Con quince años tuve mi primer contacto con el alcohol. Resultado: borrachera. Y así fue por el resto de mi vida. Siempre que entraba en contacto con el alcohol era para emborracharme. Nunca supe parar a tiempo. Es cierto que en ese período no era un consumo constante, sino esporádico, y no me hacía sentir aún muy mal. Eso sí, yo ya era consciente de que para pasármelo bien necesitaba beber.
Siempre he vivido deprisa: con veintidós años ya me había casado, con veinticinco años decidí «yo» que quería ser madre y así se lo expuse a mi marido, que aceptó (difícil llevarme la contraria), con veintiséis años fui madre, a los treinta y dos ya me había separado…
Tenía grandes expectativas de mi maternidad. Creí que me iba a cambiar la vida, a hacerme por fin feliz, pero a pesar de estar contentísima, ese vacío interior no se llenó.
Yo ya trabajaba desde los veintidós años en la empresa familiar. Siempre creí que había renunciado a mi vida y a mi carrera por ayudar a mis padres. A.A. me lo hizo ver: estaba muerta de miedo. Miedo a enfrentarme con la vida; a mi vida, que ya desde tan joven me costaba vivir. No la vivía, sino que la sufría. Así que decidí quedarme bajo el abrigo de la vida familiar. Tremendo error. Mi familia, psicológicamente maltratada por mi hermano, y mis padres sin capacidad para enfrentarse a esa realidad, decidió que era más fácil autoconvencerse de que esa situación pasaba en todas las familias. Esa falta de capacidad para plantar cara a los problemas es una de las herencias que más daño me ha causado y más me ha costado cambiar.
Con esa sensación de vacío, a pesar de tener todo lo que yo creía que era necesario en esta vida para ser feliz, con el afán de ser querida por todo el mundo, con ese perfeccionismo que me consumía sin yo saberlo, encontré en el alcohol mi motor y mi compañero ideal. Me preocupé mucho en creerme mi personaje y mis mentiras hasta que ya no las pude mantener más. Mi vida era beber lo suficiente para no ver, no sentir y no sufrir, pero que los demás no me lo notaran. Fue una carrera en activo durísima en los tres últimos años antes de llegar a la Comunidad. Consumía desde que me levantaba hasta altas horas de la madrugada; descuidé mi salud y mi higiene; podía pasar días sin comer y, por supuesto, no podía hacerme cargo de mi hija, que ponía al cuidado de la niñera. Muchas fueron las veces que conduje el coche totalmente ebria con mi pequeña en la parte trasera.
Gastaba dinero sin control, el que tenía y el que no. Cada mañana era un infierno de remordimientos y culpas y me juraba a mí misma que no volvería a beber. No pasaba ni media hora y volvía a hacerlo. Sentía que no podía dejarlo, me sentía realmente incapaz. Me repetía a mí misma que no tenía la suficiente fuerza de voluntad para liberarme de ese infierno.
Ese sufrimiento fue lo suficientemente duro e intenso como para llevarme a pedir ayuda. Así entré por primera vez en el que hoy es mi grupo: derrotada, perdida, asustada, desconsolada, deprimida y cargada de culpabilidad, sintiéndome sucia, viciosa y desesperada.
Acudí a mi primera reunión en una de tantas reuniones informativas. Me sorprendió gratamente ver a tanta gente diversa y dispar: mujeres, hombres, jóvenes y mayores, de distinta condición social y económica, sonrientes y, sobre todo, me impactó la serenidad que me transmitían.
Me recibieron con amor, cariño, comprensión. Me hablaron de sus experiencias y pensé que estaban contando mi historia. Me explicaron que la única copa que yo podía controlar era la primera. Era ésa la copa que yo podía decidir si tomar o no. Que no era cuestión de fuerza de voluntad sino de buena voluntad. Que podía llamar a cualquier hora del día si tenía ganas de beber o estaba angustiada. Me brindaron desde el primer minuto su apoyo incondicional y sobre todo me dijeron que habían llegado en las mismas condiciones que yo y llevaban tiempo sin beber; pero lo más importante era que estaban felices y vivían bien.
Por primera vez me entendí; por primera vez pusieron nombre a mis sentimientos y me aliviaron el dolor que yo sentía. Me explicaron que el alcoholismo es una enfermedad y que yo no escogí tenerla. Que era mortal e incurable pero que la podía detener.
Entendí enseguida que era una enfermedad física porque ya sufría sus consecuencias. Entendí un poco más tarde que era una enfermedad emocional y espiritual porque yo la sufría a diario, aún cuando ya no consumía. Me di cuenta entonces de que lo más difícil no había sido dejar de beber, sino qué iba a ser vivir sin beber, que el alcohol había sido mi vía de escape, mi muleta para andar por la vida. Eso fue lo que me ayudó a entender lo que yo tanto me resistía a creer, que era una enfermedad mental.
También me han ayudado a entenderlo y, cada día que pasa, más me convenzo de lo lejos que llega mi enfermedad. Que para mí, el beber ha sido el último síntoma, pero que yo ya estaba enferma antes de empezar a consumir.
Me dieron el valor suficiente para ir conociéndome a mí misma, condición indispensable para poder empezar a cambiar mis actitudes ante la vida, ante mí misma.
Que yo era impotente ante el alcohol, lo sentía ferozmente en mi interior. Pero en algún momento me resistí a creer que mi vida era ingobernable. Intenté seguir haciendo lo mismo que hacía sin beber. ¿Cómo yo, tan joven, iba a renunciar a tantas cosas, iba a renunciar a disfrutar de la vida? Ésa era mi constante queja y lamento a los veteranos «porque ellos eran más mayores y no les debía ser difícil renunciar a salir, a los mismos amigos, a disfrutar…»
Gracias a Dios, mi realidad no tardó mucho en venirme a buscar y estallarme en las manos. Mi propia realidad fue la que les dio la razón. Pero todos estuvieron ahí para consolarme y ayudarme a «tragar esa realidad» que tan desconsoladamente me hizo llorar.
Entonces me dijeron: «Si haciendo las cosas como las has hecho, el resultado ha sido nefasto, según tú, ¿por qué crees que haciéndolo de la misma manera, aunque sin beber, el resultado va a ser distinto?»
Me explicaron que era entonces cuando estaba preparada para empezar un apasionante viaje, el de mi recuperación; pero que quizás para este nuevo viaje no me valía el mismo equipaje que había utilizado hasta entonces, que debía vaciar las maletas y empezar a llenarlas sólo con aquello que hoy podía serme útil y que, poco a poco, podría ir eligiendo qué me era aprovechable y qué era innecesario o demasiado pesado.
Por primera vez he sido obediente, por pura necesidad, soy consciente. «Ven a las reuniones, habla y explícanos cómo te sientes, busca una madrina, lee nuestra literatura, usa todas las herramientas que A.A. te ofrece y todo saldrá bien», eso me dijeron y eso está sucediendo. Poco a poco hemos ido poniendo algo de orden en mi vida, muy lentamente para mi carácter impaciente, pero sí es cierto que con paso lento y seguro.
Y hablo en plural porque todos los logros que he obtenido son gracias a A.A. y a mi madrina, que de forma muy concreta y pragmática me ha ayudado a enfrentarme a todas aquellas situaciones que me desbordan, que no necesariamente son grandes cosas, sino mi día a día. Ordenar los armarios, asearme y arreglarme, hacer las tareas domésticas con cariño, regir mis gastos, establecer unos límites con mi hija y, sobre todo, hacer que A.A. forme parte de mi vida, cada día.
He descubierto que discutir sobre un tema no significa gritar más que el otro. Hoy soy capaz, con esfuerzo, de sentarme ante una taza de café y hablar de mi hija con mi ex marido, soy capaz de decir «no» en situaciones que no me convienen y razonar mi decisión. Estoy aprendiendo a vivir según unos principios y a dejar vivir a los demás con los suyos.
Hoy, entiendo que mi relación con todo lo que me rodea es enfermiza. Soy consciente de que soy alcohólica las 24 horas del día. Y por eso me lo han puesto tan fácil: sólo por hoy.
Aprendo que tengo la fortuna de poder consultar todas mis decisiones, que ya no las tengo que tomar sola. Esas decisiones son muy distintas a las que tomaba antes. Ya no son fruto de la irreflexión y la compulsión. Hoy tengo la libertad de poder elegir.
Poco a poco se va formando en mí un carácter más sereno, más seguro, más maduro. Aprendo a diario que después de tomar esas decisiones y ponerme en acción, el resultado no depende de mí y además he hecho un gran descubrimiento: ¡Me puedo equivocar y rectificar! ¡Cuánta sabiduría tienen!
Hoy ya no me vale hacer lo mismo que hacía en activo pero sin beber. Debo aprender día a día a abordar situaciones que para mí sin beber son nuevas y me cuesta, me asusta y me abruma; pero por fin lo hago. Ya no hago ver que los problemas no existen, ya no huyo de ellos, sino que los afronto con la ayuda y la fortaleza que todos me brindan. Hoy en día trabajo a diario la relación con mi hija preadolescente, con mi pareja. En el ámbito laboral, ordeno mi economía, las relaciones familiares y sobre todo voy conociendo y siendo consciente de mis limitaciones. Ya no juego a ser quien no soy.
Lo mejor de todo es que sé que lo mejor aún está por venir. Por primera vez en mi vida me siento contenta y satisfecha con mis esfuerzos por crecer, aún sintiendo dolor. Satisfecha por luchar contra mi enfermedad día a día, a pesar de que en ocasiones decaigo, porque ya no estoy, ni me siento sola. Satisfecha por sentir por primera vez una gratitud genuina.
Me siento afortunada por tener una segunda oportunidad. Afortunada por contar con tanta gente a la que quiero, con mis compañeros, en este camino de continuo descubrimiento. Afortunada por saber que ya no dependo de mí, que un Poder Superior a mí dispondrá y yo, acompañada por todos, aprenderé a sortear la suerte como venga.
Es un duro trabajo pero nunca me dijeron que sería fácil. Me dijeron que se podía conseguir y me lo creo. Todo lo que se me ha prometido en A.A. se ha cumplido, ¿por qué no va a continuar siendo así?
Doy gracias a Dios y a todos los compañeros por darme constancia cuando yo soy inconstante, disciplina cuando yo soy indisciplinada, valor cuando yo soy miedosa, ánimo cuando estoy cansada, luz cuando estoy a oscuras y perdida.
Por todo ello, ¡gracias!
Pasó su primera juventud sin ilusiones, vacío y amargado, un esclavo del alcohol, creyéndose raro, queriendo ser una persona normal. Tras torturas y tribulaciones, la paz le vino inesperadamente.
E
N MI FAMILIA nunca vi a nadie borracho, ni había ningún caso de alcoholismo de ésos que se notan a leguas o se comentan en toda la familia durante años.
Empecé a beber a los doce años más o menos, como una cosa de lo más normal, pues ya empezaba a ser «mayor» y me animaron a beber; empezaba a ser un «hombre». Bebí por primera vez en casa de unos tíos, por Navidad. Yo era un niño con problemas de personalidad, con muchos complejos y bastante tímido e introvertido, y el trago que tomé me produjo el efecto de sentirme seguro de mí mismo, eufórico y capaz de hacer cualquier cosa que me propusiera, así que relacioné el beber con sentirme bien y seguro de mí mismo.
No paré de beber hasta después de muchos años. Comencé a trabajar a los trece; tuve que dejar el colegio. Siempre tuve dinero en el bolsillo; bebía cuanto me apetecía. Mi adolescencia fue una etapa en la que estuve muerto en vida, pues vivía apoyado artificialmente en el alcohol. No maduré ni crecí como persona.
Mientras estuve en el servicio militar mi alcoholismo empeoró. Me enviaron muy lejos de casa. Tenía miedo: el no tener cerca a mi familia me producía angustia y ansiedad. Todo ese tiempo bebí compulsivamente, lo que me produjo muchos problemas. Cuando por fin terminé, estaba en un estado lamentable: bebía cada vez más y mi tolerancia iba disminuyendo. Comencé a mentir, a esconderme para que no me vieran beber.
En el trabajo tenía muchos problemas con los jefes y compañeros. Me tuve que casar pues mi novia quedó embarazada. Yo no estaba preparado para tanta responsabilidad; la convivencia con mi mujer era imposible: continuas riñas y peleas. Era agresivo cuando me decía que tenía que dejar de beber. Yo creía que era imposible dejarlo, ya que para mí suponía la vida. Con sólo pensar en dejar de beber me estremecía. Estaba muy mal: vacío, sin ilusión alguna, amargado y atormentado. Si bebía me sentía mal y si no bebía me sentía peor. Tenía muchos resentimientos; creía que todos estaban en contra mía; deseaba profundamente morirme y acabar de una vez.
Ésta era mi situación a los veinticinco años. El que creía que era mi mejor amigo, mi aliado y mi dios cuando comencé mi carrera alcohólica a los doce años, con el paso del tiempo se convirtió en mi peor enemigo, en el diablo en persona. Tuve que vivir la experiencia del
delirium tremens
.
Trabajando subido en una escalera, borracho como estaba, me caí y me partí un tobillo. Al ingresarme en el hospital y al no beber debido a las circunstancias y a que el médico tampoco se percató de mi alcoholismo, sufrí un
delirium tremens
. Se me fue la cabeza; estaba como loco, fuera de mí y de la realidad. Veía bichos, figuras amenazantes que venían por mí. Creía que la mafia venía a torturarme todas las noches; deliraba e insultaba al médico; a mi familia no la reconocía.
El médico le preguntó a mi madre si yo era bebedor, pero mi madre (como buena madre) lo negó, y ocultó al médico mi alcoholismo. Mi madre desconocía la enfermedad que tengo.
Cuando me dieron el alta médica lo primero que hice fue celebrarlo cogiendo una borrachera a las nueve de la mañana en el bar del hospital.
Me llevaron al médico de cabecera para solucionar mi «rareza», ya que nadie hablaba de alcohol ni alcoholismo; después me llevaron al psicólogo, a un psiquiatra e incluso a una curandera.
No recuerdo que nadie me dijera claramente cuál era mi problema. Iba bebido a todos estos sitios y acompañado de mi madre que, debido a su desconocimiento y amor de madre, tampoco hablaba de mi forma de beber.
Yo me consideraba un bicho raro; creía que había nacido así y así me tenía que morir. Me sentía esclavo del alcohol. Deseaba con toda mi alma ser una persona normal. También tuve la desgracia de sustituir el alcohol por otra droga, los fármacos, ya que trabajaba en una farmacia. Cuando me reprendían por mi manera de beber, bebía menos y tomaba pastillas que me hacían el mismo efecto y que, además, ligadas con el alcohol potenciaban el efecto de éste. He tomado muchas pastillas que por poco no me llevaron a la muerte o a la locura.
Por el alcohol he robado, engañado, mentido y he llegado a lo más bajo y ruin como persona. No me echaron del trabajo por lástima; siempre he trabajado en el mismo sitio y me han aguantado y soportado mucho, hasta que me dieron la última oportunidad: o cambiaba o iba a la calle. También mi mujer me dejó y se fue durante unos días con su familia.