En esos momentos de mi vida no valoraba tener una mujer como la que tengo. El alcohol había atrofiado y enfermado mis sentidos, mis emociones y sentimientos. Era como un monstruo; no había disfrutado ni de mi mujer, ni de mi hija, ni de nada. No sabía vivir, la vida era un tormento, estaba derrotado, pero no deseaba dejar de beber.
Un compañero de trabajo perteneciente al comité de empresa me hizo las gestiones para localizar a Alcohólicos Anónimos y me acompañó hasta un grupo.
Mi primera reunión no la olvidaré jamás. Por fin me identifiqué con aquellas personas que compartieron su experiencia con el alcohol conmigo. Ya no era un bicho raro: había más gente como yo que sufría, que sentía como yo y además tenía una solución para mi «rareza».
Salí de allí muy reconfortado y con mucha esperanza, pero yo me resistía a dejarlo totalmente y empecé a buscar una excusa, diciéndome que era muy joven para ser alcohólico. Tenía veintisiete años cuando conocí Alcohólicos Anónimos. Todos los que había en el grupo eran mayores que yo; continué yendo al grupo pues de lo contrario hubiera perdido el trabajo y eso no podía ser. Traté de aprender a beber —como anteriormente había cambiado de una bebida a otra— pues creía que los licores tenían la culpa de mi estado. También había intentado muchas fórmulas para lograr no emborracharme, pero todo era inútil.
Mi aprendizaje duró unos nueve meses. Creía que si no bebía durante un tiempo más o menos largo, cuando comenzara otra vez, lo haría moderadamente y pasaría mucho tiempo hasta estar en el estado tan lamentable en que me encontraba. Iba a todas las reuniones que podía. Nadie jamás me reprochó nada. Tuvieron una comprensión y un trato exquisito conmigo, pues la mayoría de las veces iba bebido.
Después de dedicarme un tiempo a este intento de aprender a beber, creí que ya estaba curado y me dio por contar las cervezas que tomaba. Así también me ponía a prueba: el primer día sólo me tomé una; no necesité beber por la mañana, lo cual confirmó mi error y mi creencia de haber logrado la curación. El segundo día tomé dos o tres. Creí que mi mujer, que había vuelto conmigo, no había notado nada, y en el trabajo sabían que iba al grupo, pues me vigilaban. Todo marchaba más o menos bien, me sentía seguro y eufórico de que el alcohol no me iba a poder más.
Del tercer día no me acuerdo nada. Sólo que era de madrugada y estaba dentro del coche en las afueras de la ciudad, en un carril de un paraje deshabitado. Cuando desperté me encontraba desorientado, lleno de miedo. No sabía dónde estaba. Junto a mí, en el otro asiento del coche, había una botella de coñac vacía. En ese momento creo que toqué fondo. Sabía que si continuaba bebiendo me moriría; allí me sentí impotente ante el alcohol. Me sentí derrotado ante él.
Tuve la convicción de que al día siguiente no bebería nada. Esa seguridad me traumatizó, me causaba pavor saber que no bebería pero estaba seguro de que sería así. Por mi cabeza pasó rápidamente el caos que era mi vida: sentí que era un fracasado, un inútil que no había hecho otra cosa en la vida que beber, mentir, engañar, sufrir y hacer sufrir a los que me rodeaban.
Estaba de vacaciones y en ese tiempo pasé, sin saberlo, el síndrome de abstinencia. Encerrado en casa, enroscado en la cama temblaba de frío, sudaba de calor, tenía espasmos y calambres. Parecía que me había pasado un tren por encima. Tenía miedo a la gente, a salir de casa, a enfrentarme con la realidad. Había envejecido; pensaba muchas veces en el suicidio; tenía muchas lagunas mentales. Había dado el Primer Paso aquella noche en el coche sin saberlo, y sin saberlo empecé a dar el Segundo Paso. Sabía que no estaba en mi sano juicio y no dejaba de pensar en ese poder superior que podía devolvérmelo, y empecé a pedírselo.
El síndrome de abstinencia me duró unos veinte días. Estaba muy nervioso e inseguro, pero me dejaba llevar. Las reuniones me parecían pocas, a mi padrino lo utilicé como nunca. Todo en Alcohólicos Anónimos, lo que escuchaba, lo que leía, todo tenía sentido: los Pasos, las Tradiciones, los lemas, la literatura. Hasta que un día sucedió; no sé cómo, mientras pensaba en mi vida pasada y en mi enfermedad, me vino una sensación de paz y de bienestar tremenda. Era lo que había deseado siempre. Experimenté una libertad y un gozo como nunca había sentido, y sin tomar nada. Era algo auténtico. Comprendí lo que es dejar de beber y no sufrir por ello. En mi petición de sano juicio y de todo un poco comprobé cómo ese poder había acudido en mi ayuda.
Esa pequeña fe con la que conté al principio me había dado resultado. Mi fe era creer que yo, un día tarde o temprano, me pondría bien, según lo que compartían conmigo los compañeros de Alcohólicos Anónimos. También que yo solo no iría a ningún lado; necesitaba ayuda. Yo solo no podía; me apoyé en los compañeros y en un poder superior a mí mismo que me fabriqué a mi manera, ya que no tenía experiencia religiosa, ni me habían educado en ninguna religión. Era un hombre nuevo pero no sabía desenvolverme en la vida, o sea que tenía que aprender a vivir sin alcohol, y Alcohólicos Anónimos me sugería un programa de vida.
Siempre tuve la suerte de utilizar todas las herramientas que Alcohólicos Anónimos ponía a mi disposición para reconstruir la ruina que era mi vida. Desde que pisé las puertas del grupo, aún bebiendo, participé en el servicio. También desde entonces tengo padrino, comparto con mucha gente, leo literatura, pido orientación cada vez que la necesito y tomo decisiones de vez en cuando. Me acepto tal como soy, y tomo la vida tal como me viene, tratando de vivir un día a la vez según el programa de Alcohólicos Anónimos.
No he vuelto a beber ni una gota. Mi vida ha dado un giro de 180 grados. Continúo en mi trabajo; llevo 31 años en el mismo sitio. He recuperado el respeto y la estima de mis jefes y compañeros. Me siento útil y realizado como persona. Continúo con mi mujer, me he vuelto a enamorar de ella. Tenemos dos hijos más, que nacieron estando yo en sobriedad.
Estoy en plena madurez de mi vida a mis cuarenta y cinco años. Creo que la vida es maravillosa a pesar de todo y continúo aprendiendo a vivir sin alcohol dentro de Alcohólicos Anónimos, pues aquí me siento como en mi propia casa.
CASI LO PERDIERON TODO
Las quince historias en esta sección nos cuentan lo peor del alcoholismo.
Algunos lo habían probado todo: hospitales, tratamientos especiales, sanatorios, manicomios, cárceles. Nada les dio el resultado deseado. La soledad, la angustia física y mental, esto es lo que tenían en común. La mayoría había sufrido pérdidas devastadoras en casi todos los aspectos de su vida. Algunos seguían intentando vivir con el alcohol. Otros querían morirse.
El alcoholismo no respetaba a nadie, ni ricos ni pobres, ni personas cultas ni iletradas. Todos se vieron encaminados hacia la misma destrucción y parecía que no podían hacer nada para detenerla.
Ahora con años de sobriedad, nos cuentan cómo se recuperaron. Demuestran a plena satisfacción de casi cualquier persona que nunca es demasiado tarde para probar Alcohólicos Anónimos.
Se vio privado de su infancia, cargado con duras obligaciones a una tierna edad. La bebida le facilitaba pasar a «otra realidad» mejor. Tuvo que ver esfumarse todos sus sueños de prosperidad antes de encontrar la auténtica abundancia espiritual.
V
INE en el año 1962 al pueblo donde vivo con la firme idea de hacerme rico; el propósito de mi narración es compartir cómo obtuve mi riqueza.
Acerca de mi infancia podría tener gratos recuerdos del pintoresco y alegre pueblito donde nací, si no fuera por el mal trato que recibí de los adultos. Únicamente cursé el primer año en la escuela, porque a mis ocho años de edad mi padrastro consideró necesario llevarme a ayudarlo en las faenas del campo, en el cultivo de maíz y frijol, bajo las pesadas condiciones de aquella época, sin tractores ni tecnología. Siempre me dolió que la vida me quitara los libros y las clases a cambio del extenuante trabajo en las parcelas, y sin salario.
Ya había cumplido mis nueve años cuando cambiaron mis labores: caminar desde el rancho hasta el cerro, con un burro, para cortar leña y llevarla a vender hasta el pueblo que estaba como a quince millas.
Siempre he creído que esas obligaciones me robaron la infancia. Además, siempre que me castigaban con golpes e insultos, me decían que lo merecía por portarme mal o por no hacer bien las cosas; entonces empecé a desarrollar el sentimiento de culpa.
Fue en aquella etapa infantil cuando apareció el alcohol. Alrededor de los ocho años de edad me emborraché por primera vez. Sucedió en una fiesta del pueblo, ésas donde todos beben, cuando una preparación a base de fruta y alcohol me transportó a otra realidad. Sin duda que cualquier «otra realidad» era mucho mejor que la que estaba viviendo. Ciertamente era muy chico, pero me di cuenta de que aquella bebida traía sensaciones agradables.
El destino de la familia dio un giro. Tenía yo diez años cuando tuvimos que abandonar el pueblito y fuimos a parar a una gran ciudad. Ya jovencito, tomé un trabajo de albañil, mi primer oficio formal. ¡Qué diferencia! Ahora recibía un sueldo, trabajando diariamente; para mí representó un gran paso a la prosperidad y superación. Entonces ya contaba con dinero para beber todos los fines de semana.
Recuerdo una anécdota con un albañil de unos cuarenta años de edad; me retó a una apuesta que consistió en tomarnos un cuarto de litro de tequila de un solo jalón e, inmediatamente después, había que caminar por una viga de tres metros de longitud, pero con sólo cuatro centímetros de ancho, y de una altura suficiente para matarse de una probable caída. Ninguno perdió la apuesta, salimos vivos los dos. Pero, irónicamente, de regreso a mi casa me caí como diez veces de la bicicleta. Era el franco vaticinio de una larga y atropellada carrera de alcoholismo.
Al paso del tiempo me casé, emigré a otro país solo, dejando a la mujer «encargada» en la casa de mi madre. Mi larga ausencia fue la que sin duda obligó a aquella mujer a irse con otro hombre. Sin embargo, en aquel entonces yo lo interpreté como la gran afrenta a mi dignidad y, por supuesto, significó la perfecta justificación para sumirme en la conmiseración y beber con mayor autodestrucción.
¿Para qué volver a mi país? Eso representaba la infelicidad. Aún conservaba buenas cualidades como trabajador, además, posiblemente me notaron alguna característica de liderazgo, ya que en 1966 me asignaron como mayordomo en el cultivo de la lechuga. Era una posición que en el medio socioeconómico de la región representaba poder y prestigio, que obviamente no supe manejar porque mi alcoholismo iba en aumento. Gané mucho dinero, alguno honradamente y la mayor parte de manera desleal.
Me casé, llegaron los hijos, y me duele mucho reconocer que causé mucho daño a mi familia. Ahora la bebida estaba presente todos los días… y claro que llegó el momento en que me despidieron. Tuve la suerte de recibir una buena liquidación, de la cual no llegó ni un centavo a la casa.
Encontré un nuevo trabajo, ahí me sentí como pez en el agua; me lo dieron de «tallador» en las mesas de póker en un bar. ¡Qué más le podía pedir a la vida!, un trabajo donde abundaban el alcohol, la droga, las mujeres, y de noche; el pretexto ideal para no dormir en casa. Hasta en ese tipo de trabajos son inservibles los empleados borrachos, también de ahí me corrieron. Aún me quedaban algunos amigos y, gracias a Dios, conseguí trabajo como chófer de camiones pesados.
En esa época mi forma de beber se acentuó, con el agravante de mi incursión en el mundo de la droga. Ya tenía cuarenta y cinco años de edad cuando empecé, y aquí quiero detenerme para resaltar un detalle importante: como ya estaba en edad «madura», de alguna manera creí que no me afectaría tanto. Caí en el mito de que la droga sólo descompone a los muchachitos inexpertos en la vida. Pues no. La diabólica mancuerna de alcohol y droga agravó mi salud mental, trastornó mis sentimientos y mis emociones. Cada vez era mayor y más recurrente el daño hacia las personas que me rodeaban, especialmente mi esposa y mis hijos. A pulso me gané el desprecio de mi familia, sólo Dios sabe las lágrimas que llegué a derramar al no explicarme cómo conseguí el odio y resentimiento de mi esposa y mis hijos. En una ocasión, una de mis hijas, estando ya jovencita, se me abalanzó con un cuchillo en la mano, gritando «ya me tienes harta», siendo detenida oportunamente por su madre, quien a pesar de todo salió en mi defensa. Pobre mujer de un alcohólico, a pesar de ser la víctima primaria, ella sigue defendiendo a su borracho.
Ah, pero tarde o temprano, también la esposa se cansa. Desde hacía muchos años ya mi esposa estaba desilusionada, decepcionada, desesperanzada. Mi imagen ante ella era muy diferente a la que me vio el día que nos casamos. Miren, yo estoy seguro que si en nuestra boda el padre se hubiera dirigido a la novia con las siguientes palabras: «¿Le jura usted amor a éste hombre, sabiendo que se va a emborrachar cada fin de semana y luego diariamente, que la va a golpear y a dejar sin comer?»; la novia hubiera contestado: «Que hinque a su madre, adiós». Pues a ver, díganme quién estaría dispuesta a someterse a semejante infierno. Pues ese infierno llevé a mi hogar, y lo peor de todo, sin habérmelo propuesto ni haberlo planeado así. Al contrario, si yo sufrí tanto la falta de amor y cuidado, se supone que a cualquier precio yo conseguiría dicha y felicidad para mi mujer y mis pequeños. Nunca me percaté de que el alcohol me alejó de esos nobles propósitos.
Llegó el día que me echaron de mi casa. Qué sentimiento tan feo, una mezcla de humillación y dolor: ser corrido de tu propia casa, sentir que los seres que supuestamente más te quieren sean quienes te están dando la espalda. Pero la mayor confusión consiste en creer que tú eres la víctima, cuando en verdad ellos están actuando así precisamente por ser las auténticas víctimas. Por lo pronto, a pasar las noches en mi camioneta.
El día que mi esposa me corrió, también corrí a buscar a un primo que militaba en los grupos de Alcohólicos Anónimos. Qué gusto le dio verme y sobre todo mi actitud de pedir ayuda. Desde años atrás mi esposa me pedía que fuera a esos grupos, pero siempre tuve respuestas para justificar que no era necesario: «Yo no tengo problemas, ¿o cuándo te he dejado sin comer?», «Todo el mundo toma, tus papás, tus hermanos», «Yo paro de beber cuando yo quiera, sin la ayuda de nadie».