué ha encontrado?

De Rozio alzó la mirada y blandió una amplia sonrisa felina.

—Tengo en mis manos un documento firmado por el Coronel Sir Arthur Hewelyn. En él, alegando razones de estado mayor y secreto militar, ordena sobreseer el procedimiento judicial Nº 089861/A de la sala cuarta del Tribunal Mayor de justicia de la ciudad de Calcuta, en el que se inculpa al ciudadano Lahawaj Chandra ingeniero, de presunta implicación, encubrimiento y/o ocultamiento de pruebas en una investigación de asesinato, y trasladarlo a la corte suprema de justicia militar del ejército de Su Majestad quedando anuladas todas las resoluciones previas así como las pruebas aportadas por la defensa y el ministerio fiscal en la vista. Fecha: 14 de septiembre de 1911.

Michael y Seth contemplaron, atónitos a Mr. De Rozio, sin acertar a pronunciar palabra.

—Bien, hijos —concluyó De Rozio—. ¿Quién de vosotros sabe hacer café? Ésta puede ser una noche muy larga…

La cerradura de las cuatro ruedas de alfabeto emitió un crujido casi inaudible y, tras unos segundos, la masa férrea de la puerta se abrió lentamente en dos láminas, dejando escapar con una exhalación el aire que había permanecido atrapado en el interior de la casa durante años.

Ian palideció en la sombra.

—Se ha abierto —susurró tembloroso.

—Siempre el gran observador —comentó Ben.

—No es momento para bromas —replicó Ian—. No sabemos lo que hay ahí dentro.

Ben extrajo su caja de fósforos y la agitó en el aire haciéndolos sonar.

—Eso es sólo una cuestión de tiempo —afirmó—. ¿Quieres ser el primero en entrar?

Ian le ofreció una sonrisa recalcitrante.

—Te cedo los honores —replicó.

—Yo iré primero —dijo Sheere, adentrándose en la casa sin esperar la respuesta de los dos amigos.

Ben se apresuró a prender otro fósforo y seguir sus pasos. Ian echó un último vistazo al cielo nocturno, como si temiese que aquella fuese su última oportunidad para contemplarlo, y tras inspirar profundamente, se sumergió en el interior de la casa del ingeniero. Un instante después, la puerta se cerró a sus espaldas con la misma suavidad y precisión con que les había franqueado el paso.

Los tres muchachos se detuvieron el uno junto al otro y Ben alzó la cerilla en alto. Ante sus ojos se desplegó un impresionante espectáculo que excedía las ensoñaciones que ninguno de ellos había albergado respecto a aquel lugar.

Se encontraban en una sala sostenida por gruesas columnas bizantinas y coronada por una bóveda cóncava cubierta por un fresco monumental. En él se podían apreciar cientos de figuras de la mitología hindú formando una interminable crónica en imágenes que constituían círculos concéntricos alrededor de una figura central esculpida en relieve sobre la pintura: la diosa Kali.

Las paredes de la sala estaban formadas por estantes atestados de libros que dibujaban dos semicírculos de más de tres metros de altura. El suelo estaba cubierto por un mosaico de brillantes esmaltes negros y puntas de cristal de roca, lo que conseguía crear la ilusión de un firmamento de constelaciones y estrellas. Ian observó detenidamente el trazado a sus pies y reconoció la configuración de las varias figuras celestes que Bankim les había explicado en el St. Patricks.

—Seth tendría que ver esto… —susurró Ben.

En el extremo de la sala, más allá de aquella alfombra de estrellas que representaba el universo conocido, una escalera de caracol ascendía en espiral al segundo piso de la casa.

Antes de que pudiera advertirlo, la llama del fósforo le quemó los dedos a Ben y los tres muchachos quedaron de nuevo en la oscuridad absoluta. Los caminos de constelaciones a sus pies, sin embargo, seguían brillando como el firmamento nocturno.

—Es increíble —murmuró Ian para sí mismo.

—Espera a ver el piso de arriba —replicó la voz de Sheere a unos metros de él.

Ben encendió una nueva cerilla y los dos amigos comprobaron que la muchacha ya les esperaba junto a la escalera en espiral. Sin mediar palabra, Ben e Ian la siguieron.

La escalera de caracol se izaba en el centro de un conducto que parecía formar una linterna similar a las que habían estudiado en grabados de ciertos castillos franceses, construidos a orillas del río Loira. Alzando la vista, los muchachos podían experimentar la sensación de encontrarse en el interior de un gran caleidoscopio, coronado por un rosetón catedralicio de cristales multicolores que transformaba la luz de la Luna y la descomponía en cientos de haces azules, escarlatas, amarillos, verdes y ámbar.

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