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Authors: Alcohólicos Anónimos

Tags: #Autoayuda

El Libro Grande (43 page)

BOOK: El Libro Grande
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Mi soberbia siempre ha sido de tipo intelectual. Las copas me convertían en un experto en cualquier campo del saber. Filatelia, carburadores, relaciones internacionales, agricultura de subsistencia…, nada se me resistía cuando el whisky engrasaba mi cerebro. Con unos cuantos tragos era el escritor incomprendido que descubrirían las generaciones venideras, o un habilidoso saxofonista, o un intrépido navegante solitario. Todas las noches, tumbado en la cama, el mundo, rendido a mis pies, reconocía mis méritos. Todas las noches, mirando las grietas del techo, pronunciaba discursos, y a veces me entrevistaban.

La vida, entretanto, seguía su curso inexorable, ajena a mis delirios. Terminó la adolescencia y empezó la primera juventud. Concluí los estudios y empecé a trabajar. Me casé, nacieron mis tres hijos. El tiempo pasaba y yo seguía en mi nube, que hacía flotar a base de alcohol y drogas.

Mi carácter empezó a cambiar. Pasaba, sin solución de continuidad, de la euforia a la ira. Nadie en casa sabía a qué atenerse. En el descenso vertiginoso hacia las alcantarillas de mi enfermedad me fui quedando cada día más solo. Intentaba comunicar mis pensamientos y mis emociones, pero nadie parecía interesado en aguantar mis balbuceos salvo si les pagaba unas cervezas, y cuando le mostraba a alguien mis escritos, me los devolvía envueltos en un piadoso silencio.

Un día me di cuenta de que una droga me esclavizaba y la dejé. Era incapaz de ver mis otras adicciones. Me desenganché sin ayuda, pero el hueco que dejó esa droga fue ocupado de inmediato por otra. Cambiaba de pareja circunstancial pero permanecía fiel al alcohol, mi amor permanente. No quería renunciar al placer de creerme por unas horas Henry Miller o Humphrey Bogart.

Con el alcohol y la nueva droga ingresé definitivamente en la locura. Mi mente segregaba continuamente delirios y justificaciones. «No pasa nada», me repetía constantemente. Tú no tienes problemas. Los problemas los tienen los otros, que no saben vivir, que son unos «capullos» y no se enteran de nada. Yo era el listo, el que lo tenía todo bajo control. En realidad estaba tan mal que no sabía lo mal que estaba. Los que me rodeaban se apresuraron a ponerse a salvo. Perdí definitivamente el control de mis actos y descendí círculo a círculo hasta el fondo del infierno. Desde allí, chapoteando en mi propia inmundicia, sólo se vislumbran dos caminos: beber hasta la muerte o pedir ayuda.

Llamé desde una cabina a Alcohólicos Anónimos. En el tiempo que me concedió la moneda escuché por primera vez palabras de aliento. Me hablaba alguien que comprendía lo que me estaba pasando porque había pasado por ello. Me estremecí y una emoción desconocida me recorrió el cuerpo. No estaba solo.

Acudí a una reunión. Se palpaba en el aire un amor radical y una sencilla sabiduría que no se aprende en los libros. Me sentí aliviado. Allí estaba lo que había buscado durante años en la botella. Supe al instante que aquella pandilla de borrachos me enseñaría a sobrevivir en un mundo que hasta entonces había negado.

Aquellos alcohólicos no tomaron mis datos, ni me exigieron asistencia, ni me dieron consejos, ni informaron a mi familia. Me hablaron de servidores, no de jefes, y sólo me impusieron una norma: nadie interrumpe al compañero que está hablando. Más adelante entendí por qué los alcohólicos no necesitamos reglamento pormenorizado ni una ley escrita. El alcohol se encarga de vigilarnos. Si haces lo que debes, el camino conduce a la vida plena, útil y feliz. Si insistes en querer salirte con la tuya vuelves a beber.

Me dijeron que cada uno se responsabiliza de su propia recuperación y que aquello era como hacerse un traje a medida. Por primera vez en mi vida hice caso a otros seres humanos y escuché lo que me decían. Hasta ese momento la soberbia me había obturado los oídos. Mi forma habitual de vivir era autopropulsada, pero el sufrimiento había derretido los tapones de mis orejas. La información entraba en mi cabeza y empezaba a despertarme el entendimiento.

Me dijeron que cuando un alcohólico habla con otro de sus emociones, a los dos se les pasan las ganas de beber. No hay más misterio que ése. El lenguaje que brota directamente del corazón es lo que nos sana, porque sale teñido de emociones. Me puse a trabajar. Escuchaba lo que otros sentían y me esforzaba por poner mis sentimientos en palabras. También en mí se produjo la magia.

Aquellos alcohólicos me dijeron que tenían un programa. Me dijeron que era un programa sugerido, que allí nadie obliga a nada.

Lo que he aprendido en A.A. lo aplico no sólo dentro de la comunidad de Alcohólicos Anónimos, sino en todos los ámbitos de mi existencia. Para mantener mi condición espiritual es importante que trabaje para poner el mensaje de esperanza al alcance de quien tenga problemas con el alcohol. Mejoro mis relaciones con Dios a través de la oración y la meditación y doy gratis a los demás lo que a mí no me costó nada: la sabiduría necesaria para estar un día más sin beber.

(10)
 
LA BENDICIÓN DISFRAZADA

Acostumbrado a disimular todo problema, este sacerdote, lejos de la tierra familiar, se iba poniendo cada vez más soberbio en su negación. Una noche, ante el mismo obispo, se emborrachó y tocó su fondo.

P
OR SER YO el tercero de cinco hermanos, desde pequeño, mi temperamento ha sido algo introvertido. Cuando tenía cinco años tuvimos que enfrentamos con la pobreza, porque mi papá y su hermano sufrieron la quiebra de su empresa constructora. Nunca se recuperó del todo esa fuente de ingresos, de tal manera que a veces estábamos muy cortos de dinero. A pesar de eso, o quizás a causa de eso, tuvimos un hogar donde reinaba la solidaridad, el amor y un gran calor humano. De todos modos, mis padres no acostumbraban a manifestar amor y cariño abiertamente y ese estilo de vida pasó de forma natural a nosotros, los hijos. No había abuso del alcohol en mi hogar aunque más tarde llegué a sospechar que alguien tenía problemas con el trago, pues mi tío pasaba tiempo internado en un hospital, creo que por alcoholismo.

Todos nosotros, los cinco hermanos, teníamos bastante capacidad intelectual y mis padres se sentían orgullosos de sus hijos, de tal manera que sacar buenas notas en la escuela primaria era algo muy valorado y motivo de gran aprecio y afecto de papá y de mamá. También nos exigían que nos aplicáramos muy seriamente a los estudios, hasta tal punto que uno de ellos revisaba nuestros trabajos escolares con frecuencia. Con eso se exigía una disciplina en nuestro comportamiento que facilitaba un progreso superior al de nuestros compañeros. Todos nosotros figurábamos entre los estudiantes más avanzados del curso. La formación religiosa en la iglesia católica iba por el mismo camino. Así que, aun de niño, tenía gran aprecio por mi fe católica, y al llegar a secundaria decidí, con el apoyo gozoso de mis padres, entrar en el seminario con la gran ilusión de ser sacerdote, pues admiraba mucho a los sacerdotes de mi parroquia natal. Eran hombres buenos y también mostraban gran afecto a mi familia. Puesto que era muy buen estudiante, las autoridades me dejaban seguir adelante aunque no podíamos pagarlo todo. En esos primeros años no mostraba ninguna tendencia de tener dificultad con el trago. Era buen estudiante, me gustaba el deporte y, en general, me llevaba bien con mis compañeros del seminario.

Más o menos a los diecisiete años comencé a probar la cerveza y muy pronto descubrí que la bebida me ayudaba a superar la timidez que me impedía participar plenamente en la vida social. Aunque en esos años abusé del alcohol algunas veces, no quise dejarlo del todo porque me facilitaba una vida social más plena y agradable. Sin que me diera cuenta, estaba cruzando esa línea invisible que separa a los bebedores normales de los bebedores problema. Me gustaba bastante el efecto del alcohol así que seguía tomando, especialmente cuando me tocaba asistir a una reunión o fiesta social, pues el trago me facilitaba participar plenamente e incluso hasta convertirme en el animador de la fiesta. A veces perdía el control, pero no me parecía tan grave mi comportamiento. Mi enfermedad estaba avanzando sin que lo supiera.

Puesto que la vida en el seminario era bastante controlada, el avance de mi alcoholismo era lento y así las autoridades no descubrieron el problema.

Recibí la ordenación sacerdotal y fui destinado a trabajar en una parroquia donde también era profesor de un colegio de la iglesia local. Como el beber me causaba resaca al día siguiente, nunca tomaba durante la semana, pues me resultaba tremendamente doloroso enfrentarme con varios grupos de estudiantes en esa condición, así que otros compañeros y yo sólo tomábamos los viernes después de las clases, mientras resolvíamos los problemas del colegio y del mundo. Siempre dejábamos de tomar a la medianoche, y aunque manejaba mi auto en una laguna mental para llegar a la casa parroquial, con unas horas de descanso ya podía trabajar al día siguiente, aunque con resaca. De esa manera no di motivos de escándalo a la gente de la parroquia. Algunos debieron de haber notado en la misa del sábado, que el «Reverendo Padre» no estaba del todo bien, pero no tocaron el «timbre de alarma». Así protegían al sacerdote y eso, a fin de cuentas, sólo servía para que yo siguiera tomando.

Después de unos cinco años el obispo pidió voluntarios para trabajar en otros países, y me ofrecí con gusto. Así es como llegué a un nuevo país muy contento de haber dado ese paso. Cuando me llegaban las frustraciones de aprender un nuevo idioma, de acostumbrarme a un nuevo clima, comida, cultura y costumbres muy diferentes, tenía el remedio siempre a mano: una botellita de trago «espanta frustraciones». Reconocía de manera algo vaga que no estaba todo muy bien, pero suponía que con el paso del tiempo todo iba a arreglarse poco a poco. Así pasaron los años sin que se me presentaran complicaciones graves. Lógicamente, durante estos años, fui desarrollando una tremenda capacidad de encubrir, tapar y disimularlo todo, de tal manera que, aparentemente, todo andaba viento en popa. Pero en realidad, mis compañeros han debido de reconocer que las cosas iban de mal en peor. Sólo que no sabían por dónde agarrar el problema, puesto que en mi negación me había vuelto muy arrogante, engreído y prepotente. En una oportunidad le pregunté a una hermana religiosa por qué ningún compañero ofrecía comentarios a mis «brillantes» sugerencias, y ella me respondió: «¿Piensas tú que alguien se atrevería a contradecirte?» Era una invitación de su parte a cuestionarme a mí mismo. Pero no lo hice.

Así iba progresando en nuestra enfermedad, que se define como progresiva, incurable y fatal. Más tarde conocí a una mujer que llevaba muchos años en el programa, que siempre agregaba la palabra «paciente» a «progresiva, incurable y fatal», pues decía ella que el alcohol nos estaba esperando a la vuelta de la esquina. Me hacía mucha falta una experiencia muy dramática y vergonzosa para que reconociera mi realidad de ser un alcohólico «hecho y derecho». Es lo que nosotros en A.A. llamamos «tocar fondo».

Esa «bendición disfrazada» me llegó de la siguiente manera: Mi obispo me pidió atender a cuatro parroquias abandonadas y muy lejos de la ciudad. Llegar a esas parroquias era todo un desafío, y más todavía en tiempo de lluvias, porque los caminos se ponían totalmente intransitables. Acepté ese nombramiento de muy buena gana, pero después de relativamente poco tiempo caí en la cuenta de que ese trabajo era no sólo difícil sino imposible. ¿Por qué? Porque iba viajando de un lado a otro con mucha frecuencia, de tal manera que nunca estaba mucho tiempo en ninguna parroquia. Era como un picaflor pasando de un lugar para otro sin tener la posibilidad de cultivar una relación humana con nadie. Como dice el refrán: «El que mucho abarca poco aprieta». Al caer más y más en la cuenta de que mi manera de insertarme era muy equivocada, comencé a sentir resentimiento para con el obispo quien, según mi pensamiento, me había encomendado una misión no sólo difícil, sino una tarea condenada al fracaso antes de comenzarla. Y luego, en vez de plantearle al obispo el problema tal como yo lo veía, me guardaba el resentimiento adentro porque ya me había acostumbrado a disimular todo problema y actuar como si no existiera. Pasaron muchos meses, mientras iba creciendo mi resentimiento contra al obispo. Después de un tiempo me encontré en la misma casa con el obispo y comencé a tomar tragos fuertes directamente de la botella, sorbo tras sorbo. Así que entré en cólera y subiendo al cuarto donde estaba el obispo, descargué todo mi resentimiento contra él, inclusive con palabras groseras. Al día siguiente ni me acordaba de lo pasado la noche anterior, pues, estaba en una laguna mental en que el alcohol no dejaba funcionar normalmente la memoria.

Uno de mis hermanos sacerdotes me contó todo lo que había pasado la noche anterior incluyendo todos los detalles tan vergonzosos. Eso fue para mí, tocar fondo. Estaba lleno de vergüenza, de pena y de deseos de borrar todo lo ocurrido, aunque evidentemente no era posible hacer eso. Luego me fui donde el obispo para pedirle perdón. Y él, mirándome con gran cariño fraternal, me dijo: «Tú no eres un hombre malo, pues tú y yo hemos realizado muchas obras muy hermosas y valiosas en bien de la gente. Lo que pasa es que tienes una enfermedad que se llama alcoholismo y esa enfermedad te está minando todo lo bueno que el Señor Dios te ha dado a través de tu vida larga y hermosa. Te pido de hinojos que aceptes el tratamiento que necesitas para que puedas comenzar tu vida de nuevo y gozar de una sobriedad creciente un día a la vez».

Como mis hermanos sacerdotes me estaban sugiriendo lo mismo, acepté, un tanto de mala gana, la invitación a internarme en un centro de tratamiento exclusivamente para sacerdotes alcohólicos. Al estar allí poco tiempo llegué a reconocer mi condición de alcohólico… pero a regañadientes. Me costó mucho no sólo reconocerlo, sino también aceptar tranquilamente mi realidad.

Intelectualmente no podía seguir negándolo, pero al nivel de las emociones, no podía aceptarlo con serenidad. Rezaba hasta con lágrimas durante mucho tiempo hasta que, poco a poco, fui llegando a una paz más profunda conmigo mismo y con mi condición de alcohólico. Lo que me salvaba el pellejo era el hecho de que asistía a reuniones de A.A. tres o cuatro veces por semana. Esos compañeros y compañeras del programa de los 12 Pasos fueron mis maestros, mis compañeros y mis amigos de verdad; pues me aceptaban con gran cariño y respeto, pese a mis defectos y problemas, que no eran pocos. Llegué a una aceptación aun gozosa de mi condición de alcohólico en recuperación. Y, ¿cómo pasó todo eso? Pues, en un determinado momento, comencé a apreciar el hecho de mi sobriedad y tomé la decisión de nunca rehusar una petición de servicio a la gran familia de A.A. Al hacerlo, comencé a descubrir que mi Poder Superior estaba valiéndose de mí para servir a mis hermanos alcohólicos que necesitaban recibir la buena noticia de que hay una solución. Así que el Dios que conozco muy poco, pero que me conoce a mí y me ama muy de veras, me estaba abriendo todo un nuevo camino de servicio. Al tratar de compartir el programa y de acompañar a muchas personas en un camino nuevo hacia una sobriedad y una serenidad nuevas y maravillosas, estaba caminando yo mismo por ese nuevo camino. Llegué a ver claramente que mi alcoholismo era en realidad una gran bendición disfrazada.

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