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Authors: Alcohólicos Anónimos

Tags: #Autoayuda

El Libro Grande (42 page)

BOOK: El Libro Grande
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A través del apadrinamiento y los Doce Pasos pude verme con objetividad y compasión y pude ver la verdad de mi pasado, que bebía para ser amada y aceptada por la gente porque no me amaba y aceptaba a mí misma. Como gran actriz, tenía mil máscaras para ser lo que pensaba que otros querían que yo fuera; bebía para escapar del infierno que estaba viviendo con mi familia. Mi madre sufría de una enfermedad mental la cual no le permitía darme el apoyo emocional, material y espiritual que necesitaba de niña. Más bien yo pasé a ser madre de ella. El concepto de Dios que ella me inculcó era que si hacíamos suficientes oraciones, Dios nos daría todos nuestros deseos, nos convinieran o no. Que si no se nos concedían era porque alguien nos había echado mal de ojo. Por causa de sus problemas emocionales, me hizo temer que todas las personas estaban tratando de lastimarnos y yo empecé a desconfiar de todo el mundo. Luego, cuando entré en la pubertad a los doce años, fui abusada sexualmente por mi padre. Esto me llenó de resentimientos hacia todos los hombres y pasé mi adolescencia queriendo desquitarme con ellos o buscando desesperadamente que me amaran. En varias ocasiones pensé en el suicidio pero, como creía en la reencarnación, siempre pensé que si me mataba iba a tener que volver a nacer y vivir lo mismo otra vez. Así que mejor empecé a beber y drogarme para olvidarme del mundo, muchas veces sola y a escondidas. Mi vida se volvió ingobernable. La vergüenza por mis acciones y el miedo formaron parte regular de mí.

Cuando me hice miembro de A.A., mi autoestima estaba tan baja que pensaba que ni siquiera merecía ser aceptada por los alcohólicos. Por la gracia de Dios, uno de los más viejos del grupo me dijo que no importaba si era alcohólica o no, que sólo importaba si tenía el deseo de dejar de beber. Yo le dije que sí lo tenía y él me dijo que entonces yo podía ser miembro de A.A. Gracias a Dios que el viejo me lo puso tan simple porque si yo hubiera tenido que decidir si era alcohólica o no, no hubiera sabido lo suficiente de la complejidad de una enfermedad que ataca la mente, el cuerpo y el alma, como para poder decidir en ese momento.

Luego, con sólo dos meses en el programa, me obsesioné con el amigo de A.A. que me estaba llevando al grupo. Por la gracia de Dios, él llevaba diez años sin beber y me dijo que, aunque yo también le gustaba, él estaba tratando de practicar un programa de recuperación y cambiar de actitud. Que él quería serle fiel a su novia y respetar a su amigo, que era mi novio. Además, que yo era nueva en el programa y no sabía lo que estaba haciendo y me debía enfocar en mi recuperación. Me sugirió que me consiguiera una madrina y trabajara en los Doce Pasos. Años más tarde, yo le di las gracias a él por haber puesto primero los principios, porque si yo me hubiera involucrado con él, lo más probable es que hoy no estaría en A.A. Dios le dio un momento de lucidez y él puso a un lado su egoísmo para darme a mí la oportunidad de quedarme en A.A. Por supuesto, en ese momento no lo vi así y me sentí tan despreciada que de coraje fui y me enredé con una persona fuera de A.A. Por causa de eso, mi novio quiso romper conmigo y yo tuve lo que fue mi fondo. Yo había querido sólo dejar de beber pero quería seguir actuando igual que antes y eso no coincide con el programa de A.A. Cuando mi novio me echó de la casa, agarré el auto y empecé a manejar a 65 millas por hora en unas montañas peligrosas donde la velocidad máxima era de 35 millas. De momento, escuché una voz tranquila y amorosa que me dijo: «Tranquila, ésta no es la solución». Detuve el auto y empecé a llorar. Fue mi primer despertar espiritual. Pensé que si morir no era la solución, entonces mejor beber. Pero empecé a recordar a todos mis nuevos amigos de A.A., que ya tenía cinco meses sin tomar y no los quería defraudar; y me di cuenta de que ya no podía regresar hacia atrás. Ese día decidí que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por no beber. Busqué una madrina que me amadrinó con la literatura y los Doce Pasos y empecé a servir en el programa de A.A.

Luego de esa pelea, me contenté con el novio y a los dos años nos casamos. Desafortunadamente, nosotros nos juntamos cuando ambos teníamos muchos traumas, defectos y resentimientos y nos lastimamos mucho. Eventualmente tuve que admitir que realmente nunca habíamos sido compatibles y que queríamos distintas cosas de la vida. En mi caso, me tomó trece años de trabajar en el programa y conocerme a mí misma para tener la suficiente fortaleza espiritual para desprenderme de esa relación. Y más que nada, de poder irme sin odio ni dolor, sino con compasión y perdón hacia él y hacia mí misma.

Hoy en día, dieciséis años después de haber dejado de beber, disfruto de una relación maravillosa con un compañero de A.A. que conocí en el servicio. Por primera vez en mi vida sé lo que es una relación de pareja donde existe el amor y la aceptación incondicional. Compartimos el gozo del servicio y el amor a A.A. Caminamos mano a mano en el camino de la recuperación y llevamos juntos el mensaje de A.A. a aquellos que aún sufren. Es un privilegio poder servir a mis compañeros y un verdadero gozo el ser testigo de cómo, poco a poco, son convertidos por la gracia de Dios en hombres y mujeres con dignidad.

Hoy soy actriz de profesión. Todas las máscaras que me ponía antes para que otros me quisieran, ahora me las pongo, pero para mi carrera artística. En mi vida real no utilizo máscaras, puedo ser quien soy. Soy amada y respetada por mi esposo, mi familia, mis amigos, mis patrones y mis compañeros de A.A. Gracias a A.A. he podido aceptar a mi mamá así como es y trato de ser la mejor hija que puedo ser para una madre enferma. Gracias a A.A. he podido perdonar a mi padre sus errores y me enfoco en sus aciertos. Gracias a A.A. he encontrado el amor propio y el valor del ser humano. Por mucho tiempo yo fluctué entre un complejo de inferioridad y delirios de grandeza. Ahora empiezo a comprender la palabra
humildad
, la cual para mí es el saber que todos tenemos el mismo valor; que sólo hay uno que es más grande y ése es Dios, el cual preside sobre todo. Esto es muy importante para mí, puesto que como actriz recibo la admiración de las personas y es fácil perder esta perspectiva. Realmente es sólo otra manera, aparte de pasar el mensaje de A.A., de compartir aquello que Dios me ha dado.

La palabra «gracia» significa «regalo». Es algo que no se merece por esfuerzos personales. Es algo que Dios regala simplemente como expresión de su gran amor por sus hijos. Todo lo que soy, todo lo que tengo, todo lo que hago, es por la gracia de Dios. Cada día, quiero despertar sobria, dando gracias a la Comunidad de A.A. que salvó mi vida y alabando a Dios que, por amarme tanto, me llevó a sus puertas.

(9)
 
EXTRANJERO ENTRE LOS HOMBRES

Se sentía como un extraterrestre, caído a la Tierra por causa desconocida. La bebida, que parecía ofrecerle entrada a otro mundo, lo dejó aislado del actual y presente.

L
AS PRIMERAS sensaciones que recuerdo son de extrañamiento, de singularidad y rareza. La discrepancia está en la raíz más profunda de mi ser y sin duda ha condicionado mis difíciles relaciones con la vida. Si al nacer hubiera sabido ponerle palabras a mis sentimientos, hubiera razonado de esta manera:

No pertenezco al mundo, ni siquiera a la galaxia. Procedo de una luna ingrávida y transparente donde nadie sabe lo que es el miedo. La vida es allí una caricia y se necesitan menos capas de piel para afrontarla. Por causas que desconozco, quizás alguna falta, los dioses me desterraron a este planeta. En cuanto caí a la tierra sentí en mis carnes la herida de la existencia. Soy un extranjero entre los hombres, un extranjero que se pregunta: «¿Por qué no soy como los otros?»

Soy el segundo hijo de cinco hermanos. Mi padre trabajaba y mi madre cuidaba de la casa. Que yo recuerde, fui un niño querido y tuve una primera infancia feliz.

Empecé mi formación escolar en un colegio católico. Un gigantesco Cristo con el pecho atravesado de espadas pendía de la fachada. De mi paso por las monjas conservo en mi interior dos episodios puntuales. El primero es la bofetada que me dio una de las hermanas por dibujar un tren en vez de sumar unos números. Con aquel cachete aprendí lo que era el miedo, y de propina, la rabia y la impotencia. Al día siguiente, al volver al colegio, experimenté mi primer resentimiento y supe del inmenso poder de la imaginación. Cuando no puedes matar a alguien en la realidad, siempre puedes hacerlo con la mente. Cuando la realidad no te gusta, siempre puedes cambiarla en tu cabeza.

El segundo episodio me enseñó que puedo sentirme culpable simplemente por estar vivo, y me hizo experimentar el temor al castigo antes de que éste se produjera. Fue también en clase. Faltaba poco para que sonara el timbre cuando descubrí bajo el pupitre un gran charco amarillo. Intenté secarlo con hojas del cuaderno, pero el papel era poco absorbente. Esta vez la monja no se dio cuenta, pero eso fue lo de menos porque yo, arrodillado en el suelo, me castigué a mí mismo con una buena reprimenda. Mi mente aprendió a vivir en el pasado, reviviendo sensaciones que lo transformaban, y en el futuro, anticipándose a los acontecimientos. Desde bien pequeño me olvidé de vivir el presente.

Descubrí que la mayoría de los adultos te quieren más si eres perfecto. Los niños que adoptaban determinados comportamientos recibían palmaditas y besos. Eran los buenos. Al otro lado de la línea estaban los rebeldes. Yo me arrimé a los primeros sin plantearme siquiera si era lo que yo quería hacer. Sólo buscaba el terrón de azúcar con el que se premia a un caballo dócil. Era capaz de hacer cualquier cosa por conseguirlo. Así, casi sin querer, me convertí en un niño perfecto.

La perfección si bien se mira, da mucho juego. Por un lado es la negación de un mundo a todas luces incompleto, el mundo al que yo había sido arrojado desde mi luna ingrávida. Empeñarse en ser perfecto en un mundo imperfecto es una forma de protesta. Por otro lado, si haces lo que se espera de ti, todo el mundo te quiere, al menos en apariencia. Yo disponía en mi alma de un enorme agujero que quería llenar de amor, pero lo único que había a mano era la aceptación de los demás. A falta de un sentimiento auténtico, utilicé el sucedáneo. Tenía cinco años y todavía no había bebido una gota de alcohol.

Cuando cumplí los seis pasé a un colegio de los Padres católicos, donde permanecí hasta los diecisiete. Allí quien no se sabía la lección recibía un reglazo en las yemas de los dedos. La atención de los escolares, siempre más fija en el vuelo de una mosca que en el teorema de la pizarra, se centraba con un tirón de patillas o un masaje en los carrillos. Años después, no pude ser el eslabón abierto de la cadena y repetí estos esquemas con mis hijos. Las víctimas, cuando crecen, suelen convertirse en verdugos. Ésa es su condena. También fue la mía. El alcohol, que ya por entonces consumía sin medida, multiplicó la ira. Mi cerebro, siempre dispuesto a justificar lo injustificable, llamó «educación» y «firmeza» al maltrato físico y psicológico de unos niños indefensos. Intenté ser el que recibe el daño y no lo trasmite, pero no pude vencerme a mí mismo.

A los once años se inició mi largo romance con las botellas. Fue en el colegio. Dos o tres compañeros quedamos en llevar bebidas al aula. Yo rellené un bote de plástico con alguno de los licores dulces que había en casa. Quería explorar nuevas sensaciones e imitar a los adultos, que bebían que era un gusto.

Además, las clases eran un aburrimiento. Recuerdo las risitas de mis compañeros cuando me sacaron a la pizarra, colorado como un campesino, para balbucear la lección. Lo pasé mal, pero me encantó el protagonismo. Aprendí que la gente te mira si haces un poco el payaso, y esto resulta fácil, casi natural cuando vas un poco entonado.

Llegó la adolescencia y con ella se agudizaron mis carencias. Supe entonces que aquel líquido mágico que me aturdía durante las interminables tardes escolares era capaz de proporcionarme todo aquello que necesitaba. Desenroscaba un tapón, dejaba bajar el líquido por la garganta y al instante mi mente manejaba todo un universo de posibilidades. Un par de tragos de ginebra me hacían crecer unos pocos centímetros, unas cervezas aguzaban mi inteligencia, unos cuantos tragos de ron con soda me volvían locuaz con las chicas, el whisky me transformaba en el rey de la pista de baile. Con el alcohol brotaba de mi interior una personalidad maravillosa que sólo existía en mis sueños, una especie de príncipe azul del subconsciente que me redimía de la realidad insuficiente. Con alcohol la vida era perfecta, completa, sin fisuras. Yo seguía sin encajar en el mundo, y eso me arañaba, pero el alcohol era un bálsamo milagroso que disponía sobre mi alma las capas de piel que me faltaban. Cuando algo dañaba mis emociones me tomaba unas cuantas copas y todo me resbalaba.

El alcohol no me transformó, simplemente potenció los mecanismos que mi mente desarrollaba para defenderme de la realidad hostil, una realidad que ni entendía ni me gustaba. Ya había descubierto en las páginas de los libros y en las pantallas de cine la maravillosa posibilidad de olvidarme de mí mismo y encarnarme en los otros. Me fascinaba la capacidad de vivir con la mente vidas ajenas. Construí un lugar donde me sentía a salvo de las heridas emocionales, donde no me alcanzaba el roce de las cosas. No sabía entonces que los refugios que están hechos con miedo protegen, pero también encarcelan. Yo, que nunca me había integrado en la vida, me aislaba sin remedio.

El alcohol era legal, pero otras sustancias estaban prohibidas, y esto le daba mucho morbo a un espíritu delirante como el mío. Cuando las mezclé con el alcohol, los mundos imaginarios se multiplicaron dentro de mí hasta desgajarme de la realidad. Entretanto mi autoestima descendía sin freno hacia el subsuelo y mi sistema nervioso se deprimía. Pero, como decían algunos actores en la pantalla, no había nada que no arreglara un whisky con soda. El alcohol empezó a despertar en mi interior un monstruo de soberbia con el que compensaba todas mis carencias.

La soberbia es un curioso sentimiento en una persona como yo, que no se creía merecedora de nada, ni siquiera de la existencia. Con soberbia equilibraba precariamente mi baja autoestima y conseguía una personalidad de extremos, la única posible para mí en aquella época. La soberbia, casi siempre asociada a la envidia y al resentimiento, es otra cárcel que me obligaba a vivir siempre mirando de reojo la vida de los otros. La vida era injusta y les daba a los demás lo que me correspondía por derecho propio. Yo, en vez de trabajar para conseguirlo, me emborrachaba.

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