Es difícil describir las vueltas tan enormes que dio mi vida desde que me encontré a mí misma en Alcohólicos Anónimos. Lo que buscaba en los bares, lo encontré por fin donde menos lo esperaba, entre gente que se esforzaba por no tomar alcohol. Aquí he encontrado amigos, mentores, familia y hasta una compañera en la vida. Después de tres años de sobriedad, mi marido y yo nos separamos, ya que por fin acepté que soy lesbiana. Hoy día él vive muy feliz con su nueva pareja, y yo estoy sobria y feliz con la mía.
Trabajo mucho también en varios puestos de servicio en la Comunidad de Alcohólicos Anónimos, ya que sé que esto me ayuda mucho a mantener mi sobriedad.
Jamás pensé que la vida podía ser así, que la verdad me liberaría. Lo que intentaba ocultar durante años me hubiera terminado matando algún día ya que la enfermedad del alcoholismo no conoce límites. Sin embargo, con casi cincuenta años de andar por la tierra, estoy tan sólo en el principio de mi vida.
Hoy día, con ocho años de sobriedad, no siento orgullo ni superioridad, sino humildad, acompañada de muchísima gratitud.
«A los 21 años de edad […] después de llevar seis años yendo a cuantos médicos me enviaban, después de buscarme enfermedades como VIH, lupus, metales en la sangre, lepra, una costilla flotante, cáncer y un mundo de cosas raras, fui sincera por primera vez en mi vida con un médico y le dije que consumía mucho licor…»
M
I HISTORIA es igual a la de muchas mujeres alcohólicas, que no sabíamos que sufríamos de alcoholismo y cuando supimos que era una enfermedad, pensábamos que sólo les daba a los hombres.
Comencé a ingerir licor desde muy temprana edad. Más o menos cuando tenía seis años, en unas fiestas de fin de año, junto con mi hermano mayor me robé una bandeja que estaba lista para ser repartida con muchas copas de aguardiente y desde aquí comenzó mi carrera alcohólica. Solo que lo vine a saber cuando había entrado al programa de Alcohólicos Anónimos 20 años más tarde.
Yo iba aumentando en edad y en mi manera de consumir licor. Mientras estudiaba la primaria sólo consumía licor en las fiestas de fin de año, luego ya en la secundaria, veía con normalidad tomar vino y cerveza en los fines de semana, pero cada vez eran más frecuentes las ansias que mantenía por la bebida, se me iba despertando lo que llamamos la «tripa aguardentera». Éstas se recrudecieron más cuando salí de la universidad, allí pasé a tragos más fuertes. Cuando terminé mis estudios me salió la práctica en otra ciudad; era mucho más grande; tenía tres veces el número de habitantes de aquella pequeña ciudad en la que yo había nacido.
El mundo se abrió ante mis pies y me deslumbró, me había dado el permiso de tomar y hacer todo lo que se me antojara. Fui bebiendo cada día más y cada vez más cantidad, pero menos calidad. Pasé de tragos finos a tragos fuertes y baratos. Los fines de semana eran una fiesta para seguir con el elixir de la vida, la fórmula secreta de la alegría y el derroche. El rey alcohol fue ganando cada vez más la partida, me enlagunaba siempre que ingería alcohol, eran escasos los días en que recordaba todo lo que había hecho, los amigos ya no me invitaban a sus fiestas porque siempre formaba algún problema, me volví agresiva y violenta. Si alguien me hacía algún reclamo por mi forma de beber, lo agredía físicamente. Pero siempre encontré el ángel de la guarda que no me dejaba ni de noche, ni de día. Para este tiempo ya no sabía dónde estaba mi problema, porque con cinco cervezas ya estaba borracha, la lengua se me enredaba y todos mis movimientos se volvían lentos; para la sexta cerveza no recordaba nada. Aquí llegué al punto que mi vida se convirtió en un verdadero problema: Malo si bebía y malo si no lo hacía.
Antes de ingresar a Alcohólicos Anónimos, fui a un supermercado a comprarme una cadena y cuatro candados para amarrarme a la cama, todo el fin de semana, porque si lo lograba estaba segura de que no tomaría por lo menos en quince días o saldría victoriosa ese fin de semana. Pero no encontré lo que buscaba, porque las cadenas no las vendían soldadas como las necesitaba.
Luego llegó el fin de semana más desastroso del mundo porque me enloquecí de tanto beber y le rompí la cabeza a una amiga con la tapa de una olla a presión, le fracturé un dedo a otra, al amigo lo insulté porque era gay y al otro porque estaba metido en malos negocios. Pensé al otro día que ésta sería mi última borrachera y tomé el directorio telefónico y llamé a A.A., pero me dio miedo que fueran por mí a la casa de mi abuelita que era con quien vivía en esta ciudad, me llené de pánico y colgué, pero luego recapacité y me dije si vienen por mí digo que nos vemos allá. Yo no tenía ni idea cómo funcionaba Alcohólicos Anónimos.
Estuve entrando y saliendo de los grupos de A.A. por espacio de tres años, cuando empecé a sentir que mi cuerpo estaba saturado por el licor y empecé a ver que no me respondían los brazos y las piernas. Para este momento ya tenía 21 años de vida, tuve que ir al médico, y me remitió al neurólogo. Después de pasar por tres neurólogos más, me remitieron a un equipo médico. Eran siete especialistas: un médico general, un psiquiatra, un neurólogo, un ortopedista y otros tres más que no recuerdo su especialización. A todas esas y después de llevar seis años yendo a cuanto médico me enviaban, después de buscarme enfermedades como VIH, lupus, metales en la sangre, lepra, una costilla flotante, cáncer y un mundo de cosas raras, fui sincera por primera vez en mi vida con un médico y le dije que consumía mucho licor, que había empezado a asistir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos, pero que el programa me parecía muy difícil. La verdad es que no lo había comenzado en serio hasta ese día.
Este buen hombre me dijo que tenía una polineuropatía alcohólica, y que lo mejor que podía hacer por mi salud era dejar de consumir licor, porque si seguía así, podría quedar en una silla de ruedas, si es que no me moría antes. Con esta sentencia decidí hacer algo por mi vida, seguí asistiendo a las reuniones de Alcohólicos Anónimos como si fueran mi única medicina, que me estaban regalando y que esta vez tenía que aceptarla porque me estaba suicidando lentamente.
Los primeros días no fueron sencillos, no podía conciliar el sueño, me levantaba de madrugada y tenía que ir a trabajar temprano. Se me descuadró el reloj biológico. Mi nueva enfermedad era igual al alcoholismo que se detiene pero no se cura; tenía que aprender a convivir con estas dos enfermedades.
Hoy después de muchos años todavía no he recuperado del todo mi salud, es más, me volví una paciente de problemática, porque cuando necesito una cirugía, por sencilla que sea, debo estar en un hospital especializado, porque dicen que la anestesia es muy arriesgada… secuelas de mi desorden de beber.
Después de saber esto y de haber desorganizado mi vida de esta manera, Alcohólicos Anónimos era lo único que podía ayudarme y me dispuse para acoger esos Doce Pasos y empecé a caminar al lado de los verdaderos amigos. En esos días una vieja amiga de tragos me dijo que yo no era buena compañía porque no bebía, que esos alcohólicos me habían frustrado, que me había vuelto muy aburridora. Días después ella se suicidó de un tiro al corazón. No pudo entender que la vida no era sólo licor, paseo y fiesta.
Seguí pues con mi programa. Seguí leyendo y llegué a las Doce Tradiciones; le encontré sentido a cada una de ellas y entendí para qué fueron diseñadas; que no podemos quedarnos en nuestra recuperación, que tenemos que empezar a llevar este mensaje a quien lo necesite, que debemos ayudar al grupo a mantener esas puertas abiertas para cuando llegue alguien más así como un día llegué yo, que debemos ser dadivosos con nuestro grupo y nuestras oficinas, que todos somos los «socios de ellas», que debemos compartir cuando tenemos, no sólo cuando nos sobra. Y por último empecé a leer los Doce Conceptos; que por cierto me parecían muy complicados y aburridores, pero me di cuenta de que allí es dónde está escrita la inmensidad de la Comunidad, que no estamos solos y que somos muchos, en muchas partes del mundo, alcohólicos y no alcohólicos, sin importarnos la clase, raza, sexo, religión, costumbres, idioma. Todos hablamos el mismo lenguaje del corazón.
Somos muchos los alcohólicos recuperados con este milagro. Son muchos los dolores que me ha ahorrado Alcohólicos Anónimos, hasta el día de hoy. Sólo por 24 horas, y con la ayuda de todos estoy segura de que seguiré por este camino, grande, ancho, espacioso y feliz, que me obsequió Alcohólicos Anónimos, con la ayuda infinita de ese Poder Superior como yo lo concibo.
Gracias a todos los Alcohólicos Anónimos por ser mis hermanos en donde quieran que estén.
Un domingo por la mañana temprano este joven alcohólico, solitario e introvertido, se despertó tirado en el patio de una casa desconocida, experiencia que le dio la suficiente motivación como para buscar ayuda en Alcohólicos Anónimos.
E
S UN pequeño poblado en la montaña. La gente se dedica a la agricultura y depende mucho de la lluvia para que sus cosechas se logren. Es muy común el uso de bebidas embriagantes por los campesinos del lugar. Las bebidas más populares son la cerveza y el pulque, que es una bebida local que se extrae del maguey (agave), y su uso se remonta a tiempos prehispánicos. También existe una bebida fuerte que se extrae de la caña: el aguardiente. En este lugar nací y, desde muy pequeño, vi de cerca los estragos que produce en hombres y mujeres el abuso de estas tres populares bebidas embriagantes.
Fui el segundo de catorce hermanos, siete hombres y siete mujeres, de los cuales sólo sobrevivimos diez. Siempre había un nuevo miembro en la familia que llegaba a nuestro hogar para reclamar un lugar. Los cuatro mayores nacimos en el campo, los otros diez nacieron en la ciudad. Mi padre luchaba para cubrir las necesidades básicas de todos y siempre tuvimos un hogar y algo para comer. Mí madre también luchaba, tratando de criarnos a todos de la mejor manera posible. La vida en estos lugares es muy dura. M padre no tenía nada, había pobreza; por lo tanto, crecimos con limitaciones materiales, de atención y cariño.
A mi padre le gustaba el trago, y como resultado de esa actividad, tuvimos que emigrar a la capital. Mi madre también tomaba y, ya instalados en la ciudad, la forma de beber de ambos empeoró. Yo contaba con ocho años de edad.
Asistí a la escuela los primeros seis años de educación básica y mi desempeño, a pesar de todo, fue muy bueno. Hasta allí el propósito mío era no tomar nunca ninguna bebida embriagante. Después de terminar la educación primaria mi deseo más grande era asistir a la siguiente etapa, que era la secundaria pero, debido a que ya había demasiados hermanos, mi padre ya no podía darnos apoyo; es más, los mayores tuvimos que trabajar para cubrir nuestras necesidades personales.
Fue una frustración tremenda para mí. Yo pensaba que era la obligación de mi padre darnos lo elemental para vivir. A esa temprana edad ya tenía una mala impresión de mi padre por los abusos que, como bebedor, cometía contra nosotros. Era muy rígido en su forma de disciplinarnos. Cuando no lo obedecíamos, hacía uso de los golpes y las palabras obscenas, no sólo contra nosotros sino también contra nuestra madre. Y esa actividad duró desde la infancia hasta, en mi caso, la adolescencia. Esto me causó una tremenda inseguridad, miedo, deseos de venganza y otros sentimientos y pensamientos enfermizos que duraron por muchos años arraigados en mi mente. Traté de entender su comportamiento violento contra nosotros pero, a esa edad, no es fácil entender muchas cosas. No puedo culpar a mi padre por mi alcoholismo. Tampoco creo que mi alcoholismo lo haya heredado de mis padres ya que el resto de mis hermanos no tienen problemas con la bebida.
Empecé a trabajar aproximadamente a los trece años, aunque desde los ocho años hacía cualquier cosa y ganaba algunos pesos. Ayudaba a un señor que era ciego a vender dulces en la entrada de una escuela. Un año después fui a trabajar de ayudante de construcción en una escuela que estaban construyendo. Allí, al finalizar la primera semana de trabajo y para celebrar con mis compañeros de trabajo mi primer salario, hice contacto con la cerveza, y mi decisión de no tomar nunca bebidas embriagantes quedó en el olvido. Andaba entre los catorce y quince años de edad y mi carrera alcohólica había comenzado. Desde el principio encontré en la bebida alivio para las humillaciones, limitaciones y miedos que, según yo pensaba, la vida me había dado. La bebida adormecía en mi mente y ahogaba en mi pecho un padecimiento interno. Es cierto, el alcoholismo es una enfermedad física, mental y espiritual. La bebida me ayudó también a vencer esa inseguridad para comunicarme con los demás y, sólo con la bebida, se me soltaba la lengua y podía hablar con cualquiera de cualquier cosa. Sí, la bebida era el elixir mágico que curaba y eliminaba muchas de mis limitaciones físicas y mentales, al menos eso era lo que pensaba en esos días. Incluso, borracho podía sentirme un gran galán y enamorar a una mujer. Sí, el alcohol tiene poder y, al ingerirlo, yo me transformaba y hacía el papel de personaje.
En el ambiente donde me desarrollé, el tomar, fumar y enamorar a una muchacha eran manifestaciones de que estaba en el camino correcto para convertirme en un verdadero hombrecito.
El día de esa primera borrachera con seis cervezas, no llegué al hogar donde vivía por miedo a sufrir las consecuencias por parte de mi padre. Llegué al siguiente día y, para mi sorpresa, mi padre no me dijo nada, ni tampoco lo hizo mi madre. Sentí alivio y a la vez me sentí libre de volver a tomar si lo deseaba. Racionalizaba que si ganaba mi dinero era correcto que lo gastara como quisiera, y si deseaba emborracharme nadie tenía por qué prohibirme nada. Después de esa primera borrachera, sólo tomaba a escondidas, de forma ocasional, sin llegar a la embriaguez.
Se acabó ese trabajo y me fui a acompañar a mi padre, que también era ayudante de la construcción, y trabajamos en tres construcciones más. Por supuesto que allí la bebida abundaba, pero yo no tomaba por miedo a mi padre allí presente.
Después, como a los dieciséis años, mi abuela y un tío me ayudaron a conseguir un trabajo en una fábrica de bicicletas. ¡Imagínense mi inseguridad, que no podía yo solo conseguir un trabajo! Allí ganaba un poco más de dinero y también empecé a beber las cervezas con los compañeros de trabajo. En esas borracheras hubo más irregularidades en mi conducta a las que no puse atención. Abusaba de mi forma de hablar y utilizaba el lenguaje obsceno contra los demás compañeros de borrachera. Un compañero de trabajo casi me dispara con una pistola después de hablar mal de su madre. En otra ocasión agarré una borrachera con un compañero de trabajo y amanecí en la cárcel por escandalizar en un hotel. Yo no recuerdo nada debido a las «lagunas mentales» que ya se hacían presentes en casi cada borrachera.