Roshan corrió hacia la puerta de salida sintiendo el latigazo de la adrenalina por sus venas como un reguero de gasolina encendida. Cuando apenas le separaban dos metros de la vía de escape, saltó y cayó de bruces sobre la superficie nítida y libre de barro de la galería de distribución. Al incorporarse, su primer impulso fue el de seguir corriendo hasta que su corazón se deshiciese en mantequilla. El instinto adquirido en sus años previos a ingresar en el St. Patricks como ladronzuelo callejero en la jungla de Calcuta no se había extinguido.
Sin embargo, algo le detuvo. Había perdido el rastro de Michael cuando ambos se habían separado en el interior del subnivel y ahora ni siquiera escuchaba los gritos de su amigo corriendo desesperadamente por su vida. Roshan ignoró las advertencias que profería su sentido común y se acercó de nuevo hasta la entrada del subnivel. No había señal de Michael ni de la criatura que los había perseguido. Roshan sintió algo parecido al impacto de un puño de acero en el estómago al comprender que su perseguidor había ido tras Michael y que, gracias a eso, él estaba ahora sano y salvo. Se asomó al interior y trató de encontrar de nuevo a su amigo.
—¡Michael! —gritó con fuerza.
Sus palabras se perdieron sin respuesta. Roshan suspiró abatido mientras se preguntaba cuál sería su siguiente paso: ir a buscar a los demás y abandonar a Michael en aquel lugar o entrar a por él. Ninguna de las alternativas parecía ofrecer grandes visos de éxito, pero alguien había decidido ya por él. Dos largos brazos de lodo emergieron de la puerta a ras de suelo, dos proyectiles dirigidos a sus pies. Las garras se cerraron sobre sus tobillos. Roshan intentó liberarse de la presa pero los dos brazos tiraron de él con fuerza, derribándole y arrastrándole de nuevo al interior del subnivel como un niño haría con un juguete roto.
De los cinco muchachos que habían prometido reunirse bajo el reloj en media hora, el único en acudir a la cita fue Ian. Nunca la estación le había parecido tan desierta como en aquel momento. La angustia que le producía la incertidumbre del destino de Seth y de sus amigos le asfixiaba sin remedio. Aislado en aquel lugar fantasmal no era difícil imaginar que él era el único que todavía no había caído en las garras de su siniestro anfitrión.
Ian escrutó nerviosamente la estación desolada en todas direcciones, preguntándose qué debía hacer: esperar allí inmóvil o ir en busca de ayuda en mitad de la noche. La llovizna que se filtraba empezaba a formar pequeñas goteras que caían desde alturas insondables. Ian tuvo que hacer una llamada a la serenidad para apartar de su mente la idea de que aquellas gotas que se estrellaban sobre los raíles no eran sino la sangre de su amigo Seth, balanceándose en la oscuridad.
Por enésima vez, alzó la vista hacia la bóveda con la vana esperanza de adivinar algún indicio del paradero de Seth. Las agujas del reloj mostraban su sonrisa fláccida y las gotas de la lluvia se deslizaban lentamente sobre la esfera formando canalillos brillantes entre las cifras en relieve. Ian suspiró. Sus nervios empezaban a traicionarle y supuso que, si no obtenía un signo inmediato de la presencia de sus amigos, se internaría él mismo en la red subterránea tras los pasos de Ben. No se le antojaba una idea particularmente inteligente, pero la baraja de alternativas estaba más desprovista de ases que nunca. Fue entonces cuando escuchó el chasquido de algo acercándose desde la boca de uno de los túneles y respiró aliviado, al comprobar que no estaba solo.
Se aproximó al extremo del andén y observó la forma incierta que afloraba bajo el dintel del túnel. Un incómodo cosquilleo le recorrió la nuca. Una vagoneta se acercaba lentamente, impulsada por la inercia. Sobre ella se distinguía una silla y en ella, inmóvil, una silueta con la cabeza oculta en una capucha negra. Ian tragó saliva. La vagoneta desfiló lentamente frente a él hasta detenerse completamente. Permaneció clavado en el suelo contemplando la figura paralizada y se sorprendió dando voz temblorosa a la sospecha que albergaba en su corazón.
—¿Seth? —gimió.
La figura sobre la silla no movió un músculo.
Ian se acercó hasta el extremo de la vagoneta y saltó al interior. No había señal de movimiento alguno en su ocupante. Recorrió con lentitud agónica la distancia que le separaba de él hasta detenerse a unos centímetros de la silla.
—¿Seth? —murmuró de nuevo.
Un extraño sonido emergió bajo la capucha, similar a un rechinar de dientes. Ian sintió que el estómago se le encogía hasta el tamaño de una pelota de críquet. El sonido amortiguado se repitió de nuevo. Asió la capucha entre sus manos y contó mentalmente hasta tres. Cerró los ojos y arrancó la capucha.
Cuando los abrió de nuevo, un rostro sonriente e histriónico le observaba con una mirada desorbitada. La capucha se le cayó de las manos. Era un muñeco de rostro blanco como la porcelana y dos grandes rombos negros pintados sobre los ojos cuyo vértice inferior descendía por las mejillas en una lágrima de alquitrán.
El muñeco rechinó los dientes mecánicamente. Ian examinó la grotesca figura de aquel arlequín de feria ambulante y trató de dilucidar qué se ocultaba tras aquella excéntrica maniobra. Con cautela, alargó su mano hasta el rostro de la figura y trató de examinarla en busca del mecanismo que parecía sustentar su movimiento.
Con celeridad felina, el brazo derecho del autómata cayó sobre el suyo y, antes de que pudiera reaccionar, Ian comprobó que su muñeca izquierda estaba presa de la anilla de unas esposas. La otra anilla rodeaba el brazo del muñeco. Ian tiró con fuerza, pero el muñeco estaba asido a la vagoneta y se limitó a rechinar sus dientes de nuevo. Forcejeó desesperadamente y, cuando comprendió que no se libraría de aquella atadura por sí solo, la vagoneta ya había empezado a moverse; esta vez, sin embargo, de vuelta a la oscura boca del túnel.
Ben se detuvo en una intersección entre dos túneles y por un segundo estimó la posibilidad de que tal vez había cruzado dos veces por el mismo sitio. Desde el momento en que se había adentrado en los túneles de Jheeter's Gate, aquélla estaba empezando a resultar una sensación recurrente e intranquilizadora. Extrajo uno de los fósforos que economizaba con criterio espartano y lo encendió arañando suavemente la pared con la punta. La débil penumbra a su alrededor se tiñó con la cálida luz de la lumbre. Ben examinó la unión del túnel surcado por los raíles y el amplio respiradero que lo atravesaba perpendicularmente.
Una bocanada de aire polvoriento apagó la llama del fósforo y Ben regresó a aquel mundo de penumbras en el que, por mucho que caminase en una u otra dirección, nunca parecía llegar a ninguna parte. Empezaba a sospechar que tal vez se había extraviado y que, si persistía en adentrarse más en aquel complejo mundo subterráneo, podía llegar a tardar horas, o días, en salir. El sentido común le aconsejaba con prudencia rehacer sus pasos y volver en dirección a la sección principal de la estación. Por más que trataba de visualizar mentalmente el laberinto de túneles y el enrevesado sistema de ventilación e intercomunicación entre las galerías adyacentes, no conseguía eludir la absurda sospecha de que aquel lugar se movía a su alrededor; ensamblar en la oscuridad nuevos caminos sólo le conduciría al punto de partida.
Resuelto a no dejarse aturdir por la confusa red de galerías, dio la vuelta y apretó el paso, preguntándose si ya se habría cumplido el plazo de tiempo que habían acordado para reunirse de nuevo bajo el reloj de la estación. Mientras deambulaba por los interminables conductos de Jheeter's Gate, imaginó que tal vez existía una extraña ley física que demostraba que, en la ausencia de luz, el tiempo corría más aprisa.
Ben empezaba a tener la sensación de haber recorrido millas enteras en la oscuridad cuando la diáfana claridad que emanaba del espacio abierto bajo la gran cúpula de Jheeter's Gate se insinuó al límite de la galería. Respiró aliviado y corrió hacia la luz con la certeza de haber escapado de la pesadilla del laberinto tras un interminable peregrinaje.
Pero cuando rebasó finalmente la boca del túnel y enfiló el estrecho canal que se prolongaba entre los dos andenes colindantes, su inyección de optimismo se le reveló fugaz y pronto una nueva sombra de inquietud se abatió sobre él. La estación aparecía desolada y no había rastro alguno de los restantes miembros de la Chowbar Society.
Se aupó de un salto hasta el andén y recorrió la cincuentena escasa de metros que le separaban de la torre del reloj con la sola compañía del eco de sus propios pasos y el rumor amenazador de la tormenta eléctrica. Rodeó la torre y se detuvo al pie de la gran esfera, con sus agujas deformadas. No necesitaba reloj para intuir que el período que habían determinado sus compañeros para reunirse en aquel punto había prescrito ampliamente.
Se apoyó contra la pared de ladrillo ennegrecido de la torre y constató que su idea de separar al grupo en pos de una mayor eficacia en la búsqueda no parecía haber dado el fruto esperado. La única diferencia entre aquel instante y el momento en que había cruzado el umbral de Jheeter's Gate es que ahora estaba solo; al igual que a Sheere, había perdido al resto de sus compañeros.
La tormenta lanzó un furioso rugido como si hubiese partido el cielo en dos de una dentellada. Ben decidió empezar a buscar a sus compañeros. Poco le importaba si necesitaba una semana o un mes para dar con su paradero; a la vista de las cartas servidas, aquélla era la única jugada que podía contemplar. Se dirigió al andén central, en dirección al ala trasera de Jheeter's Gate, donde se albergaban las antiguas oficinas, las salas de espera y la pequeña ciudadela de bazares, cafeterías y restaurantes carbonizados tras apenas unos minutos de vida útil. Fue entonces cuando divisó un manto brillante caído sobre el suelo en el interior de una de las zonas de espera. Su memoria le insinuó que la última vez que había visto aquel lugar, antes de adentrarse en los túneles, aquel pedazo de tela satinada no estaba allí. Apresuró el paso y, en su nervioso avance, no advirtió que alguien le esperaba en las sombras, inmóvil.
Ben se arrodilló frente al manto y extendió una mano furtiva hasta él. La tela estaba impregnada de un líquido oscuro y tibio, cuyo tacto le resultaba vagamente familiar y le producía una repulsión instintiva. Bajo el manto se adivinaban las formas de lo que a Ben se le antojó como las piezas sueltas de algún objeto. Extrajo la caja de cerillas que guardaba y se dispuso a encender una para examinar detenidamente el hallazgo, pero comprobó que sólo le quedaba un último fósforo. Resignado, lo guardó para mejor ocasión y forzó la vista, intentando recoger el mayor número de detalles en pos de una pista que diese luz sobre el paradero de alguno de sus amigos.
—Toda una experiencia, contemplar tu propia sangre derramada, ¿no es así, Ben? —dijo Jawahal a su espalda—. La sangre de tu madre, al igual que yo, no encuentra descanso.
Ben sintió que el temblor se apoderaba de sus manos y se volvió lentamente. Jawahal reposaba sentado en el extremo de un banco de metal, un siniestro rey de las sombras en su trono erigido entre escombros y destrucción.
—¿No vas a preguntarme dónde están tus amigos, Ben? —ofreció Jawahal—. Tal vez temas obtener una respuesta poco esperanzadora.
—¿Me respondería si lo hiciera? —replicó Ben, inmóvil junto al manto ensangrentado.
—Tal vez —sonrió Jawahal.
Ben trató de no descansar su mirada en los ojos hipnóticos de Jawahal y, sobre todo, de alejar de su mente aquella absurda idea que alguien parecía gritar desde el interior de su cerebro intentando convencerle de que aquella sombra funesta con la que conversaba en un escenario robado del mismo infierno era su padre, o lo que quedaba de él.
—¿Las dudas te asaltan, Ben? —Preguntó Jawahal, que parecía estar disfrutando de la conversación.
—Usted no es mi padre. Él nunca haría daño a Sheere —espetó Ben nerviosamente.
—¿Quién te ha dicho que voy a hacerle daño?
Ben enarcó las cejas y observó como Jawahal alargaba su mano enfundada en un guante y la impregnaba de la sangre que yacía a sus pies. Luego se llevó los dedos teñidos en sangre al rostro y la esparció sobre sus rasgos angulosos.
—Una noche, hace muchos años, Ben —dijo Jawahal—, la mujer cuya sangre fue derramada aquí mismo fue mi esposa y la madre de mis hijos, uno de los cuales se llamaba como tú. Es curioso pensar cómo los recuerdos se convierten a veces en pesadillas. Aún la añoro. ¿Te sorprende? ¿Quién crees que es tu padre, ese hombre que vive en mis recuerdos o esta sombra sin vida que tienes frente a ti? ¿Qué te hace creer que existe alguna diferencia entre ambos?
—La diferencia es obvia —replicó Ben—. Mi padre era un buen hombre. Usted no es más que un asesino.
Jawahal bajó la cabeza y asintió lentamente. Ben le dio la espalda.
—Nuestro tiempo se agota —dijo Jawahal—. Es hora de que nos enfrentemos a nuestro destino. Cada cual al suyo. Ahora ya somos todos adultos, ¿no es así? ¿Sabes cuál es el significado de la madurez, Ben? Deja que tu padre te lo explique. Madurar no es más que el proceso de descubrir que todo aquello que creías cuando eras joven es falso y que, a su vez, todo cuanto rechazabas creer en tu juventud resulta ser cierto. ¿Cuándo piensas madurar tú, hijo mío?
—No creo que me interese su filosofía —insinuó con desprecio Ben.
—El tiempo te la recordará, hijo.
Ben se volvió a contemplar a Jawahal con odio.
—¿Qué es lo que quiere? —exigió Ben.
—Quiero cumplir una promesa, la promesa que mantiene viva mi llama.
—¿Cuál es? —preguntó Ben—. ¿Cometer un crimen? ¿Ésa es su hazaña de despedida?
Jawahal entornó los ojos pacientemente.
—La diferencia entre un crimen y una hazaña suele depender de la perspectiva del observador, Ben. Mi promesa no es otra que la de encontrar un nuevo hogar para mi alma. Y ese hogar me lo proporcionaréis vosotros, Ben. Mis hijos.
Ben apretó los dientes y sintió que la sangre le hervía en las sienes.
—Usted no es mi padre —dijo serenamente—. Y si alguna vez lo fue, me avergüenzo de ello.
Jawahal sonrió paternalmente.
—Hay dos cosas en la vida que no puedes elegir, Ben. La primera son tus enemigos. La segunda, tu familia. A veces la diferencia entre unos y otra es difícil de apreciar, pero el tiempo te enseña que, al fin y al cabo, tus cartas siempre podrían haber sido peores. La vida, hijo mío, es como la primera partida de ajedrez. Cuando empiezas a entender cómo se mueven las piezas, ya has perdido.