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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

El palacio de la medianoche (18 page)

BOOK: El palacio de la medianoche
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Al llegar al primer piso, comprobaron que las agujas de luz que emergían de la corona de la linterna proyectaban dibujos y figuras cambiantes, que recorrían lentamente las paredes de la sala como imágenes de un primitivo cinematógrafo espectral.

—Mirad eso —dijo Ben señalando una gran superficie que se extendía a una altura de un metro sobre el suelo y ocupaba un rectángulo de casi cuarenta metros cuadrados.

Los tres se acercaron hasta ella y descubrieron lo que parecía ser una inmensa maqueta de Calcuta, reproducida con un grado de detalle y realismo que, al contemplarla de cerca, producía la ilusión de estar sobrevolando la verdadera ciudad. Pudieron reconocer el trazado del Hooghly, el Maidán, Fort William, la ciudad blanca, el templo de Kali al Sur de Calcuta, la ciudad negra e incluso los bazares. Sheere, Ian y Ben contemplaron maravillados aquella extraordinaria miniatura durante un largo espacio de tiempo, cautivados por la belleza y el encantamiento que producía su observación.

—Ahí está la casa —señaló Ben.

Todos se unieron a él y comprobaron que en el corazón de la ciudad negra se alzaba una fiel reproducción de la casa en la que se encontraban. Las luces multicolores de la linterna barrían las calles de aquella miniatura como haces caídos del cielo a cuyo paso se revelaban los secretos ocultos de Calcuta.

—¿Qué es lo que hay detrás de la casa? —preguntó Sheere.

—Parece una vía de tren —apuntó Ian.

—Lo es —confirmó Ben, siguiendo su trazado hasta que su mirada descubrió la silueta angulosa y majestuosa de la estación de Jheeter’s Gate, tras un puente de metal que cruzaba el Hooghly.

—Esa vía lleva hasta a la estación del incendio —dijo Ben—. Es una vía muerta.

—Hay un tren parado en el puente —observó Sheere.

Ben rodeó la maqueta para aproximarse hasta la reproducción del ferrocarril y lo examinó detenidamente. Un incómodo cosquilleo le recorrió la espalda. Reconocía aquel tren. Lo había visto la noche anterior, aunque él lo había tomado por una pesadilla. Sheere se acercó a él en silencio y Ben advirtió que había lágrimas en sus ojos.

—Ésta es la casa de nuestro padre, Ben —murmuró Sheere—. La construyó para nosotros, para que fuera nuestra.

Ben rodeó a Sheere con sus brazos y la apretó contra sí. Ian le observaba desde el otro extremo de la sala y desvió la mirada. Ben acarició el rostro de Sheere y la besó en la frente.

—De ahora en adelante —dijo—, siempre será nuestra casa.

En aquel momento el pequeño tren detenido sobre el puente encendió sus luces y, lentamente, sus ruedas empezaron a girar sobre los raíles.

Mientras Mr. De Rozio consagraba en silencio sepulcral todos sus poderes de análisis y su astucia de zorro documentalista a los informes del Juicio que el coronel Hewelyn había puesto tanto empeño en sepultar, Seth y Michael hacían lo propio con una extraña carpeta que contenía planos y numerosas anotaciones a mano del propio Chandra. Seth la había encontrado en el fondo de una de las cajas que contenían los efectos del ingeniero. Tras su desaparición, en vista de que ningún familiar o institución los había reclamado y atendiendo a la relevancia pública del personaje, habían ido a perderse en el limbo de los archivos del museo, cuya biblioteca estaba compartida en consorcio con diversas instituciones científicas y académicas de Calcuta, entre ellas el Instituto de Ingeniería Superior, del que Chandra Chatterghee había sido uno de los más ilustres y controvertidos miembros. La carpeta estaba encuadernada con sencillez y respondía a una única leyenda caligrafiada en tinta azul sobre la portada: El Pájaro de Fuego.

Seth y Michael habían obviado el hallazgo para no distraer al orondo bibliotecario de la tarea que acaparaba sus talentos y para la cual su pericia de viejo diablo archivador era insustituible. Con tal espíritu, se habían retirado al otro extremo de la sala se habían entregado al análisis de los documentos en silencio.

—Estos dibujos son formidables —susurró Michael, admirando el trazo del ingeniero en diversos grabados que mostraban objetos mecánicos cuya función concreta le resultaba arcana e insondable.

—Estemos por lo que tenemos que estar —reprendió Seth—. ¿Qué dice del Pájaro de Fuego?

—Las ciencias no son mi fuerte —empezó Michael—, pero que me maten si todo esto no es el despiece de una gran maquinaria incendiaria.

Seth observó los planos sin comprender un ápice de lo que significaban. Michael se anticipó a sus cuestiones.

—Esto es un tanque de aceite o algún tipo de combustible —señaló Michael sobre los planos—. A él está unido este mecanismo de succión. No es más que una bomba de alimentación, como la de un pozo. La bomba suministra el combustible para mantener este círculo de llamas. Una especie de piloto de fuego.

—Pero esas llamas no deben de medir más que unos centímetros —objetó Seth—. No veo el poder incendiario por ningún sitio.

—Observa esta conducción.

Seth vio a lo que se refería su amigo: una especie de tubería similar al cañón de un fusil.

—Las llamas afloran en el perímetro de la boca del cañón.

—¿Y?

—Mira este otro extremo —dijo Michael—. Es un tanque, un tanque de oxígeno.

—Química elemental —murmuró Seth, atando cabos.

—Imagínate lo que sucedería si ese oxigeno saliese escupido a presión por el conducto y atravesara el círculo de llamas —sugirió Michael.

—Un cañón de fuego —corroboró Seth.

Michael cerró la carpeta y miró a su amigo.

—¿Qué clase de secreto tenía que ocultar Chandra para diseñar un juguete así para un carnicero como Hewelyn? Es como regalarle un cargamento de pólvora al emperador Nerón…

—Eso es lo que tenemos que averiguar —dijo Seth—. Y pronto.

Sheere, Ben e Ian siguieron el recorrido del tren a través de la maqueta en silencio hasta que la pequeña locomotora se detuvo justo tras la miniatura que reproducía la casa del ingeniero. Las luces se extinguieron lentamente y los tres amigos permanecieron inmóviles y expectantes.

—¿Cómo demonios se mueve este tren? —preguntó Ben—. Tiene que sacar la energía de algún sitio. ¿Existe algún generador de electricidad en esta casa, Sheere?

—No que yo sepa —repuso su hermana.

—Tiene que haberlo —afirmó Ian—. Busquémoslo.

Ben negó en silencio.

—No es eso lo que me preocupa —dijo Ben—. Suponiendo que lo haya, no conozco ningún generador que se conecte solo. Y más después de años de inactividad.

—Tal vez esta maqueta funcione con otro tipo de mecanismo —sugirió Sheere sin demasiada convicción.

—Tal vez haya alguien más en la casa —repuso Ben.

Ian maldijo su suerte mentalmente.

—Lo sabía… —murmuró abatido.

—¡Espera! —exclamó Ben.

Ian miró a su amigo y vio que señalaba de nuevo hacia la maqueta. El tren había reemprendido el movimiento y rehacía su camino en dirección inversa.

—Está volviendo a la estación —observó Sheere.

Ben se acercó lentamente hasta el extremo de la maqueta y se detuvo junto al tramo de vía que el tren empezaba a enfilar.

—¿Qué te propones? —preguntó Ian.

Su amigo no respondió y extendió su brazo progresivamente hacia la vía, mientras la locomotora se aproximaba por momentos. Cuando el tren cruzó frente a él, asió la locomotora y la alzó en el aire, desenganchándola de los vagones. El resto del convoy fue perdiendo velocidad paulatinamente hasta detenerse en la vía. Ben se acercó a la luz de la linterna y examinó la pequeña locomotora. Sus diminutas ruedas giraban cada vez más lentamente.

—Alguien tiene un sentido del humor bastante extraño —comentó Ben.

—¿Por qué? —inquirió Sheere.

—Hay tres figuras de plomo dentro de la locomotora —dijo Ben—, y se parecen a nosotros más allá de posibles coincidencias.

Sheere se aproximó a Ben y tomó la pequeña locomotora entre sus manos. Las danzantes líneas de luz dibujaron un arco iris sobre su rostro y sus labios formaron una sonrisa serena y resignada.

—Sabe que estamos aquí —dijo la muchacha—. No tiene sentido que sigamos ocultándonos.

—¿Quién lo sabe? —preguntó Ian.

—Jawahal —respondió Ben en su lugar—. Está esperando. Lo que no sé es a qué.

Siraj y Roshan se detuvieron frente a la silueta espectral del puente de metal que se perdía en la niebla que cubría el río Hooghly y se dejaron caer contra un muro, agotados después de recorrer la ciudad en vano tras el rastro de Isobel. Las cúspides de las torres de Jheeter’s Gate asomaban entre la niebla dibujando la cresta de un dragón dormido en una nube de su propio aliento.

—Falta muy poco para el amanecer —dijo Roshan—. Deberíamos volver. Tal vez Isobel esté esperándonos desde hace horas.

—No lo creo —objetó Siraj.

La carrera nocturna se dejaba sentir en la voz del muchacho, pero por primera vez en años, Roshan no le había escuchado quejarse ni una sola vez de su asma.

—Hemos buscado en todas partes —replicó Roshan—. No podemos hacer más. Al menos vayamos a buscar más ayuda.

—Nos queda un sitio por visitar…

Roshan contempló la siniestra estructura de Jheeter’s Gate entre la niebla y suspiró.

—Isobel no se metería ahí ni loca —dijo—. Y yo tampoco.

—Iré solo entonces —respondió Siraj, incorporándose de nuevo.

Roshan le escuchó jadear y cerró los ojos, abatido.

—Siéntate —le ordenó, adivinando los pasos de Siraj alejándose hacia el puente.

Cuando abrió los ojos, la escuálida silueta de Siraj se sumergía en la niebla.

—Maldita sea —murmuró para sí, y se levantó para seguir a su amigo.

Siraj se detuvo al final del puente y contempló el pórtico de Jheeter’s Gate que se alzaba frente a él. Roshan se acercó hasta su compañero y ambos examinaron el lugar. Una corriente de aire frío emergía de los túneles de la estación y el hedor a madera quemada y suciedad se hacía cada vez más perceptible. Los dos muchachos trataron de dilucidar algo en el pozo de negrura que se abría tras el umbral de la gran bóveda de la estación. El eco lejano de una llovizna repiqueteaba sobre los carteles caídos.

—Esto parece la boca del infierno —dijo Roshan—. Larguémonos ahora que podemos.

—Es todo mental —dijo Siraj—. Piensa que no es más que una estación abandonada. No hay nadie aquí dentro. Sólo nosotros.

—Si no hay nadie, ¿por qué tenemos que entrar en ella? —protestó Roshan.

—No tienes por qué entrar si no quieres —repuso Siraj sin ningún asomo de reproche.

—Ya —atajó Roshan—. ¿Y tú entrarás solo, no? Olvídalo. Andando.

Los dos miembros de la Chowbar Society se adentraron en la estación siguiendo el rastro de los raíles que cruzaban el puente y dibujaban la ruta del andén central. La oscuridad en el interior de la bóveda era mucho más densa que en el exterior y apenas podían distinguirse los contornos de los objetos entre manchas de claridad grisácea y acuosa.

Roshan y Siraj caminaron lentamente, separados apenas por un metro de distancia, mientras el eco de sus pasos formaba una letanía recurrente entre el susurro de las corrientes de aire, que parecían rugir en algún lugar del interior de los túneles con la voz de un mar lejano y enfurecido.

—Es mejor que subamos al andén —apuntó Roshan.

—Hace años que no pasan trenes por aquí. ¿Qué más da?

—A mí me importa, ¿de acuerdo? —replicó Roshan, que no podía apartar de su mente la imagen de un tren penetrando en la vía desde la boca del túnel y arrollándolos bajo sus ruedas.

Siraj murmuró algo ininteligible pero revestido de un tono de aceptación y se disponía a trepar hasta el andén cuando algo emergió desde los túneles, flotando en el aire y dirigiéndose hacia los dos muchachos.

—¿Qué es eso? —murmuró Roshan alarmado.

—Parece un trozo de papel —acertó a decir Siraj—. El viento arrastra la basura, eso es todo.

La lámina blanca rodó sobre el suelo hasta sus pies y se detuvo junto a Roshan. El muchacho se arrodilló y la tomó en sus manos. Siraj vio cómo se descomponía el rostro de su amigo.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó, sintiendo que el temor de su amigo empezaba a resultar contagioso.

Roshan le tendió la lámina en silencio y Siraj la reconoció al instante. Era el dibujo que Michael había realizado de ellos frente a aquel estanque y del que Isobel se había apropiado. Siraj le devolvió el dibujo a su compañero y, por primera vez desde que habían empezado la búsqueda, contempló la posibilidad de que Isobel estuviera en verdadero peligro.

—¿Isobel? —gritó Siraj hacia los túneles.

El eco de su voz se perdió en las entrañas de aquel lugar y le heló la sangre. Siraj trató de concentrarse en no perder el control de su respiración, que cada vez le resultaba más dificultosa. Dejó que el reflejo de su voz se desvaneciese y, templando sus nervios, llamó de nuevo.

—¿Isobel?

Un fuerte impacto metálico resonó desde algún lugar de la estación. Roshan reaccionó de un salto, miró a su alrededor. El viento de los túneles les azotó el rostro y los dos muchachos retrocedieron unos pasos.

—Hay algo ahí dentro —murmuró Siraj señalando hacia el túnel con una serenidad que su compañero no acababa de comprender.

Roshan concentró la mirada en la boca negra del túnel y, entonces, él también pudo verlo. Las luces lejanas de un tren se aproximaban. Sintió los raíles vibrar bajo sus pies y miró a Siraj, aterrado. Siraj sonreía extrañamente.

—Yo no voy a poder correr tan aprisa como tú, Roshan —dijo pausadamente—. Los dos lo sabemos. No me esperes y ve a buscar ayuda.

—¿De qué demonios estás hablando? —exclamó Roshan, perfectamente consciente de lo que su amigo insinuaba.

Las luces del tren penetraron en la bóveda de la estación como un rayo en la tormenta.

—Corre —ordenó Siraj—. Ahora.

Roshan se perdió en los ojos de su amigo y sintió el estruendo de la locomotora cada vez más próximo. Siraj asintió. Roshan reunió todas sus fuerzas y echó a correr desesperadamente hacia el extremo del andén, en busca de un lugar en el que saltar fuera de la trayectoria del tren. Corrió tan deprisa como pudo, sin detenerse a mirar atrás, con la certeza de que se encontraría con la cuña de aluminio de la locomotora a tan sólo un palmo de su rostro. Los quince metros que le separaban del fin del andén, se convirtieron en ciento cincuenta y, presa de pánico, creó ver cómo la vía se alargaba ante sus ojos en una fuga vertiginosa. Cuando se lanzó al suelo y rodó sobre los escombros, sintió el rugido del tren atronando a escasos centímetros del lugar donde había caído. Escuchó el aullido ensordecedor de los niños y percibió en su piel la mordedura de las llamas durante diez terribles segundos en los que imaginó que la estructura de la estación se desplomaría sobre él.

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